La escena transcurre en Miami hace más de una década: la banda chilena Chancho en Piedra se encuentra tocando en algunos tugurios de la ciudad y a través de su manager les llega un mensaje de Mario Kreutzberger, alias Don Francisco, por ese entonces amo y señor de la televisión latina norteamericana, pidiéndoles que se presenten en su oficina. Extrañados y curiosos, los músicos se aparecen una mañana en el edificio de Univisión. El lugar, como muchas otras cosas en el entorno y la historia de Kreutzberger, es de una decepcionante normalidad. Ventanas sin vista a nada, sillas que parecen sacadas de un colegio subvencionado, libretos tirados en una mesa de formalita y Kreutzberger muy lejos de Don Francisco, ni enojado ni contento. En la reunión también están Maitén Montenegro y Antonio Menchaca, dos históricos al lado del animador. Kreutzberger pregunta a los muchachos cosas sin mayor interés y al poco rato va al grano: necesita un himno para la Teletón, su monumental cruzada solidaria a favor de los niños discapacitados. Está aburrido del tono lastimero de las canciones emblemas de campañas anteriores y quiere algo actual. No más pianitos ni violines sacados de la memoria de un Yamaha DX-7, sino la energía vital que mueve a los habitantes de su ciudad de residencia. En una radio pone un casete donde ha grabado junto a Montenegro y Menchaca un esbozo de idea. Los Chancho escuchan atentos. Comienza a sonar, en calidad menos que casera, un rap de métrica elemental. De la letra nadie se acuerda mucho, pero el pegajoso estribillo quedó para siempre grabado en la memoria de los músicos y de quienes hemos escuchado la anécdota, y decía repetidamente «Ellos dependen de ti».

Chile dependió de Don Francisco por largos años, incluso más de los que duró la dictadura de Pinochet. Aunque aceptar que uno o varios seres humanos de supuesto libre albedrío dependan de otro sin mayores atributos es una idea cuestionable en lo moral y en lo meramente práctico, basta hacer un poco de memoria para reconocer lo limitadas que eran nuestras oportunidades y expectativas hace treinta años. Éramos un país holísticamente pobre, ideario de inspectores de colegio y cajeros de banco. Todo ordenado y triste. Y frente a esa pesadez, Don Francisco era la medida de lo posible. Una mezcla de termostato y receptáculo fortuito de sueños rotos, existencias rutinarias y fantasías mediocres. También de necesidades que un Estado repleto de abusadores, lamebotas y funcionarios de nulo vuelo intelectual simplemente no asumían como propias.
Frente a un terremoto o un aluvión nadie movía un dedo hasta que Don Francisco organizaba la campaña, aunque fuera con días de retraso y sin planificación. Para quienes no habíamos sido afectados por las fuerzas de la naturaleza el panorama era ideal: donar ropa vieja a cambio de una jornada eterna frente a la tele contemplando la desgracia ajena, los esfuerzos por figurar, la filantropía por conveniencia y los gestos de legítima generosidad, como el de un anciano que donó su impecable Buick 51 para el terremoto de 1985. «Hagan lo que quieran con él», fueron sus escuetas palabras.

La dependencia excedía con creces el ámbito de las catástrofes. La diversión, la procacidad y hasta dónde llegaban derechos tan elementales como la libertad de expresión podían determinarse según los límites que el propio Don Francisco cruzaba o no. Su autoridad residía, precisamente, en su inconsciencia con respecto a ella. Para el animador todo era de un realismo absoluto. Si había militares en el poder y la gente debía quedarse callada en sus casas, por algo sería, algo que lo superaba y que no le llamaba la atención.

No estaba ni bien ni mal.

Su desinterés por lo político era brutalmente honesto. Ejemplo de eso es que nunca le sacó mayor partido a la historia contada en la revista Hoy en 1984 por el exdirector de Clarín Alberto «Gato» Gamboa,1 sobre un noble gesto que el animador tuvo con él cuando era trasladado como prisionero político al campo de concentración de Chacabuco. Don Francisco, que se cruzó fortuitamente con el camión en el que iba un maltrecho Gamboa, al detenerse en una bomba de bencina se acercó sin miedo, saludó al periodista, le exigió al teniente a cargo que mejorara las condiciones de los detenidos, les soltara las amarras y los dejara fumar los cigarrillos que él mismo les había regalado. La historia ronda la magnanimidad si agregamos que Don Francisco era el predilecto del «Gato» a la hora de las burlas: por lo bajo lo trataba de «elefante enyesado» en las páginas de su diario.

Radiografías del alma

Sin culpas, en su libro Quién soy, telebiografía, publicado al cumplirse veinticinco años de Sábados Gigantes (y escrito en las sombras por el poeta y periodista Alfonso Alcalde, quien se suicidó años después colgándose con su cinturón en una pieza miserable),2 Kreutzberger admitía no haber leído casi ningún libro en su vida, pero a cambio decía ser dueño de una vasta «humanoteca», compuesta por las cincuenta mil entrevistas que hasta ese momento había realizado. Por simple lógica espacio-temporal, entendemos que cada vez que le ponía a alguien un micrófono delante consideraba que eso era una entrevista. Aunque formalmente es debatible, dado que una entrevista debería tener cierta extensión y estructura, lo cierto es que obtenía lo que muchos tratados con preguntas y respuestas repletas de antecedentes apenas esbozan: radiografías del alma en un momento determinado. Sin saber siquiera su nombre, Don Francisco detonaba en el entrevistado la necesidad de develar algún pliegue de su existencia. Con preguntas como «¿y por qué hace eso?» o «¿de dónde sacó esa chaqueta?», al interpelado no le quedaba más alternativa que sincerarse o caer en profundos titubeos e incertezas.

Desde niño fue así: «Era un preguntón y nadie se me escapaba –rememora en su telebiografía–, porque quería conocer de cerca cualquier trabajo, en vez de salir a jugar a la pelota con los niños del barrio. Si viajaba en micro, iba al lado del chofer para preguntarle cuántos pasajeros subían, cuánto gastaba en bencina, dónde subía más gente y por qué, cuál era el mejor día de la semana y el peor. También hablaba con el heladero, el manisero. Apenas aparecía un circo por el sector, era el primero en encaramarme a la galería para ver a los payasos. Para mí lo más importante no consistía en la función, sino en recorrer las carpas por atrás, cuando aún no había llegado el público y los artistas se preparaban para presentarse en la pista de aserrín (…) Siempre anduve, desde muchacho, en las trastiendas del espectáculo, ya que era a lo mejor un pequeño Don Francisco, indagando, preguntando en forma majadera, tratando de conocer lo que a otros no les interesaba».

Hace poco, en uno de los tantos programas de resúmenes emitidos a la espera del capítulo final de Sábados Gigantes, Don Francisco hacía sus clásicas preguntas a los participantes antes de un concurso, generalmente referidas a la cantidad de miembros de su familia o al tipo de cesantía que afectaba al padre. De la nada, a uno de los concursantes le preguntó si se había enamorado alguna vez. El tipo contestó que sí, pero que después se había casado con su actual esposa.
«¿Y sigue enamorado de esa mujer?», preguntó Kreutzberger. El rostro del concursante se inundó de melancolía. «Sí, Don Francisco.» La evidencia de una tristeza arrastrada por años y cubierta por el tedio de una vida sin cuestionamientos eclipsó el estudio por un segundo, suficiente para alcanzar esa fibra hipersensible que los sicólogos demoran varias sesiones de terapia en desentrañar. Al segundo siguiente comenzó el concurso, y una feliz amnesia permitió a todos evadir la desolación.

Ocurrió algo milagroso: los teléfonos del canal colapsaron con llamadas que reclamaban su presencia. Tironi le pidió disculpas y lo recontrató, aunque lo pasó del domingo al sábado en la tarde, histórico horario muerto. No importaba, la televisión estaba compuesta de ingredientes misteriosos y Mario Kreutzberger era uno de esos misterios insondables.

Un ignorante en varios idiomas

Suponer que la adicción a la vida doméstica y los asuntos intrascendentes convierte a Mario Kreutzberger en un ser normal sería un gran error. Al igual que muchos artistas que circulan por la vereda del frente, al igual que los seres más extravagantes, su sensibilidad es única, y encuentra como gran medio de expresión la televisión. Se trata de una sensibilidad del momento, similar a la de un futbolista que mete un pase entre líneas apenas acariciando la pelota, pero que a la salida de la cancha no puede articular dos frases. En una época en que el bullying no existía como concepto y subir al columpio a un incauto reparando en alguna diferencia, defecto o estado emocional en particular era una manera de relacionarse, y hasta un talento, Don Francisco descollaba. Probablemente sintiera una profunda identificación con aquellos que le servían de frontón para pelotear un rato, y que, al contrario de humillación, manifestaban algo parecido al reconocimiento.

La primera vez que vio un televisor, se volvió loco. Su papá lo había mandado a estudiar sastrería a Nueva York y en el oscuro hotel donde arrendó una pieza había un aparato gigantesco.
Pegado a la pantalla, aprendió inglés y anotó todo lo que veía, convencido de que su futuro estaba bajo los focos, muy lejos de las máquinas de coser y las cajas con botones. Cuando regresó a Chile, se fue directo a las oficinas de Canal 13, donde hizo largas vigilias para que Eduardo Tironi, gerente del canal, lo recibiera. Tenía un proyecto de programa propio. Debe haber sido impactante la cara de Tironi al escuchar las ambiciones de un tipo cabezón, poco agraciado y con voz aflautada, pero, ante la escasez de propuestas y víctima de la insistencia, terminó ofreciéndole el domingo en la tarde para que hiciera lo que quisiera. La expedición duró poco. Efectivamente el muchacho tenía a ojos del directivo y de los avisadores menos gracia que entusiasmo y lo sacaron del aire a las pocas emisiones. Pero ocurrió algo milagroso: los teléfonos del canal colapsaron con llamadas que reclamaban su presencia. Tironi le pidió disculpas y lo recontrató, aunque lo pasó del domingo al sábado en la tarde, histórico horario muerto. No importaba, la televisión estaba compuesta de ingredientes misteriosos y Mario Kreutzberger era uno de esos misterios insondables.

«En una oportunidad se me ocurrió pedir a los televidentes que trajeran al estudio el árbol más grande, llegaron ciento cincuenta, despoblaron el cerro Santa Lucía. Las críticas me seguían apabullando desde todos los ángulos (…) A raíz de estas críticas estuve a punto de renunciar en forma definitiva a la posibilidad de ser animador de la televisión. Los que encontraban malo el programa aseguraban además que era un ignorante en varios idiomas.»

El desprecio del mundo ilustrado –la intelectualidad fingía decididamente no conocerlo– fue la tónica desde el principio, y un separador de aguas. Gran parte de la simpatía original que en lo personal siento por Kreutzberger radica en este punto: decir que a uno le gustaba Don Francisco y reconocer que mataba las tardes del sábado metido en la cama de mis papás viendo Sábados Gigantes era absolutamente irritante para cualquier persona con pretensiones neuronales mayores. En su minuto, aparte de entretenerme me sentía consumiendo dosis importantes de realidad, que incluso me pondrían en ventaja respecto de mis pares cuando de bagaje cultural se tratara. El moralismo que veía en la televisión un enemigo letal encontró en Don Francisco su McDonald’s, y a la larga terminó recluyéndose en un gueto o inclinándose ante la evidencia con la sensación de haber llegado tarde a una fiesta.

En los años noventa, el profesor Mario Berríos sacaba de quicio a sus alumnos de Antropología y Sociología en la Universidad de Chile cuando les aseguraba que solo comprenderían la eterna desdicha latinoamericana cuando vieran Sábados Gigantes y se olvidaran de los cántaros de greda.
Con una vehemencia extraña en él, explicaba que en cada auto entregado como premio en sus concursos se traslucía la ilusión centenaria de creer que algún día íbamos a ser felices. En su libro, el propio Don Francisco sintetizaba o reducía a su mínima expresión este deseo, y la absoluta conciencia de ello era a la larga su superpoder: «El concursante que está frente a la pantalla es apoyado por miles y miles de personas que se identifican con él mientras participa –dice–. Le soplan las respuestas desde la casa. Quieren que triunfe, sienten de alguna manera que ellos también están participando y regresarán esa noche a su casa manejando su propio auto, que se ganó otro pero no importa. Entonces los concursantes suman millones, pero el que está participando es uno solo. Y de ahí al paso siguiente: obtuvo el vehículo en una especie de ceremonia pública y no a escondidas, y por eso dice “yo gané, yo luché”, así como podía haberse esforzado por obtener un mejor sueldo, por comprar una casa, por matricular a uno de sus hijos en la universidad (…) Pero cuando ocurre que la ganadora del auto dice “se lo voy a regalar a mi hijo porque yo ya tengo uno”, inmediatamente ese auto está perdido, no representa el anhelo de nadie».

Con esta misma lógica convierte la filantropía en un circo. ¿Qué sentido tiene ser generoso tímidamente y en privado, si se puede serlo con estruendo y delante de todos? Desde que le consiguió una máquina dializadora a un muchacho llamado Aníbal y lo llevó a duras penas al estudio, a principios de los setenta, se dio cuenta de que el espectáculo de ayudar era mejor que todos sus concursos juntos. Mientras en otras partes las teletones naufragan junto a la ideología que las creó, y se convierten en parodias de lo políticamente incorrecto, en Chile sigue siendo una jornada rentable, y son pocos los que pueden rechazar sin culpas la extorsión televisiva que provocan esas madres curvadas por una vida de infortunios y esos niños postrados que quieren ser como los otros niños, como mis hijos o los tuyos.

Finalmente un niño

Hace años, mi mamá con mi tía Marta y su hermana Anita fueron como público a Sábados Gigantes. La llamo para preguntarle si recuerda algo de ese momento, que supongo un acontecimiento. «Casi nada –me dice–. Fue en la calle Lira. El Tío Valentín hizo un acróstico con el nombre de tu hermana y Don Francisco ponía una cara de lata atroz cuando cortaban las cámaras.» Pero Don Francisco incluso sacaba partido de esa decepción. A veces le preguntaba al público cómo encontraba el estudio. Si le respondían «chico» o «helado» se mataba de la risa. Aunque la emisión era en vivo, había muchas secciones grabadas, como los sketches y La Película Extranjera, donde el mundo era un lugar recóndito repleto de tiroleses sonrientes y amaestradores de delfines. De todas maneras la posibilidad de recibir un televisor a pito de nada bien valía el tedio, y la gente hacía cola para entrar.

Había algo infantil en Mario Kreutzberger, que lo alejaba de la maldad consciente con la que a menudo se le emparentaba. Era un niño, un niño que de repente regalaba sus juguetes, se disfrazaba con la ropa del papá, se burlaba de sus compañeros de sala y se amurraba cuando le apagaban la luz. Y como todo niño, se puso aburrido cuando creció. Se fue a Miami, cambió a los artistas baratos de acá por otros baratos de allá, tomó conciencia de su «rol de comunicador» y casi todo se fue a las pailas. Pero, de cuando en cuando, un destello de su viejo y ciego entusiasmo afloraba. Entonces, garabateaba con mala letra algo que él consideraba un rap, lo grababa en una radiocasete sin ritmo ni acompañamientos y se lo mostraba a unos desconocidos, esperando que lo tomaran en serio.


1 Un viaje por el infierno. Santiago, Forja, 2010.
2 Quién soy, telebiografía de Mario Kreutzberger. Santiago, E.P.S.A., 1987.