Patitas de pollo, crudas y hasta con uñas le dábamos en mi casa al Colo Colo, el perro más importante del hogar en la década de los noventa. Costaba cien pesos el kilo en el negocio de enfrente de la multicancha y la mascota sambernardina lo engullía con pasión. Se las dábamos día por medio. Era su fiesta, la excepción al sistema de alimentación por excelencia de los perros antes de la asonada comercial de la industria del alimento para canes y gatitos: las sobras del almuerzo. Cuántos miles de millones de dientes se perdieron en los hocicos de la periferia por comer kilos y kilos de porotos con riendas mezclados con pan, con cebollas en escabeche, con repollo y ají. Todo en un mismo tarrito, caliente, rebosante de alegría familiar para el deleite de la bestia, que pese a tener toda la furia del hambre desatada esperaba sentada hasta que el amo arrojara el último tallarín a un recipiente que iba a durar treinta segundos. Y después, a tomar agua a otro tarrito que esperaba abandonado en el último rincón del patio. Todo era devuelto en horas de la tarde, cuando el Colo Colo levantaba su patita, muy amaestrado, por cierto, en evidente gesto de gratitud.

Esa «terrible» práctica hoy se combate en todo Chile (un país que se da el gusto de pelear con la pobreza, las pensiones y el sueldo mínimo, y a la vez con el cuidado de la salud dental de los perros) con una variedad interminable de marcas de alimento, que van desde la versión gourmet de Pedigree –que de puro verle el precio aparece un letrero imaginario con la frase prohibido para quiltros– hasta la oferta más oferta de Guau, la marca sensación de todo perro de población que busca salir de la marginalidad alimentaria.

Guau es una especie de Plan Auge para perros: precios bajos garantizados, posibilidad de fiado permanente, pero con consecuencias nefastas debido a la calidad de sus insumos. Sí, porque el perro pobre que vive gracias a Guau hace caca tipo diarrea, textura en las antípodas de los lulos ultraapretaditos provocados por Master Dog, esos que se pueden recoger con confort sin afectar la limpieza de antejardines y cobertizos.

Pero nada de esa problemática de país de veinte mil dólares per cápita hubiese sido posible sin una marca, potenciada por un spot comercial que instaló como necesidad del Estado la compra de alimento para perros a fines de los noventa: Doko. En una muy creíble y divertida disputa con un camaleón, proyectada con altí- sima tecnología de efectos especiales, un perro bulldog dejaba claro en 1998 que tenía plenos derechos al desarrollo impulsado por la apertura económica del gobierno de Frei Ruiz-Tagle. Era la versión animal de Faúndez, el mítico contratista que años después avisaría a la Patria entera que todos podíamos tener celulares. Doko se convertiría en el comercial emblema de avenida La Florida y Ciudad Satélite, el que sentenciaba sin dejar lugar a dudas: hay plata.

Era tan espectacular el salto cualitativo en la calidad de vida de los perros de nuestro pueblo aspiracional que la novedad ofrecida por el aviso consistía en un revolucionario envase con sello fresh keeper, el mismo de las bolsas Ziploc, cuya gracia era evitar que la comida se perdiera en bocas de otros animales. El egoísmo puro y duro del auge económico hecho pellet. Visionarios además los del equipo publicitario de la marca, pues antes que todos sabían que se venía la crisis asiática y que conservar la comida iba a ser fundamental para el duro 1999, que azotaría con fuerza cumpleaños y navidades, debido al 0,76 por ciento de contracción de nuestra economía.

Doko fue el principio del fin del perro como perro, para llegar a ser hoy, en pleno 2015, otra versión de ser humano. Ha sido tanto el avance en la calidad de vida del perro de los chilenos con acceso al dinero que hasta una isapre perruna llegó para demostrar el nivel de aniquilación del sentido público perpetrado por la dictadura de Pinochet. Se trata de Isapet, lo último en el mercado de las mascotas que no se conforman con peluquería de veinte lucas mensuales, cientos de miles de pesos gastados en operaciones varias y hasta endeudamientos para adquirir la casa de última tecnología. Es la necesidad de cariño de una sociedad atomizada, que nos ha tapizado en poodles infinitamente pequeños y frágiles.

Ya son nostalgia los osobucos pletóricos de polvo, arrojados al olvido en potreros que hoy no están, en peladeros otrora palacios caninos y hoy convertidos en quince pisos de habitaciones estrechas, donde pernoctan canes de primera categoría junto a dueños que viven solos, o a lo más en pareja, y si es mucho con una guagüita. Nostalgia son los soles que disecaron tantas patas de vacuno en patios con piso de ripio, esperando el retorno del hambre de los conquistados por el huracán Doko. Ya no quedan. Ya no quedan las cáscaras de papa que comía mi Colo Colo. Ya no quedan más que nuggets, tarros de carne y huesos de mentira, cuyo valor mensual supera el de la canasta familiar del 22 por ciento de niños pobres que tiene nuestra Patria. Una Patria donde un perro come mejor que muchos amigos azotados por el mercado.