Atención a la filología

Presentación de Daniela Astorga

Trataré de ser breve y resumir algunos puntos importantes en la extensa obra de Wilfrido Corral. En las siguientes líneas quisiera decirle a nuestros estudiantes cuáles son las cosas que debemos rescatar del trabajo del profesor Corral, quien se ha preocupado a lo largo de su carrera de la condición de los estudios literarios y de la labor de los estudiantes y académicos de la literatura. Su crítica a nuestro campo puede ser muy constructiva si somos introspectivos sobre nuestro quehacer diario, nuestra manera de hacer crítica y nuestra posición de lector y crítico.

Leer la obra crítica del profesor Wilfrido Corral es un ejercicio recomendable y saludable para todos quienes deseen realizar estudios literarios, sobre la producción tanto hispanoamericana como mundial.

Una de las cosas que hace tan nutritivo su trabajo es su pasión por algo que todo estudiante de literatura debiese tener: pasión por la lectura de las obras, por un acercamiento al texto y por un intento de entenderlo en su contexto literario, es decir, por el trabajo filológico.

En gran parte de su trabajo crítico, Corral nos ha recordado que el texto literario es lo más importante para un estudioso de la literatura. Su libro Empire’s Theory: An Anthology of Dissent se atreve a realizar un ejercicio titánico y temerario: compilar una serie de artículos de distintos críticos literarios, lingüistas, sociólogos, filósofos, entre otros, para hacernos entender que los estudios literarios y la academia estadounidenses se han obsesionado con la Teoría –con «t» mayúscula– y han dejado de lado lo que es verdaderamente importante en nuestro trabajo: el texto literario. El diagnóstico muchas veces es acertado. Los programas de posgrado en Literatura (comparada, inglesa, española, francesa, portuguesa, etcétera) se han preocupado más de enseñar a sus estudiantes distintas teorías sobre la literatura –impartiendo clases sobre los cuatro jinetes del Apocalipsis (Lacan, Foucault, Derrida y Gramsci, más el posestructuralismo, posmodernismo, poscolonialismo, materialismo dialéctico, estudios queer, estudios subalternos)– que de enseñar la literatura misma o, como señala Corral: «Hemos teorizado más (y peor) sobre la teoría y nos hemos olvidado del texto».

Esto ha mermado el tiempo y las energías invertidas en la sala de clases y en el campo intelectual en pos de un entendimiento de estas teorías, que muchas veces son un ejercicio más de aproximación al texto y, por lo tanto, un medio para acceder a él, pero no el fin del ejercicio de la crítica literaria. La solución de Corral frente a tanta jerigonza y pirueta epistémica de los defensores de estudiar la teoría la encontramos en su labor de crítico literario. Sus trabajos no se obsesionan con una aproximación al texto como un artefacto cultural, sino que buscan adentrarse en él como un detective que debe investigar las huellas del acervo literario y cultural que cada autor va dejando a medida que las palabras se implantan en la dimensión de la página. El trabajo filológico es de lectura minuciosa, un ejercicio que activa las diferentes claves que conectan el texto consigo mismo, con su historia literaria y con su campo cultural. Véase, por ejemplo, la lectura que hace Corral de Roberto Bolaño en el engranaje de la literatura hispanoamericana y mundial. Para analizarlo, no fue necesario insertar el texto dentro de una teoría de la subalternidad y la frontera, o pasarlo por el colador del materialismo dialéctico o de algún «pos-» y, de este modo, obtener una lectura de Bolaño convincente para la academia. NO. Los estudios literarios comprenden diferentes dimensiones, donde el texto es central, y el autor es parte importante de su clave de lectura. Por lo anterior, Corral entiende a Bolaño desde su teoría narrativa, teoría diseminada en sus distintos textos literarios pero también en los ensayos y críticas que el autor de Los detectives salvajes escribió a lo largo de su carrera. Ahora bien, esto no quiere decir que nos olvidemos de las teorías y las archivemos, pero sí que estas deben ser autocríticas, y ver su asidero en el mundo y en la producción textual. De esta manera podrán ser un aporte, una aproximación al texto válida como otras aproximaciones igualmente verdaderas.

Frente a la crítica norteamericana, dedicada a leer la literatura de esta parte del continente en desconexión de su mundo y tradición (y también de su academia), Corral responde con filología y una atención constante a la figura de la escritora o el escritor como crítica o crítico. Para nuestro invitado a la Cátedra Abierta, los autores y autoras que se han desdoblado con trabajos críticos y teóricos representan una fuente esencial para el análisis de las relaciones literarias del autor en su campo. Así, el profesor Corral se ha detenido y comentado sobre la obra crítica de autores como Vargas Llosa, el mismo Bolaño, Cortázar, nuestros colegas Alejandro Zambra y Álvaro Bisama, entre otros. Estos trabajos son esenciales para la labor filológica en cuanto dan luces a las teorías literarias particulares que se constituyen en cada obra de cada autor, o a cómo se imaginan estos autores en la red de relaciones literarias locales y globales. Esto nos enseña que la crítica se construye desde el interior del texto estudiado hacia fuera, y no al contrario.

El trabajo filológico también nos podría dar una solución a la dependencia teórica americana y europea en los estudios de la literatura hispanoamericana. Su diatriba contra los estudios culturales (que muchas veces de «estudios» tienen poco, salvo excepciones), hace mención a la dependencia que tienen los estudios hispanoamericanos de las últimas modas de Europa y Estados Unidos en cuanto a la teoría. Sin embargo, desde lo escrito por nuestro autor en diversos textos que tratan sobre los estudios literarios hispanoamericanos, podemos pensar que la mejor manera de responder a la dependencia y a los «malos» estudios culturales es recuperando la lectura del texto y la producción de una teoría propia que el autor hace basándose en el campo literario con el cual dialoga. Nuevamente se nos invita a pensar la literatura no solo como una producción cultural, sino que estética.

El retorno a la filología, el amor a las palabras, esa es la invitación que nos brinda el profesor Corral. Su análisis de nuestra literatura hispanoamericana es su carta de presentación a entender desde el texto y desde Hispanoamérica la creación literaria. Nuestros estudiantes podrán ponderar los beneficios de la lectura acuciosa cuando comiencen a observar los estilos, la teoría sobre el género en particular inscrita en la obra y sus redes literarias. Verán que su crítica se nutrirá de otras dimensiones, que la pura teoría no podría dar, y que se enriquecerá su capacidad lectora y su entendimiento de la escritura de un texto.

(Des)andanzas de los nuevos 2.0 y su no ficción

Wilfrido H. Corral

Entre sus Papeles de Recienvenido, Macedonio Fernández –en lo que Ana María Barrenechea estudió como el «humorismo de la nada»– deja un texto inconcluso diciendo «Cerrado el artículo por ampliaciones». En otro, llamado «El neceser de la ociosidad», asevera «tengo ya clientela hecha para mis promesas de obra», y luego termina afirmando «Con estos datos ya se ve que puede cualquiera anunciar con confianza mis estudios; no fallará su incumplimiento». Como sugiere Ignacio Bajter, las verdaderas teorías salvajes novelescas o novelísticas son las que Macedonio desordenaba en los años treinta y cuarenta del siglo pasado. Hacia fines del mismo siglo, su discípulo más aplicado, Roberto Bolaño, postulaba de varias maneras y en diferentes géneros que la crítica no tiene remedio. El Archivo Bolaño 1977-2003, exhibido el año pasado en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona, concluye con un poema en el que la voz poética cuestiona la capacidad de un crítico para entender la poesía, y aconseja: «No creáis a los críticos, leedlos/ si no tenéis más remedio/ pero no les creáis una sola palabra».

En el espacio temporal que existe entre el argentino y el chileno el contrato social entre autor, obra y lector ha cambiado inmensa e irrevocablemente, como sabemos, y no siempre para bien. Estamos en un momento en que la práctica y la teoría de los medios son ubicuas y amorfas, y a la vez más necesarias que nunca, aunque más de una teoría está atrapada en sus paradigmas, obsesionada con los descubrimientos semanales. Aquí quiero hablar de la práctica de la no ficción, cuyo soporte principal sigue siendo la escritura, porque cuando la atención de los autores o críticos se concentra en paradigmas y tecnologías que no sobreviven a los años, se puede dejar colgados a los lectores y su contrato mimético con la obra de los autores.

Específicamente, hablo de la no ficción de los narradores hispanoamericanos recientes, los nacidos entre 1950 y mediados de los setenta, que para acelerar su identificación con una nomenclatura más afín a la mayoría de ellos, llamo Nuevos 2.0. Para tener una idea de su gama, del conocimiento que se tiene de ellos, de los cruces discursivos de su escritura y las discusiones concomitantes, piénsese que, casi por sí solas, la revista Dossier y la colección Huellas de Ediciones Universidad Diego Portales proveen un canon renovado y necesario de esa no ficción. También se puede deducir las ideas encontradas de cómo se conceptualiza esa práctica mediante las recientes obras Antología decrónica latinoamericana actual y Mejor que ficción: crónicas ejemplares, compiladas respectivamente por Darío Jaramillo Agudelo y Jorge Carrión. Ambas fueron publicadas en España en 2012, hecho que previsiblemente permitió a la prensa española volver a enamorarse del término boom. Las ventajas y desventajas de esos volúmenes hacen parafrasear a Macedonio, y preguntarse si son las primeras compilaciones malas o las últimas buenas.

Dedicarse plenamente a ellas implicaría cotejarlas con las antologías que existen en nuestro continente, y forzosamente a consideraciones sobre nacionalismo y cosmopolitismo, como si fueran categorías excluyentes, o nuevas. Piénsese, por ejemplo, en las crónicas neoyorquinas de José Juan Tablada, o en las de Martí, y por supuesto en cómo estos, así como Darío y el guatemalteco Gómez Carrillo escribieron desde sitios que no eran los suyos, abriendo las puertas modernistas al cosmopolitismo del siglo que les siguió. Las conexiones, implicaciones y en particular lo que llamó la «circunstancia socioeconómica de un arte americano» de esa práctica fueron señaladas por Ángel Rama en Rubén Darío y el modernismo (1970) y en la colección póstuma Las máscaras democráticas del modernismo (1985), mostrando que, tal vez a diferencia de hoy, no siempre se viaja por el mundo para encontrar tópicos aburridos. En una revisión de algunas ideas anteriores a la República mundial de las letras (2001), Pascale Casanova sostiene que la concurrencia entre naciones contribuye a forjar diferencias y espacios nacionales de poder que definen su lugar en la estructura mundial (18-21), haciendo que una literatura menor se fortalezca con todo lo que tenga que ver «con la definición nacional, la historia nacional, el honor nacional» (22). Peter Morgan actualiza esa noción aseverando: «La nación, en un momento tan poderosa y positivamente valorizada, ya no provee el marco definitorio para la erudición literaria como secuela del posestructuralismo y estudios poscoloniales» (68).

Es de rigor recordar que los textos que examino pasan por varias redacciones, parcialmente superpuestas, con acotaciones sueltas correlativas, que hacen que quizá ninguna versión o apostilla sea definitiva, sobre todo cuando el computador permite un infinito «corte y pega». Por eso vale tener en cuenta que por cada obra inacabada que fascina hay numerosas otras que sí se han completado. Para dar otra idea más de cómo el registro de esa prosa se convierte en una tira de Möbius, hay en la red un directorio de Escritores No ficción en Venezuela, cuya existencia me parece curiosa y desafiante en este momento histórico, y no sé de otro registro similar en el resto de las Américas. Por supuesto, hay antologías nacionales del ensayo. Pero también sé que la representación venezolana de entresiglo, como la ecuatoriana, nicaragüense o paraguaya, es casi inexistente en las recopilaciones convencionales del género durante el siglo pasado, aun considerando que hoy es obligatorio desasociarse de lo presuntamente antiguo y necesario evitar polémicas con poses y trapos sucios académicos.

Si en algo se asemejan los Nuevos 2.0 a sus antecesores inmediatos es en su atención a la no ficción y sus avatares, entre estos, aquellos que, si uno se guía por categorías genéricas habituales, se estudian como artículo, crítica, crónica, discurso, ensayo, informe, nota, opinión, perfil, prólogo, reportaje, reseña y testimonio. La práctica va más allá de cualquier interés estético, y frecuentemente es una fuente de ingresos, tal vez mayor de lo que fue a veces para sus maestros, cuando estos estaban en similar etapa de sus carreras. Si un recorrido somero de la crítica académica pertinente revela que se ha estudiado las crónicas literarias de la mitad del siglo XX en adelante desde su desplazamiento genérico, también es cierto que esto se hace con demasiado énfasis en su relación con el New Journalism estadounidense de los sesenta o con el «testimonio» politizado del último tercio de ese siglo. No es sorpresivo, pues, que los especialistas no quieran ver cómo las variaciones del discurso ficticio y el «real» se nutren de sí mismas, a pesar de que los narradores hacen todo lo posible para mostrar la validez de su empeño por confundirlas.

Naturalmente, los tiempos y los públicos cambian y, por extensión, algunas suposiciones de los autores sobre sus mensajes y el cómo transmitirlos. ¿Cómo entonces jerarquizar la producción y determinar el público, cuando muchos de los Nuevos 2.0 publican continuamente en periódicos y revistas que tienen sitios en la red, o cuando varios de ellos tienen blogs? ¿Cuántos, por ejemplo, consultan el blog Moleskine®literario del peruano Iván Thays, u otros similares? Debido a que las posibilidades estéticas y narrativas de los nuevos medios, a las que volveré hacia el final de esta conferencia, no son evidentes de inmediato, se podría creer que una manera de establecer valores es limitarse al prestigio de las publicaciones impresas donde aparecen aquellos escritos. Ese enfoque equivaldría a un análisis de la endogamia. Como desarrollo a continuación, el medio solo puede dar un mensaje, no grandes distinciones respecto a los narradores, especialmente en un momento en que la privacidad se está convirtiendo en lujo por medio de los anzuelos de las redes sociales, porque cuesta mucho tiempo y dinero evitar a los hackers, o cuando un sitio como Beacon le pide a sus lectores financiar a periodistas independientes, lo cual es crear un modelo mediante el cual los lectores pagan por la obra que les gusta.

En La estructura de las revoluciones científicas (1962) Thomas S. Kuhn ilustra cómo no las condiciones de la innovación intelectual no se encuentran en individuos excepcionales, sino en coyunturas particulares de circunstancias sociales e intelectuales que desestabilizan las estructuras existentes del conocimiento y abren un espacio para la representación de nuevas ideas. A medio siglo de ese postulado, asociarlo a la relación entre un narrador y su sociedad mostraría que esto no ha cambiado mucho, por más que la sociedad haya pasado por considerables modificaciones. Así, más allá de Bolaño, todavía no hay una distinción válida y convincente entre los narradores verdaderamente originales y los que son parte del montón. Ahora, más que en otros momentos de la historia literaria, en lugar de diferencias hay el culto de la interdisciplinaridad, una feroz mercadotecnia del autor más que de sus ideas, y varias crisis de la modernidad que requieren nuevas ideas sobre el pasado y su relación con el presente. Los Nuevos 2.0 han respondido a esa situación más en su no ficción que en sus novelas, aunque los cruces entre ambas prácticas son evidentes. Sin embargo, si se habla de los vínculos entre ficción y periodismo, aunque a veces no se distingue, vale tener en cuenta lo siguiente.

Arrancar unos pocos sucesos de la inmensidad del mundo y declararlos la noticia del día es un proyecto complicado y misterioso. Lo que es una noticia es indiscutible –un desastre natural, una guerra– aunque a veces se la reduce a la categoría de un incidente resonante. Piénsese así en cómo Bolaño ficcionaliza la realidad de los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, y en la paciencia que le exige a sus lectores. Como narrador, esos sucesos no le atraen como un giro en la historia sino como ilustrativos de algo mayor. Por lo general si los crímenes no tienen que ver con alguien conocido o poderoso no se les considera importantes. Pero Bolaño los vio como una manera de procesar las ansiedades del anonimato de la vida urbana, como una crisis de las convenciones sociales de principios de este siglo, y de las representaciones tendenciosas de la violencia. Por esto, cuando mezcla esa no ficción con su ficción, sus convicciones acerca de los crímenes son tan poderosas que no puede ser inmune a los detalles.

Y ya que Bolaño llegó a formar parte de los Nuevos 2.0 con cierto atraso, quiero repostular un axioma: que factores como la diferencia de edad no tienen nada que ver con la pertenencia generacional. ¿Por qué no pensar que la producción real es lo que cuenta, en vez del presunto prestigio atribuido a narradores de carácter o visión «especial», o al medio en que se publica? En artículos y notas anteriores he mantenido que, con pocas excepciones, de los nuevos narradores casi canonizados se salvan, hasta que tengamos mayores y mejores noticias, solo Bolaño (1953) y César Aira (1949). Sus a veces seguidores nacieron a mediados de los sesenta y después, y por cierto un problema silenciado es la falta de mujeres en esos elencos.

Muchos de aquellos jóvenes ya no tan lozanos publican no ficción de cierta chispa y valor. Si toda esa producción no es una literatura «menor» o «pequeña», ¿qué hacer entonces con la prosa publicada en editoriales de distribución regionalista o de difusión universitaria? Una primera solución para esclarecer esas coyunturas es examinar la no ficción de algunos narradores que cumplen con las condiciones deseadas por varios públicos, cotejarlos entre sí, con referencias a varios otros, enfatizando diferencias que no siempre son generacionales. Me concentro entonces en el colombiano Héctor Abad Faciozince (1958), el chileno Alberto Fuguet (1964), el ecuatoriano Leonardo Valencia (1969) y el mexicano Jorge Volpi (1968) y sus «libros de ensayo», y enfatizo la peculiaridad de las continuas definiciones de esta última categoría.

Más allá de hacer jaque mate a la tradición de coherencia, correspondencia y especificidad de la narración tradicional, la no ficción de estos cuatro narradores permite una visión compleja de la dificultad de determinar sus valores permanentes, aun dentro de la precariedad temporal. Lo que sí los une y justifica, con salvedades que señalaré, es su dedicación a lo que seguimos conociendo como «literatura», aun admitiendo la idea kuhniana de que lo que suscita la imaginación tiene mucha relación con vivir en una época desarticulada, que por ende altera las estructuras del conocimiento histórico. No es descabellado pensar que Abad, Valencia y Volpi escriben novelas ensayísticas, y que Fuguet, a pesar de sí, intenta lo mismo con un enfoque más popularista que estético. Paralelamente, y más difícil de precisar para autores que todavía tienen mucho que dar, se arguye que son apolíticos. Creo más exacto postular que los Nuevos 2.0 no se caracterizan por creer que sigue teniendo pertinencia o sentido la taxonomía izquierda/derecha, porque tanto la una como la otra parecen haber escrito la misma columna de opinión por décadas, dejando la impresión de pereza y tiranía.

Por supuesto, no hay un desarrollo exactamente similar, una recepción parecida o un pensamiento compartido entre ellos, impulso que debe contentar a sus lectores. También los asemeja el hecho de que a veces buscan el lado oscuro de nuestra cultura actual, porque ninguna cultura ha sido o puede ser vista como pura, valga el pleonasmo. Es más, estos cuatro han heredado no tanto la actitud de ser anti-, sub- o seudo- algún maestro, sino la gama de lecturas e intereses culturales de sus mayores, el apego al «pensamiento» que desea el narrador y ensayista venezolano José Balza, o el «espíritu ensayístico» estudiado en las novelas totales de Occidente por Claire De Obaldia. Sin embargo, se puede sospechar que se dirigen más a lectores como ellos, y que poco les importa convencerlos con su conocimiento o deslumbrarlos con su inteligencia.

Se establece entonces una dinámica mediante la cual se tendría que discernir dónde publican Abad Faciolince, Fuguet, Valencia y Volpi, y cuál es la resonancia que tiene cada uno. En el caso de ellos, la amplitud de fuentes y recursos que emplean hace casi imposible categorizar. Por ejemplo, Abad Faciolince tiene una columna semanal, Valencia y Volpi publican en Letras Libres y en revistas y periódicos de sus países de origen, y Fuguet puede escribir directamente en inglés. Todos publican en diarios como El País de España; el ecuatoriano y el mexicano lo hacen también en revistas académicas, y ambos tienen doctorados en literatura de universidades españolas. Estas diferencias son positivas, porque devalúan ciertas tradiciones, que es lo que hace su no ficción por definición, empleando métodos divorciados de las pretensiones del periodismo establecido o las convenciones de la academia.

Solo tengo tiempo para proveer un registro de esa prosa. El primer «libro de ensayo» de Abad, si se exceptúan el sui generis Tratado de culinaria para mujeres tristes (1996) y la temática anticipatoria de Palabras sueltas (2002), es Las formas de la pereza (2007), seguido inmediatamente por Oriente empieza en El Cairo (2008) y Traiciones de la memoria (2009). Hasta hoy el mejor ejemplo de no ficción de los Nuevos 2.0 y de cómo mide las verdades y vulnerabilidades de la memoria es El olvido que seremos (2006), del colombiano. He aquí un ejemplo emblemático de su prosa, en un ensayo suelto sobre la bohemia desde el mito «tonto» del artista perezoso:

Un criollo de los trópicos americanos, con finca y almacén, no verá en la bohemia más que sentimentalismo etílico e indolente haraganería elevada a nivel de obra de arte. Y si el criollo es, además, cosmopolita, dirá que lo que en París no duró más que unos decenios de mediados del siglo pasado, pasa a ser por estos ámbitos más provincianos una moda de duración e importancia exageradas. Y si el criollo crítico es también académico dirá que la bohemia es la caricatura más torpe del romanticismo, una especie de dandismo impotente que intenta darle cierta dignidad a la pobreza material y espiritual del artista mediocre. Babosadas melodramáticas y lloriqueos impúdicos, aptos para el teatro lírico, y nada más. («Las hazañas de una impostura » 25, énfasis míos).

De Fuguet son representativos Primera parte (2000), Apuntes autistas (2007), Tránsitos. Una cartografía literaria (2013) y sobre todo, el muy logrado Missing (una investigación) (2009), aunque se debilita con sus esfuerzos fallidos por imponer una cultura presuntamente bilingüe que cree que todos debemos tener. Por no haber obras maestras de no ficción hasta hoy, sugiero sobre todo la sutil No leer. Crónicas y ensayos sobre literatura, que su compatriota más logrado en las transformaciones de la prosa, Alejandro Zambra, publicó en 2010, con edición aumentada en 2012. Y ya que estoy en sugerencias que podrían apuntar a otra maestría, El arte de la distorsión (y otros ensayos) del colombiano Juan Gabriel Vásquez, publicado en 2009, es un indicio de que publicará colecciones más contundentes y mejor concebidas que muchas de las de Carlos Fuentes, incluida La gran novela latinoamericana (2011).

Junto a la crítica cultural que publica en periódicos ecuatorianos, con El síndrome de Falcón (2008) Valencia lleva más de cinco años dando guerra respecto a las imperfecciones de la historia literaria. Paralelamente, su novela El libro flotante de Caytran Dölphin (2006), ejemplo de lo que llama «ficción progresiva», permite revisitar la noción del lector activo, invitándolo a seguirla en un sitio de la red. Si hay que buscar otros modelos me quedo también con varios textos sobre política y literatura de Horacio Castellanos Moya, algunos coleccionados en La metamorfosis del sabueso. Ensayos personales y otros textos (2011), publicado por Ediciones UDP. Otros de la generación del salvadoreño, que siguiendo mi criterio generacional sería la de los Nuevos 1.0, han escrito no ficción de similar renovación conceptual, pero todavía no tenemos, por ejemplo, una colección característica o contundente de Santiago Gamboa, Rodrigo Rey Rosa u otros pares. Por ello, a veces uno siente que en manos menores la no ficción esteriliza, quita inspiración, dispersa la posibilidad de construir textos mediante los cuales objetos y lugares cotidianos definan conflictos, personalidades y relaciones.

Como varios de sus coetáneos más sensatos, Valencia no muestra ningún desprecio hacia las bêtes noires del posmodernismo: el canon occidental o algunas ideas de la Ilustración; ni tampoco hacia híbridos estéticos, nuevas formas narrativas, culturas u otras artes como el cine, y piénsese como contraste en el reducido interés de Mario Vargas Llosa por el último tema. Valencia se acerca a sus temas con claridad de pensamiento y expresión frecuentemente contestataria. Junto con Abad, Valencia es el narrador más literario, como estilista y por acercarse a la literatura como un deber que en otra época era el privilegio y monopolio de grandes filólogos europeos y políglotas tradicionalistas. Consecuentemente, no hay tecnicismos o pesadumbre en su prosa, porque sabe que el mundo cultural nunca ha podido ni debe ser estático.

Con Volpi la producción y valoración se complica, por su cantidad e hibridez que no siempre es feliz. Sin duda el largo ensayo con que comenzó, La imaginación y el poder (1998), ayuda a entender alguna ficción suya. De ahí hay un gran salto a Mentiras contagiosas: ensayos (2008), que no admite confusión con La verdad de las mentiras (1990/2002/2007) de Vargas Llosa, o con Mentiras verdaderas(2001) y el breve El viejo arte de mentir (2004) de Sergio Ramírez. La ambición y complicación no favorecen a Volpi, y comienzan con la frivolidad de El insomnio de Bolívar. Cuatro consideraciones intempestivas sobre América Latina en el siglo XXI (2009) y Leer la mente (2011), una depuración de Mentiras contagiosas que analiza cómo las acciones relatadas en la ficción son el producto de decisiones subconscientes de un autor. Si es verdad que tener una interpretación de la ficción no es suficiente para convertirla en verdadera, Volpi tendría que pensar que las interpretaciones responden a algo, y tampoco basta sostener que algunas son más creíbles que otras, porque ese tipo de relativismo resulta acomodaticio.1

Si la generación o el género sexual no son o no deben ser criterios primordiales o un asunto de cuotas políticamente correctas, y teniendo en mente el diluvio de «olvidados» que se puede traer a colación con los Nuevos 1.0, cabe mencionar la no ficción de los mexicanos Juan Villoro, Enrique Serna, Carmen Boullosa, y la recientemente publicada de Cristina Rivera Garza; volveré a ella y a Serna. También vale recuperar la no ficción de la puertorriqueña Mayra Santos Febres (1966), que añade la perspectiva de la raza a la temática de género sexual fundada por su compatriota Rosario Ferré, la de la cubana Zoé Valdés que no sigue a nadie, y a la inclasificable de la salvadoreña Jacinta Escudos (1961). Desafortunadamente no ha recogido la suya Laura Restrepo (1950) y, afortunadamente, según los criterios que son el subtexto de esta conferencia, no lo han hecho Isabel Allende y Gioconda Belli.

Las Nuevas 2.0 tienden a brillar por su ausencia en la no ficción actual, y a excepción de una cronista como Leila Guerriero y sus colecciones y conceptualización del periodismo narrativo, se puede comprobar empíricamente que es así, por razones similares a las que nos impiden tener noticia de los varones, pero agravadas por cierto sexismo editorial y, polémicamente, por la calidad que se supone las define. Es cierto que autoras como Allende, Laura Esquivel (1950), Ángeles Mastretta (1949), Restrepo en sus crónicas no recogidas, Zoé Valdés (1959) y pocas otras tienen acceso a los medios masivos, que no tuvieron las contemporáneas del boom. Si es indiscutible que Una novelista en el museo del Louvre (2009) de Valdés es un ensayo «novelizado» y que su El ángel azul (2008) es más un elogio cinematográfico que un análisis de un artista, también es aparente que estas narradoras no se interesan en medios impresos de menor exposición y de menor relevancia para un público general culto.

Habitualmente, las mencionadas han optado por narraciones folletinescas o sentimentales que venden, y aunque han dejado atrás el «hembrismo al poder» de Belli y su generación –como una autora mayor como Margo Glantz (1930) y su colección Saña (2007)– incursionan en el género tardíamente. No es así, sin embargo, con otras narradoras más jóvenes, como Rivera Garza y la columna que mantiene en el semanario mexicano Milenio, o la cubana Ena Lucía Portela (1972). Pero si en última instancia lo que los narradores persiguen es un sentido de conexión con sus pares, de haber leído más o menos lo mismo que los otros, ¿qué quieren hacer las narradoras más allá de su individualidad? Vuelvo así a recordar la arbitrariedad de las divisiones generacionales, porque el fluir entre géneros de Signos vitales: escritos sobre literatura, arte y política (2008) de Diamela Eltit es tan actual y pertinente como el de los Nuevos 2.0.

Haciendo hincapié en los problemas de la distribución de la no ficción, otra razón por la cual me refiero a sus (des)andanzas, pienso en tres autoras que combinan la gran mayoría de las posibilidades disponibles, específicamente en la colección de artículos de prensa y conferencias de Santos-Febres, Sobre piel y papel (2005), Boullosa y los textos predominantemente ensayísticos que Escudos reúne en El fantasma y el poeta (2007). Reconocida cuentista y autora de la inclasificable colección Crónica para sentimentales (2010), no sorprende que Escudos tenga un blog, como Boullosa. Exceptuando la obra de la mexicana y Santos-Febres, ambas traducidas pero de menor recepción, vale considerar el asunto de «la condena de la edición nacional», exacerbado por la condición colonialista de una autora como la puertorriqueña. El colonialismo es malo, pero según ella las quejas humanas de los colonizadores pueden ser tan reales como las de los colonizados.

Como frecuentemente comprueba esta no ficción, uno puede faltarle el respeto a los ídolos y seguir vendiendo ideas, y el mundo tampoco se acaba. Con la excepción de Volpi, no aumentan la condición que Gabriel Zaid llamó «los demasiados libros». Más bien, es prosa generalmente novedosa, no una forma latina del New Journalism. Otra diferencia es que quiere ser creador y espejo de su propio público, y por esa razón a veces se encuentra en sus autores cierto orgullo y presunción. Pero no se necesita un título, licencia o credencial para escribirla, sino solo talento. Sí, están cambiando el código genético del periodismo, que lleva cuatro siglos mezclando lo serio y lo que es bombo y platillo, la historia y la ficción, aunque según un político estadounidense cada persona tiene derecho a sus propias opiniones, no a sus propios hechos. Un problema de la hibridez es que los lectores puristas la perciben como violación del contrato mimético implícito con ellos: para unos la ficción permite todo, para otros la invención gratuita cuando se sabe los hechos es horrorosa, y creen que el escritor, o la forma, debe ser más humilde.

Por lo anterior, si los Nuevos 2.0 correctamente abogan por la necesidad de cierto radicalismo en las ideas, la forma de su prosa a veces necesita lo que el poeta Allen Ginsberg llamó «un sándwich de realidad», no la paranoia y aprensión que siempre le hacen sombra al comentario político o estético. Y si no tienen en cuenta lo tradicional, prestar atención a la tradición les evitaría descubrir la pólvora. Consideremos, por ejemplo, qué se pensaría de la buena no ficción que Alan Pauls recoge en Temas lentos (2012), si se la leyera de la mano con los póstumos Trabajos (2006) y Papeles de trabajo. Borradores inéditos (2012) de su compatriota Juan José Saer (1937-2005), quien nunca dejó de poner al día lo que hace cuarenta años llamó «los nuevos lenguajes» de la literatura. Se puede elegir escribir las cosas de manera diferente, pero vale reconocer que casi todo problema cultural que se enfrente ya ha sido considerado. No obstante, discípulos y maestros (piénsese en las crónicas de Roberto Arlt) actúan como guía y seguidor del público, como su crítico y su sirviente, su creador y su voz. Es sorprendente creer perspicaces a literatos propensos a interpretar demasiado el significado de las cosas, cuando no se recompensa a un científico nuclear por emplear tropos poéticos.

Hace unos años Daniel Centeno Maldonado publicó Periodismo a ras del boom. Otra pasión latinoamericana de narrar (2007). Este es un estudio ambicioso y osado, que sin embargo no logra su meta de analizar el periodismo literario de una época, como implícitamente hacen los ya mencionados Jaramillo Agudelo y Carrión. A finales de 1925, cuando comenzaba a generalizarse el desplazamiento genérico, T.S. Eliot decía: «Es probable que la historia de cualquier género dentro de los límites de un lenguaje no sea más que una crónica; debido a que no se puede hacer generalizaciones verdaderamente interesantes y fructíferas dentro de esos límites». El destiempo de Centeno Maldonado se complica cuando equipara la obra de Fuguet con la de los «boomistas», y se puede suponer que el tiempo dictaminará mejor la validez de esa comparación. Centeno Maldonado tampoco convence porque no organiza la mezcla de entrevistas y lo que califica como «correspondencia privada» con Alfredo Bryce Echenique, Sergio Ramírez y Tomás Eloy Martínez, sin recurrir a la no ficción de estos. Pero sobre todo, falla por creer que la mezcla de ficción y ensayo no requiere distinciones, y que el canon del boom es más o menos incuestionable.

Si empleo Periodismo a ras del boom como muestra de cierta «interpretación 2.0» es porque se adhiere a la moda de borrar fronteras exegéticas o disciplinarias sin discriminar, y no es necesariamente harina de otro costal discutir la aplicación de esa indisciplina a la crítica, especialmente cuando hoy la crítica especializada parece no poder escribir sin tener al lado una «alerta de Google» para el vocablo «teoría», para que no se les pase la última cita que apoyaría sus argumentos. Hoy, si se habla de «valentía» en la no ficción, es preferible seguir los consejos de Bolaño al respecto, o sus mandamientos en las doce crónicas que recoge en Entre paréntesis con el título «Fragmentos de un regreso al país natal», y vale imaginarse cómo sería la crítica si sus practicantes se comportaran con una milésima parte del espíritu del chileno en conferencias, estrados y paneles, en vez de tratar de mitificar autores y obras con la intención ilusa de que la historia los va a absolver.

El hecho es que historizar lo que rápidamente se puede convertir en mito puede reducir el brillo, pero también profundiza la perspectiva, y es entonces que leer los primeros libros canónicos de un autor puede obstruir el logro de una visión cabal de ellos. En una de las notas dedicadas a la crítica de su Observaciones y aforismos Balza asevera con razón: «En lo “intermedio” no hay partes: la obra se erige completa; y el crítico es absoluto ante ella. También los lectores –de la obra y su crítica– son envueltos por aquellos en un rapto de unidad mental. Pero cuanto parece separación entre estos oleajes es su materia común» (93). Es así porque justo antes el venezolano afirmaba: «Cada crítico puede aplicar a la obra estudiada una visión teórica distinta (la interpretación cristiana, marxista, etc.). En este caso se es crítico a medias» (92). Como aseveraba el crítico y filósofo estadounidense Kenneth Burke en los años sesenta, el ideal principal de la crítica es emplear todo lo que hay que emplear, y eso no tiene que ver con la hiperespecialización, como se verá inmediatamente con Hans-Georg Gadamer.2

En el «Prólogo general» del primero de los tres tomos de su prosa periodística de los últimos cincuenta años, recogida en 2012 bajo el título Piedra de toque, Vargas Llosa asevera que «aunque el periodismo y la literatura tienen muchas cosas en común, son esencialmente diferentes, precisamente porque en ambos géneros la relación del que escribe con el lenguaje es muy distinta y también lo es la realidad que cada género comunica» (xi). Pero aunque quiere establecer distinciones, añade: «Muchas de las historias que he inventado nacieron de experiencias que viví gracias al periodismo, como se puede advertir en los artículos aquí reunidos» (xi). Por ese proceder no causará gran sorpresa examinar las relaciones entre sus novelas y la no ficción de Piedra de toque, que supongo él preferiría llamar prosa no ficticia, y no menos se puede hacer con otros novelistas que son sus contemporáneos. Macedonio, en un apéndice inédito de la edición crítica de Museo de la novela de la Eterna, afirma que su novela no tiene procedimiento alguno, que se propone «desafiar al lector a que a pesar de tantas mentiras, intencional y despertares de que lo que lee no sucede y de que nadie sufre ni se llena de felicidad en la novela, él sienta simpatía y crea en los hechos» (318). Dicho de otra manera, antes de dedicarse a la no ficción de los Nuevos 2.0 hay que recuperar la idea de la prosa que se da entre Macedonio y Vargas Llosa, sin olvidar la práctica fundacional que se extiende desde Rodolfo Walsh a Carlos Monsiváis y Elena Poniatowska.

Termino mi revisión con la mención de dos momentos que me parecen emblemáticos del dinamismo de los Nuevos 2.0. El primero es la publicación en octubre de 2013 de la genial Genealogía de la soberbia intelectual de Serna, a quien se le deben las compilaciones no menos polémicas Las caricaturas me hacen llorar (1996) y Giros negros (2008). El segundo momento es el creciente interés de los Nuevos 2.0 por ubicarse en tiempos digitales, por así decirlo, y naturalmente con argumentos encontrados que no tienen que ver estrictamente con su generación. No puedo pretender examinar adecuadamente las diez secciones en que Serna desmenuza con gran erudición e ironía el matiz casi terrorista que, según él, ha caracterizado históricamente a algunas élites intelectuales. Por ahora, cuando Serna habla de «El maestro despechado» (174-180), «El educador soberano» (196-204), o cuando define «¿Qué es un pedante?» (209-217) o desmorona con nombres y apellidos lo que llama «La cooptación de la crítica» (274-278), es igualmente benéfico volver a un maestro anterior.

En un ensayo sobre los límites del experto, Gadamer sostiene que «cuanto más construida está una forma institucionalizada de la competencia que sirve al experto, al profesional, de escapatoria de la propia ignorancia, tanto más ocultamos los límites de semejante información y la necesidad de adoptar una decisión propia» (163). Para él la vida cultural actual enfatiza demasiado el culto de la especialización, y descuida el poder de la tradición y solidaridad. Gadamer sostiene que diferir a los expertos es coherente solo cuando es posible reforzar las solidaridades existentes. Y afirma: «Me parece un defecto de nuestra mentalidad pública que siempre destaquemos lo diferente, lo discutido, lo polémico y lo desesperado de la conciencia humana y que dejemos, por así decirlo, sin voz, a lo verdaderamente común y vinculante» (170). El filósofo sugiere que las diferencias de control, estatuto y poder en sociedades como las nuestras se manifiestan como especialización, y esta puede ser desafiada produciendo un diálogo verdadero, con otro lenguaje no especializado. Ese diálogo es posible porque una sociedad de expertos es simultáneamente una sociedad de funcionarios concentrados en la administración de su función.

Con la digitalización del libro y la literatura móvil y plataformas que dependen de la «nube», no se sabe cómo será afectada la no ficción en términos de derechos de autor o qué tipo de vida «literaria» adquirirán las fuentes instantáneas que emplean sus autores, o si esa prosa será la esfera de lo enteramente nuevo o de lo demasiado conocido y precario. No hay que ser Giordano Bruno, sobre todo hoy, para darse cuenta de la existencia de un número infinito de mundos que no son los nuestros. Con esas consideraciones obvias pero prácticas paso al segundo momento que mencioné, y concluyo. En marzo de 2014 el argentino Rodrigo Fresán mencionó en una entrevista sobre La parte inventada (2014), su metanovela más reciente que critica una sociedad hipertecnologizada, que «se suele decir que nunca se leyó y se escribió tanto como hoy, estoy de acuerdo, pero añadiría que nunca se leyó y se escribió tanta mierda como ahora». Es más provocador ficcionalizar mejor la reacción del escritor a los nuevos medios, porque en Occidente esa renuencia nunca ha obedecido a pruritos generacionales, la más reciente registrada en novelas de 2013 de Thomas Pynchon, Bleeding Edge, y The Circle de Dave Eggers.

Nuestros Nuevos 2.0 no se quedan atrás en la discusión de los nuevos medios, sino que combinan sus ideas con algunas preguntas en torno a si la no ficción es más pertinente que la ficción. En un momento en que favorecer la confirmación nunca ha sido más insidioso, Abad Faciolince habla de cómo «Escribir en los tiempos de Twitter» [Revista Eñe 33 (Primavera 2013), 97-108], Valencia lo hace ampliamente sobre «El arte de la novela y las nuevas tecnologías» [Literatura e internet. Nuevos textos, nuevos lectores, ed. Salvador Montesa (Málaga: AEDILE, 20011), 181-195], Patricio Pron historiza acerca de «El exceso de pasado: La destrucción de manuscritos como liberación del autor» [Revista de Occidente 376 (setiembre 2012), 93-103], Zambra reflexiona agudamente en «Cuaderno, archivo, libro» [Revista Chilena de Literatura 83 (Abril 2013), 243-252] sobre cómo estudiar literatura es también una manera de no estudiar periodismo, y Matilde Sánchez, en «La erosión del tiempo: escribir en medio de la avalancha digital» [Revista Dossier 23 (marzo de 2014), 182-191], actualiza la «colonización» de la ficción y cómo se la resiste. Sin embargo, la no ficción que Cristina Rivera Garza reúne en un libro del año pasado, Los muertos indóciles. Necroescrituras y desapropiación, retrata como nadie la complejidad de escribir con los nuevos medios y en ellos. Como el de Serna, requiere mucho tiempo y espacio discutir su libro cabalmente. Pero resumo algunas nociones, y no se me escapa la ironía de que, por más mediático y tecnológico que sea cualquier Nuevo 2.0, el papel sigue siendo su medio favorito.

Para Rivera Garza, que mantiene el blog No hay tal lugar, con lo que define como «blogescritura» –o sea, escritura a la par de hombres y mujeres, sin fines profesionales o de lucro, en el ciberespacio y su relación con las tradiciones y el canon–, se trata de cómo se registra el pasado, y en su lectura del texto de Pron dice que «lo que cae dinamitado es la misma idea de la edición final, con su halo de inmortalidad y su escalinata en las jerarquías del prestigio» (101). A través de su libro y discusión de «escrituras atravesadas», entre ellas la cita, el plagio, el Twitter y otras formas breves que podrían verse como atentados comunitarios contra el poder, Rivera Garza aboga por una liberación de la escritura y termina elogiando al Centro de Escritura Creativa fundado por Eggers en San Francisco, donde un equipo de autores voluntarios ayuda a niños y adultos con sus habilidades para escribir. Hay mucho que decir sobre cómo, al diferenciar ese gesto de lo que hacen los latinoamericanos, la mexicana politiza la noción de cómo los escritores mantienen los pies en la tierra. Pero si la escritura impresa, incluida la suya, sigue llegando a la mayoría, vale preguntarse qué diría ella del papel de, por ejemplo, las ediciones genéticas de textos latinoamericanos clásicos que publicó la colección Archivos de la Unesco.

La no ficción digital de estos narradores sugiere que dejemos de creer que lo que ocurre en «literaturalandia» es un conocimiento concreto, y que nos las arreglemos con otros tipos de aprendizaje. Si esta situación cambia la definición del género según los prosistas «estrellas», también podría alterar el prestigio de la forma, convirtiendo a sus practicantes, según Giorgio Agamben, en dispositivos (ante tanta proliferación y acumulación de conexiones humanas) que de una manera u otra tienen la capacidad de asegurar, capturar, controlar, determinar, interceptar o modelar los discursos de narradores vivos y muertos. La situación me recuerda una caricatura de The New Yorker, con dos perros ante un computador, y uno le dice al otro: «En la red, nadie sabe que eres un perro». O tal vez sea más apto recordar la relación del introvertido escritor de cartas para otros con la voz de su sistema operativo en la película Ella (2013), trama que nos recuerda que la ciencia ficción de 2025 no está tan lejos de nosotros. A la larga, estas actividades tienen que ver con el control del imaginario y la tiranía de los expertos.

La diferencia con el montón de los mayores es que no se halla en los Nuevos 2.0 lo que en 1956 Eliot llamó «crítica de taller» (del poeta en su torre), sino algo similar a lo que el estadounidense dijo en ese mismo ensayo sobre Finnegans Wake: «un libro como este basta». Tampoco se halla lo que el crítico inglés Frank Kermode llamó «pensamiento usado», o confianza en las jerarquías académicas relativistas. A la vez, se está ante odiseas personales cuyo rendimiento se revisa constantemente, y si se pudiera extraer enseñanzas de lo escrito y pensado (muchos autores tienen ideas, pocos el talento para corregirlas), se las usaría para regenerar las siempre asimétricas relaciones entre autor y públicos.

Como también se nota con algunos de estos narradores, cuando las fuentes reales son redefinidas, se convierten en parte del fluir de una nueva narración cultural. Esta nunca se reduce al entretejer de ficción y realidad, sino que alienta a sus autores a emplear más arte, que es precisamente lo que quiere todo lector exhausto del entresiglo inmediatamente pasado. Los sistemas de transporte y los medios de información contemporáneos permiten viajar a cualquier lugar, y que nuestras vidas sean más pluralistas que en el pasado y, por extensión, que haya interpretaciones del mundo que sean múltiples y que enaltezcan nuestro conocimiento de interpretaciones conflictivas.

El mero hecho de que existen múltiples interpretaciones del mundo no representa un peligro para la idea de que algunas interpretaciones son verdaderas y otras falsas, y esa es una brecha importante para la no ficción de hoy. En la ficción el pasado tiene más prestigio que el futuro, pero con el futuro, su prestigio disminuye de acuerdo a su distancia del presente. En ese sentido se podría decir que los Nuevos 2.0 son «nuevos realistas», y su no ficción transmite que solo se puede mitigar los males culturales desarrollando mecanismos de contención. Por esto la reputación de la no ficción es igualmente inestable, y se tiende a subestimarla, cuando nos puede decir tanto como la ficción. En esta redefinición, que propone una relación objetiva con los obstáculos del pasado, hay diversión, ingenio, originalidad, riesgo y tensión. ¿Qué falta? Los nuevos y viejos lectores de los nuevos narradores dirán si se les puede pedir más, y es seguro que ellos, y probablemente los que vendrán, querrán adelantarse a las expectativas de sus lectores con una prosa inesperada, de la cual ya estamos bastante bien provistos.


Notas

1 Me explayo al respecto, comparando a Volpi con su contemporáneo Valencia y su maestro putativo Fuentes, en “Redefinición de la prosa/cultura no ficticia: Leonardo Valencia y Jorge Volpi.” MLN 126. 3 (March 2011), 366-389; y en “El discípulo y el maestro: sobre ficción y novela I.” El Búho: Una revista para lectores IX. 37 (Abril/Julio de 2012), 18-23.

2 En un resumen de las maneras en que uno puede y debe reflexionar sobre sur propias experiencias estéticas Mark Grief explica esa meta desde postulados teóricos recientes en “All there is to use”, The Critical Pulse. Thirty-Six Credos by Contemporary Critics, eds. Jeffery J. Williams y Heather Steffen (Nueva York: Columbia University Press, 2012), 237-244.


Obras citadas

Abad Faciolince, Héctor, «Las hazañas de una impostura», Voces de Bohemia. Doce textimonios colombianos sobre una vida sin reglas, ed. Hugo Sabogal, Bogotá, Norma, 2005, pp. 15-28.

Balza, José, Observaciones y aforismos, Caracas, Fundación Polar, 2005.

Casanova, Pascale. «La guerre de l’ancienneté ou il n’y a pas d’identité nationale», Des littératures combatives. L’internationale des nationalismes littéraires, ed. Pascale Casanova, París, Éditions Raisons d’agir, 2011, pp. 9-31.

De Obaldia, Claire, The Essayistic Spirit: Literature, Modern Criticism and the Essay, Oxford, Clarendon Press, 1995.

Fernández, Macedonio, Museo de la novela de la Eterna, eds. Ana María Camblong y Adolfo de Obieta, Madrid, ALLCA XX, 1993.

Gadamer, Hans-Georg, «Los límites del experto», La herencia de Europa, trad. Pilar Giralt Gorina, Barcelona, RBA, 2012, pp. 151-171.

Morgan, Peter, «Translating the World: Literature and Re-Connection from Goethe to Gao», Revue de Littérature Comparée 87(345), janviermars 2013, pp. 63-79.

Rivera Garza, Los muertos indóciles. Necroescritura y desapropiación, México, D.F., Tusquets, 2013.

Serna, Enrique, Genealogía de la soberbia intelectual, México D.F., Taurus, 2013.

Vargas Llosa, Mario, «Piedra de toque», Piedra de toque I (1962-1983), ed. Antoni Munné, Barcelona, Círculo de Lectores, 2012, pp. ix-xii.