En algún punto del futuro cercano, Daniel Divinsky (1940) va a publicar sus memorias. Se las dictó a la periodista argentina Silvina Friera, pero según él no son memorias personales sino profesionales. «Habría muchas víctimas», dice respecto de una versión personal. Puede ser, y aunque falta tiempo para eso, la idea del libro confirma algo que ya sabemos pero conviene repetir: no nos hemos dado cuenta, pero Divinsky ha estado mucho tiempo con nosotros. Porque es editor y fundó Ediciones de la Flor en 1967, que es la editorial que publica a Quino, a Fontanarrosa, a Rodolfo Walsh y a Alberto Montt. También es la que editó Batman en Chile, la mítica novela porno-política de superhéroes de Enrique Lihn. Y aquella es una historia larga pero casi legendaria porque, por ejemplo, Divinsky y su mujer, Kuki Miller (la otra cabeza detrás de la editorial), estuvieron exiliados en Caracas por seis años y se las arreglaron para que la empresa siguiese funcionando a distancia y en plena dictadura. Pero no hay complacencia alguna: Divinsky vive en tiempo presente, busca autores nuevos, visita ferias internacionales, es experto en moverse en el torrente complejo que es el mercado editorial. Por supuesto, es consciente de que a estas alturas todos recordamos a de la Flor como una casa en la que pasamos nuestra infancia y que sigue ahí cobijando nuestro presente. Está en ella la memoria viva de la política y el humor latinoamericanos, y de un modelo editorial que ha logrado sortear la jibarización del mercado, la instalación de los grupos transnacionales, las tormentas de la historia.

¿Ser editor es un acto político?

Por lo menos durante mucho tiempo yo pensé que en mí la actividad editorial era un sustituto de la creación literaria por un lado y de la militancia por otro. Nunca tuve militancia con un partido, cosa que no ostento con ningún orgullo, es más bien una carencia. Pero sí, yo pensaba que estaba contribuyendo a hacer la revolución, por supuesto, con mucho éxito.

¿Escribiste alguna vez?

Más allá de los ejercicios de redacción de la escuela, alguna vez un ensayo de novela que quedó trunco en un cuaderno.

¿Y crees que estabas escribiendo sin escribir por medio de los autores?

Por supuesto. Publicamos libros rarísimos, como una novela que se llama Larva, de Julián Ríos, que no se vendió nada pero que estoy orgullosísimo de haber publicado. En la solapa del libro el autor se dirige al solapado lector, o sea al lector de solapas. Yo siento que soy un solapado escritor porque me dediqué mucho tiempo a escribir las solapas o las contratapas de los libros.

¿Entonces, la solapa es un arte? ¿Cuál es la más rara que te tocó escribir?

Por supuesto que es un arte. Hay que evitar ciertos adjetivos. Si dices «este libro es buenísimo», nadie te va a creer. Es una técnica que tiene que ver con la pesca más que con la literatura. Sobre la más rara que me tocó escribir, bueno, hay veces en que traté de imitar el estilo del autor al que solapeaba.

¿Has publicado algo que crees que va a ser un éxito, un batatazo, y luego no pasa nada?

Normalmente no. Rara vez creo que algo va a ser un batatazo. Entonces, cuando uno va con esa resignación de comienzo, todo son sorpresas.

Me quedé pensando, a partir de una conversación que tuvimos, que el editor es un viajero también, ¿no?

Sin ninguna duda, sobre todo en los momentos en que yo empecé a ejercer. En ese momento Buenos Aires era un poco La Meca de los escritores latinoamericanos. Sentían que si publicaban en las editoriales argentinas iban a ser distribuidos en toda Hispanoamérica, cosa que era relativamente cierta y relativamente falsa. Así publicamos cantidad de escritores chilenos, ecuatorianos, paraguayos, mexicanos incluso. Publicamos, por ejemplo, a Jorge Ibargüengoitia, que es un importantísimo escritor mexicano que murió el 83. Cuando le pedí los derechos que tenía la editorial mexicana para hacer una edición para Argentina, me mandó una carta maravillosa donde me decía: «Publíquela no más, que ya bastantes problemas de alfabetismo tenemos los latinoamericanos para hacer cuestiones de jurisdicciones». Él le dijo a su editor mexicano que había decidido autorizar una edición en Argentina y no hubo ningún problema. Pero todo eso cambió cuando se fue desarrollando el movimiento editorial en cada país, con, por un lado, la aparición de editoriales locales importantes y, por otro, la aparición de las editoriales universitarias, que es un campo diferente donde no es absolutamente imprescindible que el libro sea rentable para que publique. Y hay que agregar el establecimiento de sucursales de editoriales de origen español que buscaron a los autores de cada país para difundirlos, pero con la limitación de que los difunden en su propio país, no viajan. Los escritores chilenos que publica Alfaguara en Chile no llegan a Argentina. Esto no lo entiendo porque es en beneficio del mismo tronco empresario.

El mapa cambió completamente, ahora hay muchos centros. ¿Tienes noción de los momentos en que sucedió?

Yo creo que lo percibí en mis años de exilio en Caracas, donde tuve otro punto de vista por estar ubicado en otro lugar del mapa. México fue siempre un gran centro editorial, pero después se fueron desarrollando otros. Los escritores peruanos publicaban con las editoriales peruanas, los ecuatorianos también, aunque siempre les da cierto gusto a los autores que los reconozcan fuera de su país.

¿Cómo fue la vuelta del exilio a Argentina?

Salimos el 77, después de estar presos cuatro meses y medio, y volvimos en septiembre del 83. La editorial todo ese tiempo siguió funcionando a media máquina. Trabajaban cuatro horas por día, al mando de quien era mi suegra en ese momento, que es una señora que se había jubilado de sus tareas. Ella tenía un negocio de hojas de afeitar y productos para farmacias y en ese momento se aburría mucho. Ella era profesora, venía a ayudarnos a hacer los cheques y a llevar la cosa administrativa. Cuando nos metieron presos se hizo cargo de la editorial y nos la entregó sin deudas, perfecta. En los años en que estuvimos en Caracas seguimos publicando. Lo que decidíamos editar lo mandaban a Venezuela. Nosotros lo leíamos y lo aprobábamos y la gerenta decidía el momento oportuno para sacarlo. Entonces se trabajó sin deudas, se trabajó al contado. Para hacer un libro juntaban primero el dinero y después lo publicaban, lo cual creó una salud financiera estupenda. Cuando yo me volví a sentar en el escritorio que tenía y abrí la gaveta del escritorio, estaba todo, hasta los clips. Fue una cosa muy rara, no haber quemado las naves al haberse tenido que ir del país.

Es inédito.

Sospecho que sí. La editorial se había mudado porque teníamos unas oficinas alquiladas cuando nos fuimos y las pidieron de vuelta, así que se trasladó a un depósito que teníamos en el Barrio Sur de Buenos Aires, donde se instaló un espacio de tres oficinas delanteras que, para lo que se trabajaba en ese momento, alcanzaba. Era el mismo escritorio y la misma silla, pero en otro ámbito.

La Flor tiene la política de trabajar con los autores por mucho tiempo. Quino, Fontanarrosa. Uno puede intuir que se trata un vínculo muy cercano.

La relación con Quino empieza en 1970, o sea que llevamos 43 años editando sus libros. No solamente somos enormes amigos, hemos tomado vacaciones juntos, hemos estado en República Dominicana, lo hemos acompañado a ferias del libro en La Paz, en Quito; es una relación que no se puede definir. Yo creo que a Quino no se le ocurriría estar en otra editorial para Latinoamérica, siendo que tiene una con la que publica en España y otra en México. Con lo de México está bastante descontento porque él publica ahí con Tusquets, que ahora es parte del Grupo Planeta, y Quino profesa una profunda animadversión a lo que es Planeta y su significado. En el caso de Fontanarrosa, él decía que publicaba con de la Flor porque llamaba por teléfono y hablaba con los dueños, cosa que era cierta porque es una editorial que, desde afuera, puede parecer grande porque tiene 46 años y más de mil títulos y demás; pero que en realidad somos doce personas en total y los dueños estamos todo el día en la oficina y atendemos directamente, no hay mediación.

Ahora publicaron, casi de modo simbólico, el texto póstumo de Fontanarrosa.

Fontanarrosa me lo envió tres días antes de morirse y me confió como siempre el corte final, algo que hice para sus veinte libros anteriores de narrativa. Lamentablemente los  herederos, que son el hijo de su primer matrimonio y su viuda, están en un conflicto tremendo y el hijo revocó la renovación automática de los contratos de edición. Nosotros acatamos eso para no provocar un conflicto mayor, aunque podríamos muy bien haberlo  discutido. Terminó publicándolos  en Planeta, que no es una editorial para Fontanarrosa. Ellos lo han hecho con una presentación horrible y felizmente entiendo que no vendieron lo que necesitaban para justificar el anticipo de derechos que habían pagado.

¿Cómo seleccionas a un artista gráfico para publicarle libros?

En los comienzos era  exclusivamente  porque me divertía. Era el mismo criterio que Fontanarrosa decía que usaba cuando publicaba algo: si lo hacía reír a él pensaba que iba a divertir a otros también. Ahora, forzosamente tengo  que ser más amplio y tratar de pensar en destinatarios mucho más jóvenes que yo. Y ha funcionado porque con Liniers fue una difusión inmensa, lo mismo que en el caso de Alberto Montt o de Decur, que es la nueva maravilla, con un humor indefinible donde hay una parte plástica muy importante. Su primer libro trae dibujos hechos al óleo sobre papel telado, lo cual es una locura por el costo del material y por el tiempo del trabajo, en relación con lo que le puede rendir como derechos de autor. El segundo es a la acuarela, que es menos gravoso.

Vino a la oficina una amiga colombiana con su hijo adolescente y el muchacho tomó el ejemplar en japonés. Empezó a leerla. Nosotros lo miramos asombradísimos, pero no se trataba de que supiera japonés. Se sabía las tiras de memoria, totalmente de memoria.

¿Y cuánto cambió el humor gráfico en estos cuarenta años en que de la Flor ha sido en parte la memoria del humor gráfico latinoamericano?

Creo que al principio tenían mayor intencionalidad política, tenían más ideología, algo que se fue pasando a un humor más surrealista, más delirante, pero también porque cambió la clientela, cambiaron los lectores. Tenemos autores que se dirigen a los teenagers, como puede ser Liniers, o a los niños muy pequeños, como Nik, que es un fenómeno realmente aluvional. Hacía  mucho tiempo que no publicábamos tiradas iniciales de sesenta mil ejemplares, como con cada nuevo tomo de las tiras de Gaturro. En la época de las primeras Mafaldas, la tirada inicial era de doscientos mil, o sea que el mercado se ha ido achicando.

Pero Mafalda se sigue leyendo.

Se sigue leyendo. Se reeditan cada seis meses todos los números y se van concretando acuerdos de traducción en distintos países. El más reciente fue Japón hace dos años.

¿Viste la traducción?

Tenemos los ejemplares. Pasó una cosa muy graciosa. Vino a la oficina una amiga colombiana con su hijo adolescente y el muchacho tomó el ejemplar en japonés. Empezó a leerla. Nosotros lo miramos asombradísimos, pero no se trataba de que supiera japonés. Se sabía las tiras de memoria, totalmente de memoria.

A mí me pasaba. Se me destruían los tomos y luego mi padre volvía a comprarlos.

Se encuadernaba en una imprenta barata. Se llamaba Gráfica Guadalupe. Era de unos curas laicos dedicados al trabajo, de la congregación del Verbo Divino. Unos curas alemanes, pero de una región fronteriza con Rusia.

Recuerdo que el papel era muy opaco.

El papel tenía que ser opaco por el pelo de Mafalda. Al ser de un negro muy rotundo, no puedes usar papel de mayor calidad pero más delgado, porque se transparenta de una página a otra.

Te ha tocado venir a menudo a Chile en los últimos cincuenta años, ¿te parece que cambió mucho el país?

Sin ninguna duda. Una evolución curiosa, y tal vez no va a ser políticamente correcto lo que diga. Cuando vine las primeras veces era el paraíso de la libertad de las costumbres, del desparpajo, de la libertad política. La gente de izquierda se manifestaba cuando en Argentina no se animaba ni siquiera a asomar la cabeza; se leían publicaciones que no se conseguían allá. Y, con el tiempo, el efecto de la dictadura y el poder impresionante de la Iglesia, se vivió una especie de restricción de las costumbres, de la expresión, a  pesar  de que hay manifestaciones por distintos motivos. En este momento, diría que en Argentina, con todas las reticencias que se puede tener, hay un clima de mayor anarquía y liberalismo en el buen sentido que en Chile, siendo que antes era absolutamente al revés.

La primera vez fue en 1961, y conociste a Violeta Parra.

Conocí a Violeta Parra porque me topé con Ángel Parra en unos cursos universitarios internacionales. En Chile Ángel vino para una de las clases. Era jovencito; entonces nos dijo que su madre nos invitaba a su casa y fuimos a cenar. Estábamos alojados todos en un hotel que se llamaba Splendid, en Estado 360. Un hotel con varias estrellas bajo cero, pero que nos parecía fantástico, donde comíamos cazuela todos los días.

Bueno, fuimos a la casa de Violeta, y en la puerta ella tomaba examen. A mí me hizo quitar los anteojos, me miró fijo y me dijo «puedes pasar». Yo sentí que había aprobado algo. Después, por supuesto, habló, cantó y bebió. Las compañeras, las becarias argentinas, que tocaban folclor, tocaron una canción y en el momento en que terminó de cantar la primera, que era muy discretita, ella le gritó: «¡Canta con la boca abierta, cuando se canta folclor hay que cantar con la boca abierta!». Después ella vino a Buenos Aires, camino del Festival Mundial de la Juventud, que era una cosa que organizaban los partidos comunistas de todo el mundo, que se hacía ese año 1963 en Helsinki. Se quedó bastante tiempo en Buenos Aires, primero en un hotel, el Fénix de San Martín, donde empezó a hacer sus tapices. Entonces todos comprábamos lana y arpillera y organizamos una exposición y un recital en el Teatro IFT, que dependía de una institución cultural del Partido Comunista. El recital fue un éxito enorme, nosotros nos movimos mucho para

que tuviera promoción. Fue al programa que tenía en televisión un periodista peruano, Hugo Guerrero Marthineitz, conocido como el «peruano parlanchín» porque hablaba todo el tiempo. Ella cantó un par de canciones, entre ellas «Arriba quemando el sol». Terminado el programa, que se hacía en vivo, el conductor recibió un par de llamadas amenazadoras por el contenido social de las canciones de la Violeta. Después la volví a ver, el año 64, cuando un tío mío padrino me invitó a Europa. Llegué a París y había una exposición de ella en el Museo de Artes Decorativas del Louvre. Fui de inmediato. La exposición se estaba levantando en ese momento; la vi semidescolgada y pedí la dirección de ella. Me dieron la casa pero no el apartamento. Y entonces fui a esa casa y subí la escalera cantando «Qué pena siente el alma». En algún momento, al pasar por el piso que correspondía, ella abrió la puerta y me recibió con mucho cariño.

¿Y la publicaste?

Digamos que indirectamente. Después de su muerte, Alfonso Calderón me propuso un libro que se llama Toda Violeta Parra, que reunía letras de canciones, décimas y una biografía escrita por Calderón. Se publicó con mucha repercusión, tuvo cuatro, cinco reimpresiones en ese momento. En la portada había una de sus arpilleras como ilustración.

¿Y cómo fue con Batman en Chile, de Enrique Lihn?

La novela me la mando él, supongo que por contacto de algún escritor chileno que había publicado con nosotros, seguramente Camilo Taufic. Por cierto, Taufic era un personaje para Dostoievski, me dio mucha tristeza cuando murió. Camilo se exilió en Argentina en el 1973 y me trajo Periodismo y lucha de clases, que había publicado acá en Chile. Lo editamos en esa época de efervescencia de la Argentina que fue el camporismo, que duró del 73 al 75. Ese libro se vendió mucho, fue texto de estudio en las escuelas de periodismo. Una editorial española, Akal, publicó una edición pirata. La descubrimos y le escribí al dueño, Ramón Akal, que ahora tiene una editorial muy poderosa, y le conté que estaba aprovechándose del trabajo de un exiliado, que no le había pagado y que él vivía de sus derechos. De inmediato me preguntó cuánto era lo que debía y nos mandó un cheque importante en pesetas y a Camilo le sirvió para vivir un tiempo.

Como esa historia tienes muchas que ya empiezan a ser legendarias. ¿Aún no has escrito tus memorias?

Sí. Las terminé de grabar con una periodista de Página 12. Están desgrabadas, he hecho las correcciones. Ahora lo que quiero es armarlo; no sé si dejaremos las preguntas o lo uniremos, pero es un trabajo al que me tengo que abocar ahora.

¿Lo vas a publicar tú?

No, sería de una pedantería imperdonable. Lo va a publicar Libros del Zorzal, que es la editorial de un amigo. Publica muy poca narrativa y más bien no ficción; ha publicado a Jacques Rancière.

¿Y abarcan todo esas memorias? ¿O es el clásico primer tomo de varios?

Son memorias profesionales, porque si fueran personales habría muchas víctimas.

Ediciones de la Flor ha sobrevivido a la crisis editorial de los últimos años. ¿Cuál crees tú que ha sido la fórmula para capear esas fracturas del mercado?

La idea es que las editoriales se exhiben con las novedades, pero viven del fondo editorial. Cuando tienes un fondo editorial sólido, de libros que se reeditan periódicamente, solo publicas una novedad cuando es absolutamente necesario, cuando tienes el dinero acumulado para solventarla aunque no venda ni cincuenta ejemplares. Así funciona. De la Flor sobrevivió a la cárcel de sus editores, a un exilio de seis años, con el manejo de mi suegra y porque Quino y Fontanarrosa no se fueron. Se quedaron por solidaridad, y porque sabían que estaban siendo profesionalmente defendidos y atendidos como se merecían.


Editor de lujo

Arturo Infante

Conozco a Daniel desde hace casi treinta años, me considero su amigo y mi empresa representa a Ediciones de la Flor en Chile. Pero mi obligación de aceptar gustoso esta presentación se sustenta en otras convicciones. En primer lugar, en un respeto y admiración profesional por todo lo que su trayectoria representa, y luego, algo muy destacable, que una universidad del prestigio de la UDP reconozca en esta distinción el oficio editorial. Lo ha hecho en otras ocasiones y lo hace permanentemente con realidades como las espléndidas publicaciones de su sello editorial y el liderazgo de su Magíster en Edición.

No sabía de la existencia de Daniel Divinsky hasta que, recién llegado a Buenos Aires en el año 83, me topé en Avenida de Mayo con un chileno exiliado, que procedía de Venezuela. Al saber que me dedicaba al tema editorial, se enojó mucho porque aún no conocía a Divinsky, casi hasta hacerme sentir descalificado para continuar en el rubro. Me defendí explicándole que, por mi cargo y la editorial que representaba, en ese entonces Seix Barral, ya tenía la agenda llena de gente interesante, le di nombres, conminándolo a que me explicara por qué era tan importante conocerlo. Me señaló textualmente: «Porque es el hombre más inteligente que yo he conocido». Argumento suficiente para reducir mi interés solo a la curiosidad de saber cuál de las multiplicidades de inteligencias posibles le daban a este señor competencia para tener éxito en el oficio editorial.

Comprobé prontamente que el tema de la inteligencia no solo provenía de Caracas sino que también era una suerte de mito urbano bonaerense. Fue suficiente para indagar cómo se sustentaba ese mito. Había porciones biográficas reales que daban cuenta de unas neuronas cerebrales muy bien dispuestas, como el hecho de que aprendió a leer a los cuatro años, producto de una larga nefritis y de unas tías solteras y docentes que lo desafiaban y que, de paso, le inyectaron el gusto por la lectura; que cuando ingresó al primero básico lo exhibían a los alumnos de sexto grado como modelo perfecto de la forma correcta de leer; que terminó la secundaria a los quince años en uno de los colegios públicos más exigentes de Argentina, y lo hizo con medalla de oro; que se tituló de abogado en la Universidad de Buenos Aires a los veinte y con diploma de honor. Un summa cum laude. No cabía duda de que la fama estaba bien ganada, al menos en el arranque.

El joven y exitoso abogado Divinsky ejerce su profesión por diez años, hasta que el destino lo conecta con un cliente llamado Joaquín Salvador Lavado Tejón, talentoso dibujante que se hace llamar Quino y que ha creado al que pasará a la historia como uno de los personajes más importantes del humor gráfico del siglo. Como alguna vez ocurre en el mundo editorial, ese autor de Mafalda se siente perjudicado por su editor, que es el mismísimo Jorge Álvarez, para quien Daniel ha colaborado como editor de textos mientras estudiaba y al que se encuentra vinculado. Daniel es el encargado de resolver el tema y termina heredando al autor. Pero pronto abandonará la abogacía, a la que considera «una de las más lamentables profesiones que se pueden tener para ganarse la vida».

Desde entonces su talento y energía se ha concentrado en la edición de libros, construyendo una de las editoriales más importantes de habla hispana e ingresando a la historia de los grandes editores argentinos que marcaron decididamente nuestra cultura y abrieron mundos nuevos a los lectores en español. Esto, que puede sonar de grandilocuente funcionalidad para esta ocasión, no es más que una constatación de realidades. En efecto, lo desplegado por Daniel es huella y converge con lo realizado por esos editores de lujo que fundaron editoriales al otro lado de la cordillera. Pienso en Gonzalo Losada, editor de Neruda y de los más grandes poetas y dramaturgos. En Boris Spivacow, quien, primero desde Eudeba y luego desde su incipiente editorial Centro Editor de América Latina, se propuso poner todas las expresiones del conocimiento y de la imaginación al alcance del mayor número de personas. Y  así llegó a editar 250 títulos al año y revolucionó las formas de acceso al libro. Pienso en Antonio López Llausás, que fundó Sudamericana y nos hizo leer lo mejor del boom latinoamericano, pero mucho antes de que el ruido viniera desde España. Pienso en Enrique Butelman, fundador de Paidós, con la que se abrieron todas las ventanas de la psicología, la sociología y la antropología contemporánea.

La lista es larga para continuarla, pero la cerramos con Ediciones de la Flor, que nos permitió el acceso a grandes y desconocidos autores. Uno de los primeros libros que editó fue Paradiso, de Lezama Lima, luego vinieron Rodolfo Walsh, Ray Bradbury, Umberto Eco, Ariel Dorfman, Fogwill y tantos otros que hoy permanecen un poco fuera de la foto por la envergadura de su línea de humor gráfico, que finalmente perfiló la editorial. Su catálogo proyectó a los más importantes cultores del género, los dibujantes Quino, Fontanarrosa, Caloi, Nik, Maitena, Liniers, Decur, Montt. El humor gráfico –ese cómic que deja atrás las historietas para empezar a contarnos historias– es la antesala y la vía para acceder a los más diversos niveles de lectura. Nuestra cultura, nuestro talante y seguramente nuestro inconsciente –individual y colectivo– mucho le deben a De la Flor y sus dibujantes. Pero quien tiene la deuda más grande es el hábito lector de millones de hispanohablantes, que fueron seducidos para la lectura por la magia y el encanto de los personajes que estas tiras han puesto en marcha.

Si seguimos el tránsito profesional de Daniel nos encontramos con el mismo camino de luces y sombras de los otros grandes colegas mencionados. Funda la editorial en 1966 y pronto llegan los autores exitosos. En 1970 se incorpora a la dirección de la editorial una pieza clave en el desarrollo de la empresa, la economista Kuki Miller, su socia y compañera de vida. A poco andar la editorial comienza a pagar caro los costos de su creciente florecimiento: llegan las censuras y persecuciones, en la misma medida en que se van haciendo con el poder los militares en sucesivos cuartelazos. Autores procesados, libros confiscados, recursos de protección para autores y editores, es el cotidiano que padecen.

El remate final será la publicación en plena dictadura de un inocente libro infantil. El tema era «la unión hace la fuerza» y su portada se ilustraba con un puño verde. Esto horrorizó a la señora de un coronel de Neuquén y provocó un decreto de prohibición arguyendo que el libro «preparaba a la niñez para el accionar subversivo», y terminó con Daniel y Kuki en la cárcel por cuatro meses y luego seis años de exilio en Venezuela. Con su habitual precisión, alguna vez Daniel lo explicó así: «Nosotros no teníamos ninguna militancia política, pero eso no alcanzaba: teníamos una editorial progresista, no esquemática y no ubicable, y eso ya era suficientemente peligroso».

Continuaron dirigiendo su editorial a miles de kilómetros de distancia, en tiempos en que el correo era la forma preferente de conexión. Esa correspondencia es invaluable en la historia editorial. Una sola carta planteaba, según cuentan, la friolera de 38 puntos por resolver. Tengo noticias de que pronto serán publicadas por la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. No me extrañaría que fuera un éxito editorial como 84, Charing Cross Road, de Helene Hanff, más conocida como La carta final.

La editorial sobrevive a los mismos avatares e hitos que marcan a fuego el itinerario de la edición en Latinoamérica: censuras, persecuciones, exilios, esplendores, tiradas millonarias y debacles económicas. Sostenida por la vocación persistente de sus dueños y finalmente fagocitadas por la voracidad de los grandes conglomerados editoriales. A esto sí que De la Flor no sucumbió, no se dejó tentar por las ofertas y continuó su camino, renovando su catálogo y disfrutando con cada novedad que publica. Hoy la editorial tiene cerca de setecientos títulos y sigue siendo dirigida por sus mismos dueños de siempre. Se les ha llamado los últimos mohicanos, animales editoriales en peligro de extinción y otras expresiones similares para explicar esta sobrevivencia entre el generalizado naufragio. La fórmula puede indagarse a partir de ciertas opiniones de Daniel, que él podrá con justa razón decir que están fuera de contexto. Cito: «Una marca fuerte de esta editorial es que publica los libros que es necesario publicar. No tengo una asamblea de accionistas a la que responder por las utilidades o pérdidas de la empresa. Por otro lado, tampoco tenemos un cuerpo de vendedores que nos exijan novedades cada mes. Nosotros seguimos vendien do libros publicados hace veinte años y más: vendemos libros que los grandes grupos normalmente transforman en picadillo, que dejan de ofrecer porque no tienen la posibilidad de ocuparse de tal cantidad de títulos.»

«Las ofertas para comprar nuestra editorial las hemos rechazado todas, porque hasta el momento no lo necesitamos y porque los proyectos de las grandes editoriales nos parecen suicidas. Esa obligación de vivir de novedad en novedad es insostenible. Por eso, en la crisis de fines de 2001 y comienzos de 2002 los grandes grupos sufrieron mucho más: no podían alimentar toda la estructura que tenían montada porque no había mercado que absorbiera tantas novedades.»

«Una cantidad de autores o herederos de autores, en algún momento seducidos por los cantos de sirenas, se fueron de sus medianas o pequeñas editoriales nacionales a los grandes grupos. Más de uno, vencidos sus contratos, volvió, al comprobar que lejos de los grupos había probablemente menor potencia de ventas, pero que lograba a cambio un trato personal y directo. Es lo que siempre dijo Fontanarrosa: que él llamaba a la editorial y lo atendían los propios dueños.»

«Un buen editor es aquel que reacciona ante las necesidades de los lectores, incluso, o sobre todo, aquel que crea la necesidad que el lector no sabía que tenía. Un buen editor es un exhibicionista en potencia. En realidad, lo que se exhibe no es lo propio, es lo ajeno. Mark Twain, en uno de sus cuentos, hablaba de las señoras de barrio capaces de salir bajo una tormenta enorme para contarle a su vecina el último chisme que habían recibido. El editor es un chismoso, es un tipo que lee algo que le gusta tantísimo y lo multiplica para que otra gente, que supone que es similar a él, lo compre y lo lea porque le va a gustar también. El editor tiene la permanente tentación de leerle algo en voz alta a alguien. La estética del gusto consiste básicamente en que pienso que si me gusta a mí, le va a gustar a otra gente.»

Hasta aquí las citas.

Los que quieran encontrar más pistas para la fórmula de la supervivencia exitosa tienen ahora a Daniel de cuerpo presente, pero quisiera agregar una más, por justa y lúcida. En la ceremonia de entrega de un reciente premio que lo destacaba como Personalidad de la Cultura de la ciudad de Buenos Aires, nuestro homenajeado sentenció: «Donde dice Daniel Divinsky debe decir Daniel Divinsky y Kuki Miller». Finalmente, durante estos últimos treinta años he encontrado muchas otras razones para admirar a Daniel más allá de esa inteligencia que deslumbraba al exiliado chileno. Es cierto, hay que admitirlo, no era mito, existía, doy fe. He disfrutado la agudeza de sus conversaciones y sobre todo la de su sentido del humor. Y me alegro mucho de que ahora ustedes también puedan hacerlo.


El escribidor solapado

Carlos Peña

En una de las varias entrevistas que ha concedido, Daniel Divinsky se describió a sí mismo como «un escritor solapado». La frase tiene, como ustedes advierten de inmediato, un magnífico doble sentido: por una parte, alude a la actividad de escribir en la solapa, es decir, en la prologación de la cubierta de un libro, presentando en ella de manera directa y breve el argumento o al autor; y, por la otra, alude al hecho de servirse del oficio de editor, es decir, del oficio de componer libros, como una forma más o menos vicaria, sustituta o compensatoria del oficio de escribir. ¿En cuál de los sentidos, si es que en alguno, debiéramos tomar la definición que de sí mismo ha hecho Divinsky?

Es probable que los editores hayan debido casi siempre comenzar como escritores encubiertos, o solapados como prefiere el profesor Divinsky, personas que se han servido del oficio  para estar cerca de los libros y del misterio de la escritura, gente para la cual el oficio de editar es un medio o instrumento para acceder, emboscada, a ese otro oficio, el de escribir, que pareciera ser el verdaderamente importante; pero es seguro que, a poco andar, la tarea de degustar intelectualmente la escritura de otros a fin de averiguar si las trazas sobre el papel valen o no la pena, introduciendo en ocasiones breves ajustes que borran errores y corrigen ripios que al autor, demasiado enamorado de lo que ha hecho, se le escapan, es lo que acaba siendo el objeto principal de su vocación y de su quehacer.

Así entonces, no es que la de editor sea una vocación sustituta, una compensación simbólica de lo que en verdad importa, algo que se hace a falta de otro algo mejor, sino que es una vocación en sí misma, con sus propias obsesiones y sus propias reglas. La escritura sobre la escritura –que eso y no otra cosa es la edición– vale, pues, por sí misma y no tiene un valor que le venga transferido desde algo distinto de sí misma.

Se trata, además, de una vocación que, cuando se la mira de cerca, parece casi una metáfora de la condición humana. En efecto, una de las varias ideas que formuló Freud, alterando así de una sola vez la manera que tenemos de comprenderlo que somos, fue la de que los seres humanos nos construíamos retrospectivamente desde la memoria, y que esta equivalía a un texto o un registro que cada uno editaba, una y otra vez. Editar no sería entonces un quehacer más dentro de la división del trabajo: sería, como se ha sugerido, la metáfora de lo que nos constituye.

Uno de los testimonios más tempranos acerca de la opinión que Freud tenía del mecanismo de la memoria se encuentra en una de las cartas que dirigió a Wilhem Fliess, escrita en diciembre de 1896.2 En esa carta le confía a su amigo que está trabajando sobre el supuesto de que nuestro mecanismo psíquico se compone, le confidencia, de capas superpuestas que contienen huellas mnémicas que cada cierto tiempo son ordenadas mediante nuevas inscripcio nes. Mi tesis, explica Freud en esta carta, es que la memoria existe de forma múltiple en una variedad de signos o líneas superpuestas, cada uno de los cuales inhibe, corrige y desvía a la anterior. La memoria entonces aparece como una escritura sobre la escritura, como una escritura que tacha a la anterior para ser luego tachada a su vez por una nueva inscripción, sin que jamás podamos ver, por decirlo así, el original. El psiquismo humano, en otras palabras, sería un permanente juego de edición hasta el extremo de que cada ser humano puede ser bien descrito como un editor de sí mismo, un sujeto que mediante ocultos e imperfectos mecanismos decide qué de lo que ha vivido merece ser recordado y qué, en cambio, reprimido o tachado; qué argumento será, en definitiva, el que organizará los recuerdos que estructuran la identidad que cada uno, autor y editor de sí mismo, presentará ante el mundo.

No es, pues, la escritura sino la edición lo verdaderamente importante. Así entonces, si le creemos a Freud, debiéramos concluir que cuando Daniel Divinsky, este magnífico editor que ha tenido la gentileza de aceptar esta distinción de la Universidad Diego Portales, se llama a sí mismo un escritor solapado, está en verdad subrayando no un rasgo que sea peculiar de su oficio o su condición, sino una característica que lo une y lo confunde con todas las otras personas, puesto que todas las personas podemos ser definidas como escritores solapados o editores, en la medida en que estemos dispuestos a reconocerlo o en que vivimos nuestra vida en la labor permanente de escribir y editar en la memoria lo que hemos vivido