Hace un par de años visité la nueva biblioteca de la Universidad de Varsovia, y sin duda llama la atención por demasiadas cosas, todas muy importantes. Primero, por su tamaño: es enorme. Segundo, por la belleza con que fue creada por los arquitectos Marek Budzyński y Zbigniew Badowski. Tercero, por uno de los techos verdes más grandes de Europa, de casi una hectárea, y que incluye cascada, estanque con pececitos y patos nadando; también califica que desde el techo se puede ver el interior de la biblioteca, donde los usuarios cogen con toda libertad buena parte de la colección sin llenar fichas ni la mediación obligada del bibliotecario.

Pero lo que más me llamó la atención fue el vestíbulo y el nivel soterrado: un homenaje al ocio. En el subterráneo hay un bowling de colores fosforescentes. Muy cerca, una sala para los jugadores de máquinas tragamonedas y otro enorme espacio con juegos electrónicos, algo que en nuestro país solo encontramos en malls y Japimax, pensado para niños y adolescentes y no para el universitario que investiga para su trabajo de título. Por los pasillos, junto a varios cafés bien iluminados, están a disposición de los estudiantes una tienda de LEGO, otra que repara bicicletas y una oficina para viajar y estudiar por Europa. También hay librerías de textos en francés, inglés y de segunda mano; otra de artículos de escritorio y recuerdos de todo tipo sobre Copérnico y Chopin, y unas entretenidas bolsas de tela con la silueta de una guapa chica en tacos arrojando un libro y la leyenda czy.tanie jest sexy, un juego de palabras –gracias por ese punto– que transforma la frase en algo que se puede traducir como «leer es sexy/barato».

Como sea, que el trabajo académico y el ocio más improductivo vayan de la mano en uno de los edificios más modernos de Europa me parece encantador. Tener la oportunidad de perder el tiempo con tantas opciones socialmente inútiles junto a personas enfrascadas en una pila de libros es reconocer el ocio como factor relevante del proceso creativo. Desvincularse de la solitaria y silenciosa labor intelectual, volver al mundo real y regresar con la mente despejada y lista para mirar desde otra perspectiva es tan necesario como un café o un pucho de descanso.

En su «Apología de la pereza», Robert Louis Stevenson dice que los libros «tienen su valor, pero son un sustitutivo de la vida completamente inerte. Es una pena quedarse sentado como la dama de Shalott, mirando un espejo, de espaldas a todo el bullicio y el atractivo de la realidad. Y si un hombre lee con mucha dedicación, como nos recuerda la vieja anécdota, le queda poco tiempo para pensar». Quienes recurren a la biblioteca por lo general es para investigar si algún otro ocioso pensó lo mismo o encontrar una respuesta a las inquietudes que la realidad suscita. Lograr el equilibrio entre ambas actividades es uno de los tantos problemas de quienes se enfrentan a un trabajo académico.

Como Santiago es la antípoda de Varsovia, y está patas arriba, el adverso de la biblioteca polaca no es la Biblioteca Nacional, que no tiene bowling ni tragamonedas. Es el Rapa Nui, ese bar de Providencia atendido por su propio dueño donde lanzan sus libros los poetas, atraídos por sus generosas piscolas. Allí, junto a la barra, un pequeño estante, alimentado por la grey de las editoriales independientes, ostenta un letrero de «biblioteca». En medio de las fiestas y el carrete, los alegres comensales del Rapa Nui tienen la oportunidad de elegir un libro sin mediar bibliotecario ni fichas. Aunque, hay que asumirlo, es más factible que un estudiante polaco juegue bolos en la biblioteca que que un santiaguino se dedique a la lectura en plena fiesta.