A Cristian Alarcón no le gusta la cumbia villera

Presentación de Antonio Díaz Oliva

Tal vez no es extraño que la misma semana en que Cristian Alarcón nos visite, Los Wachiturros, esa banda argentina que mezcla cumbia villera con reggaetón, haya pasado por Chile. Tal vez no, pero tal vez sí. Me explico: desde su explosión en los años 90, la cumbia villera se ha convertido en la llave maestra para entrar a esos barrios bonaerenses que uno ve en los noticiarios o en los periódicos. Es cosa de prender la televisión cualquier sábado por la tarde, en el canal argentino América, y sintonizar Pasión de Sábado, programa que lleva muchos años y en donde es posible toparse con la cumbia y todas las variantes de esta que se manejan en Argentina: ya sea la santafesina, la villera, la peruana, la boliviana, la sonidera o la colombiana.

Pero antes de seguir, eso sí, hay que aclarar algo: a Cristian Alarcón no le gusta la cumbia villera. O eso por lo menos me dijo hace unos meses, cuando lo entrevisté para la revista donde actualmente trabajo. Así, pese a que escucha cumbia desde muy chico, desde los tiempos que pasó en La Unión, en Chile, donde nació en 1970 y donde en los casamientos, en los bautizos, en las fiestas de los pueblos en el verano, se ponía ese tipo de música, a Alarcón no le entusiasma ese subgénero musical. “Solo soporto a Pablito Lescano, que es un maestro”, me escribió en un e-mail refiriéndose al líder de Damas Gratis, una de las bandas claves para entender la cultura villera.

Y menciono lo de la música porque parece que cada vez que se abre un libro de Cristian Alarcón, uno se topa con eso: música de fondo. En Cuando me muera quiero que me toquen cumbia, su primer libro, es justamente cumbia villera lo que acompaña a la historia de Víctor Manuel o “El Frente Vital”, ese joven de 17 años que vivía robando (pero compartiendo lo que robaba), quien fue acribillado por un policía (aunque quería entregarse) y quien terminó mitificado como el “santo de los pibes chorros”.

En Si me querés, quereme transa, su segundo libro, es la cumbia peruana y boliviana lo que uno oye al pasar las páginas y seguirle la pista al clan de los Chaparro, de los Valdivia, de los Reyes, de los Aranda y de Alcira. Junto con la obra de Washington Cucurto, el creador de la editorial Eloísa Cartonera y autor de libros como Cosa de negros o La máquina de hacer paraguayitos, Alarcón es uno de los responsables de mostrar a esos peruanos y bolivianos y paraguayos que inmigraron y cambiaron parte del paisaje urbano y cultural en Argentina. La diferencia es que mientras Cucurto consigue sacarnos risas y carcajadas, en los libros de Alarcón, específicamente en Si me querés, quereme transa, el lector se entera de cómo los inmigrantes ingresaron en las redes de narcotráfico argentinas en un proceso que, por supuesto, siempre conlleva muertos y tiroteos y traiciones y venganzas.

Por eso, la otra música que se escucha en los libros de Alarcón, vale aclarar, es la de las balas. O, más bien, el sonido de la violencia que recorre algunas villas y barrios bonaerenses. Ahí está esa escalofriante escena en Si me querés, quereme transa, cuando se narra cómo las fuerzas policiales desalojan una toma. La escena va así: “El operativo policial fue todo lo enérgico que era necesario como para que, tras el paso de la infantería, no quedaran más que montones de

chapa y madera. Las topadoras y las máquinas retroexcavadoras eliminaban con precisión cualquier rastro de vivienda. El humo de los gases lacrimógenos se veía desde varias cuadras más allá y pronto calaba en las pupilas, un veneno doloroso. Los pibes remontaban sobre los hombros unas catapultas efectivas como rifles con mira telescópica y apuntaban con piedras enormes a las cabezas de los federales de casco. Los recién llegados se refugiaron en la avenida Monzón, tras un container de basura. De los pasillos interiores salían los pibes, a los gritos. El combate fue desigual. Los federales pusieron a escupir a los camiones lanzaagua. Hubo cien detenidos”.

Lo cierto es que detrás de esa y otras escenas de violencia, hay dos cosas que se esconden. Lo primero es que Alarcón es un buen lector. Pone epígrafes del Piglia de Respiración artificial y del peruano Oswaldo Reynoso en sus libros. En sus entrevistas habla de Dashiell Hammett, Manuel Puig, Kapuściński y, por cierto, de Rodolfo Walsh. Con Walsh, sin ir más lejos, hay varias cosas que Alarcón comparte. Como que ambos sean el equilibrio perfecto entre ser un buen lector pero también alguien que siempre, siempre, está en la calle. Asimismo, me parece que el autor de Operación masacre y Alarcón comparten los códigos por los cuales un periodista/ escritor de su tipo tiene que regirse. De hecho, en cuanto a eso, Alarcón escribe: “En mi ética, la mayor virtud está en la verdad. Y la verdad está lejos de las comisarías y de los tribunales. La verdad está solo en la calle”.

Lo otro que se esconde en los libros y artículos de Alarcón es por qué le atraen esos temas. Y la respuesta, al parecer, es una respuesta autobiográfica: Cristian busca re-encontrarse su pasado. Él mismo da esa clave en uno de sus libros: “La muerte era para mí un lejano ruido en el relato familiar de un bisabuelo y un tío asesinados en un pequeño pueblo al sur de Chile; el rumor de los cuentos de aparecidos y muertos en peleas matreras confesados alrededor de un fogón, en las fiestas de San Juan; el crepitar de los leños que se echaban a la estufa de hierro en inviernos lluviosos de la aldea campesina donde nací. Asomarme al abismo de los crímenes a sangre y fuego de transas y narcos me hacía sentir extrañamente identificado desde la memoria de mis ancestros, de mi derrotero familiar”. Por eso, tal vez, Alarcón nunca se ha desconectado totalmente, o eso parece, de Chile, ya que su próximo proyecto, según tengo entendido, sucede en tierras nacionales y no en Argentina por primera vez. Y digo que sigue vinculado a Chile porque, además, aquella misma vez en que tuve que entrevistarlo, le pregunté sobre qué escritores de acá lee o conoce y me dio nombres como Alberto Fuguet, Jorge Edwards, José Donoso, Diamela Eltit y Cristóbal Peña. También mencionó a Pedro Lemebel y relató un encuentro en el hotel Boquitas Pintadas (vaya lugar más apropiado para aquella junta), en la época en que Alarcón estaba dubitativo sobre qué nombre ponerle a su libro, y Lemebel le dijo: “Niña, ponle los versos de una canción, como Tengo miedo torero, es más bonito”. Y de ahí, claro, que su primer libro tenga un título tan atractivo como Cuando me muera quiero que me toquen cumbia.

Con todo eso, vale advertir que adentrarse en los libros de Alarcón puede ser algo tan terrible como melódico. Es terrible porque son las postales violentas de América Latina, esas que, generalmente, uno las ve cuando la sangre ya está seca y los cuerpos de los muertos fríos. Y es melódico porque esas postales, por muy crudas que sean, siempre llevan música de fondo: la cumbia. La misma cumbia que el personaje de uno de los libros de Cristian Alarcón, pide que le toquen cuando se muera.

Crónica, memoria y ficción: vuelve, ya no será lo mismo

Cristian Alarcón

Una mujer alta y rubia que fue entrenada para matar y no dejar matarse, una mujer que se salvó de una persecución salvaje de dos mil militares chilenos contra 16 guerrilleros del MIR en las montañas del sur, me recibe en una vieja y crujiente casa de Santiago. Es alta, un Aconcagua de mujer, con el pelo rucio teñido de rojo. Al final de la escalera, en un estudio tapizado de papel con sillones cubiertos de telas antiguas, se sienta de espaldas a la ventana del segundo piso por la que entra una luz crepuscular. Apenas alcanzo a verle los rasgos; de sus ojos verdes ocultos por el reflejo del sol, solo puedo pensar que me escrutan como a los pacientes tratados aquí mismo en sesiones de terapia; es psicóloga. Me ha dado una oportunidad sin saber quién soy y qué busco. Debo convencerla de que me cuente su vida. Su compromiso temprano. Su lucha. Su clandestinidad. Hablo, intento resumir. Era un niño cuando nos refugiamos en la Patagonia argentina. Hasta ese momento, un junio frío como la niebla, había vivido al cuidado de una nana, mi nana, una joven campesina venida del pueblo de Liquiñe. Se llamaba –¿se llama?– María Valencia. Aunque yo le había inventado un nombre. Le decía Yeya, mi Yeya. Pasábamos junto a María la mayor parte del día solos, en una vieja casa alemana de madera, y en esas tardes, en esas noches en que mi madre hacía guardia en el hospital, María me contaba historias. Prefería siempre hablarme del amor: María amaba al Comandante Pepe, el líder de los campesinos y obreros madereros de Neltume que a principios de octubre de 1973 fue fusilado por la Caravana de la Muerte junto a otros 11 militantes del MIR en el regimiento de Valdivia. Le hablo del sur, de esas montañas, de esas luchas olvidadas por la mayoría como la que emprendieron siete años después de los fusilamientos un pequeño grupo de jóvenes miristas que intentaron crear un foco de resistencia armada contra la dictadura de Pinochet. Le hablo, sin decirlo jamás, de ella misma, de sus piernas largas trepando la ladera de los cerros cargada de una mochila de cincuenta kilos en la espalda, igual que los hombres, sin un kilo menos, porque entonces ella, la alta, no quería parecer menos. No entendía, como lo hizo tantos años después, eso de la diferencia dentro de la igualdad. Le cuento a la mujer la historia y ella escucha y habla, pero ya no del pasado, sino de las calles otra vez llenas. Chile, con marchas y paros desatados a lo largo de toda su angostura, le parece, a lo lejos, cuando la noche cae sobre Santiago, no tan olvidadiza: quizás, piensa la mujer, en estos cabros que tienen al país de pie y sorprendido de su audacia, algo de aquellas luchas y de la resistencia a la dictadura, haya sobrevivido al tiempo. Quizás –fuma y piensa– de esto se trate ese concepto con el que intenta curar algunas heridas en este consultorio: la memoria futuro, dice.

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Practico, milito y digo la crónica desde la trinchera de los diarios y desde el lugar de la tinta en el cotidiano durante los últimos veinte años de periodismo. He rehuido al lugar del free lance por cobardía en el cobro de los salarios casados con la eventualidad, los prefiero mensuales, tranquilizadores al fin, y quizás por eso me he asumido como cronista pero también como trabajador de prensa, como obrero de la palabra, sin pretensiones, sin sueños desmesurados de reconocimiento ni peleas obtusas y vanas con editores burócratas, ajeno a la queja. La queja no es una virtud, la queja debilita, lo que no significa que uno no deba hacer huelga cuando lo están explotando. Quejarse no es tener sindicato. Quejarse no es escribir por las noches ni leer por las mañanas temprano, no es esquivar el tedio como al veneno que adormece, ni dejar de discutir un título mal puesto, un verbo mal editado. Quejarse no es pelear por el miserable espacio de la nota del día. No es resistirse al escritorio como nos resistimos a los amores muertos. Como de ellos, de los escritorios nos vamos. El miedo puede asaltarnos en la salida de esas salas con aire acondicionado y de esas sillas giratorias ante pantallas deslumbrantes: si se busca la experiencia, se busca la escritura, el miedo es asunto del peligro, no de la literatura, que es riesgo.

Soy de la escuela vieja, la que pensaba que el periodismo es el oficio más divertido del mundo. Esa adscripción es una posición en el mundo del lenguaje, y en ese sentido esa decisión juvenil más atada a la idea simmeliana de aventura que a la de informador público, produce el viaje del periodismo a la literatura. En la experiencia, en la calle, en el diálogo con el desconocido, encontré lo vital, el abismo de lo que no se controla. El aprendizaje del periodismo de mano de los técnicos que hacen de la docencia y la falta de empleo en las redacciones una alternativa, me aplastó como aplasta el conocimiento de las técnicas del bordado a un artista del bordado. No porque yo me considerara un artista –aunque todo comenzara en la poesía, en la mala poesía– sino porque las técnicas de la escritura cifrada del periodismo de consumo masivo, en las últimas seis décadas latinoamericanas, son como el punto cruz que no busca más que llenar el vacío de las telas baratas para cubrir almohadones de flacos rellenos. Cuando un joven periodista reconoce esa escasa manera de bordar a la que podría estar condenado de por vida no tiene alternativa: huye hacia la literatura. Y otra vez, la literatura en los libros y en la calle.

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La última imagen antes del exilio demoró años en llegar como un rayo que aclara el recuerdo y lo hace vital aunque sea cínico asegurar, asegurarse, que es cierto. No llegó en una sesión de psicoanálisis lacaniano –como le llegan los recuerdos a tantos porteños– ni por más que llevara siglos desgranando cuitas en el diván de mi analista post lacaniana y post milleriana, pero no post apocalíptica. Llegó como una visión de otro mundo, como un cachetazo. La imagen: mis padres, mi hermano de un año y yo, de cuatro, estábamos sobre el bus que nos sacaría de La Unión, el pueblo natal en el sur de Chile –tan próximo a las montañas, tan vecino a Valdivia y a Neltume– en la puerta de la casa de madera de mis abuelos Aura Carrasco e Isaías Casanova. Desde la ventanilla vi cómo se amontonaban los diez tíos Casanova y media Aldea Campesina, para despedirnos. Eran unos treinta, o quizás, quizás cuarenta. Eran, en todo caso, para un

niño, una multitud. Ella, mi abuela Aura, estrujaba con las manos el delantal que siempre usó sobre los vestidos floreados; intentaba no llorar. Cuando el bus que nos llevaba a Osorno para de ahí tomar otro hacia la frontera, aceleró, vi a Aura levantar la mano, y decirme adiós con los ojos achinados y húmedos. Cruzamos la cordillera un 25 de junio, llovía como llueve siempre en el sur de Chile, de marzo a noviembre, con esa agua que no moja, que no embarra, que corre por la tierra siempre abierta dejando apenas unos riachos mínimos, como si siempre fuera poco para el verde extremo. Llovió hastaVilla La Angostura, y luego hasta Bariloche. Allí dormimos en una residencial y esperamos a que pasaran las huelgas que paralizaban la Argentina: habíamos escapado de la dictadura y de los fantasmas del pueblo en el peor momento, el golpe de los vecinos se acercaba y nos encontraría allí, cercados por la soledad.

El dolor del destierro duró mucho: creo que hasta los veintitantos. Ya en la universidad casi convenzo a mi novia de la juventud de venirnos juntos a Chile; todo lo que quería, lo que siempre quise, fue volver. Todas las lecturas de la niñez habían sido búsquedas del tesoro, y todas las de la adolescencia habían sido una búsqueda del volver: desde el Donoso de El lugar sin límites, hasta el Donoso europeo de El jardín de al lado, y luego hasta las insoportables novelas de Edwards, todo Parra, todo Huidobro, todo el post boom, y por suerte en el 91 Fuguet. Más los épicos: Miguel Littín clandestino en Chile, y las de guerrilleros como esa nicaragüense recomendada por Cortázar, La montaña es algo más que una inmensa estepa verde. Queríamos aprender a disparar. No hubiéramos tenido miedo si había que matar. Leíamos cuentos y novelas chilenas con la desesperación del náufrago, y hacíamos lo que fuera pensando que era la última cosa tal vez que hiciéramos de ese lado de la cordillera. Ahora no puedo creer que haya vivido así. Debo haber tenido la edad de Camila Vallejo, de Giorgio Jackson –los líderes estudiantes que son la cara del movimiento que tiene contra las cuerdas al Estado chileno de hoy– cuando decidí venir a probar: qué era vivir en Chile en 1990, 1991, 1992. Ya había llegado la democracia condicionada que dejó amarrada el dictador. Las protestas en Santiago raleaban. El paroxismo político que fue la lucha por el No del plebiscito contra Pinochet se había diluido. Instalado en casa de amigos en Santiago fue duro percibir cómo en todo grupo había un pinochetista, cómo hablar de derechos humanos todavía era tabú, cómo tener cualquier diferencia quemaba y dolía. No lo soporté. Discutí de más, no pude acostumbrarme al silencio reinante, al atraso cultural, al corset ideológico. Volví a huir como en aquel bus. Dejé atrás la idea de “retornar”, que es como se le llamó en Chile al regreso de los exilios. A muy pocos “retornados” les fue bien. Es un tema pendiente, me dicen. Uno de tantos. La herida que no sangra, que no sana.

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He pasado el último verano investigando la gesta, esa historia de tomas de fundos y de guerrilleros heroicos enceguecidos por la convicción en el sur, yendo de ciudad en pueblo, del mar a la montaña, buscando a los sobrevivientes de aquella gesta que comenzó Pepe y luego continuaron otros en plena dictadura, cuando el MIR decidió enviar a Chile a militantes entrenados en Cuba a combatir la tiranía y fracasó. Fue como el retorno de los montoneros, pero al campo. Muchos de esos miristas murieron en combate. Otros, como la colorada que fuma y fuma, sobrevivieron y después de tanto, recuerdan y narran, me narran. No es fácil convencer a estos sobrevivientes de hablar. Han sido clandestinos adentro y fuera de Chile por años, han vivido con otros nombres, han sido otros y han visto de cerca la muerte. Pero sospecho que llego en un momento especial: una a una las escenas se ordenan para dar paso a un relato nuevo, que escapa de los clichés del héroe revolucionario para volverse más reales en la calle. La mujer que me contactó con la rubia, por ejemplo. Cenamos en un restaurante de Bellas Artes. En esa cena la mujer –llamémosla Amanda–, que estuvo desaparecida y presa en Villa Grimaldi, me saluda con un: “¿Y, argentino, cómo ves ahora a mi Chilito? ¿Se puso lindo, no?”. Así es con cada uno: los amigos que conocí en el 89, en el 90, cuando la resistencia final a la dictadura, tienen la alegría de los que vuelven a creer. Todos han estado en el cacerolazo, todos han pasado a bancar a los estudiantes en las marchas, todos paran esta semana de paro nacional, y todos creen que esto apenas comienza.

María Valencia tenía el pelo lacio y negro, con una raya al medio; lo peinaba en la mañana temprano, sentada al borde de mi cama mientras jugábamos a que me despertaba. Era esa casona antigua tan grande para los dos, que solíamos recluirnos en el dormitorio donde colocaba el calentador a gas con ruedas cerca de la cama. Era vaga, decía mi madre. No hacía más que ver novelas, puteaba. Alguna vez me enfermé, una indigestión tan pesada que la creyeron meningitis, polio, virus letal que terminaría conmigo. Me hospitalizaron en pensionado, y pasé mes y medio conectado a un suero. Al final, cuando me creían moribundo, me inyectaban plasma, y sangre que le sacaban a mi padre para ponerme a mí, todavía tibia. Pero era un empacho nomás, un empacho que curó una médica de Valdivia a la que mi madre me llevó en falsa interconsulta con el hospital Alemán, clandestinos. Y me curé produciendo tal fetidez en pensionado que las cuicas se paseaban por pediatría con sus perfumes y sus desodorantes ambientales, lujos de la época. Cuando volví a casa María ya no estaba. Se había ido. Y porque uno se busca las peores explicaciones al abandono del otro pensé, nadie me lo desmentiría, que me había dejado por su amante, el Comandante Pepe. Dicen que mi padre tuvo que ir a buscarla a Liquiñe, donde todos la conocían, pero ahí no estaba. Dicen que andaba en Santiago, con el mentado, porque él se la había llevado aunque tenía otra que sería luego su esposa. Nadie explica cómo la encontró, pero se ufanan de haberle duplicado el sueldo para que volviera a mis brazos. A esa altura ya me había vuelto a enfermar, una anemia voraz me mantenía derrumbado en un sillón de chenille que daba al ventanal por el que siempre estaba ocultándose la luz de La Unión, su ir y venir de la lluvia.

Practico, milito y digo la crónica desde la trinchera de los diarios y desde el lugar de la tinta en el cotidiano durante los últimos veinte años de periodismo. He rehuido al lugar del free lance por cobardía en el cobro de los salarios casados con la eventualidad, los prefiero mensuales, tranquilizadores al fin, y quizás por eso me he asumido como cronista pero también como trabajador de prensa, como obrero de la palabra.

La Yeya volvió, imagino yo que a su pesar, porque no pasó mucho hasta que vino el golpe, y todo se puso feo. Solo recuerdo el golpe de mi madre, embarazada, cuando la radio, alrededor de la que todos esperaban las malas noticias el 11 de septiembre, dijo que el presidente había muerto. Y la Yeya no duró mucho, al poco tiempo volvió a desaparecer. Antes, como si preparara su partida, heroica, se reivindicó ante todos los Casanova. Cada verano venía al pueblo un espectáculo de maravillas, el circo Las águilas humanas. Las estrellas de aquel portento se lanzaban al vacío, tomando todo el riesgo que el aire sin redes puede implicar: volaban. María Valencia decía que eran sus primos, que esos trapecistas musculosos, valientes, tan livianos, los hermanos Valencia, eran de Liquiñe, como ella, como Pepe. Y entre los Casanova nadie le creía, nadie tenía ganas de creerle a la campesina más campesina que todos ellos, arribistas aunque upelientos. “Qué vai a ser tú prima de nadie María”, “ya te estai cachiporreando María”, “tai puro weiando María”, se reían. Mi Yeya soportó las burlas sin ponerse triste, simplemente dejó que el tiempo pase y esperó a que ese último verano nuestro el circo llegara. Quiso conseguirles entradas a todos mis tíos, pero nadie le creyó y fuimos a hacer la fila. Cuando llegó la hora del intermedio, la hora en que se venden las fotos, y los tigres de Bengala hechos de espuma iguales a los que saltan círculos de fuego bajo la carpa, María me llevó a los camerinos del circo y me presentó a esos dos hombres tan pequeños para lo inmensos que me parecían cuando eran águilas humanas. Por eso la recuerdo a María, por eso antes de contar la tragedia que contaré muy pronto, en esa novela que viene en camino, les cuento la historia de María: porque María Valencia me mostró por vez primera la heroicidad de los que vuelan, y porque me habló tanto de los brazos fuertes de un comandante barbado y joven que era capaz de tomarse un fundo con un solo revólver viejo, arriba de un caballo negro, cubierto por una manta de Castilla que le había robado a los patrones. Por eso les hablo de María, porque María me mostró la heroicidad y la convicción de los que apuestan por el riesgo de la literatura, donde como en la política, no habita el miedo ni la queja.

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El día de año nuevo del último verano cruzamos la cordillera, por el paso Hua Hum: entramos a Neltume como quien entra a Tierra Media, a bordo de una lancha que cruza el lago Pirihueico sobre el que se agita la bruma, en medio de montañas nubladas. Veníamos, mi novio y yo, desde Buenos Aires en auto con un par de contactos que nos llevaban al pequeño, encantador y contundente museo Memoria Neltume, donde se atesora la historia del pueblo maderero en el que estuvo Allende de visita en el 72, cuando ya se habían tomado los 26 fundos y los trabajadores dueños de lo suyo controlaban la Cooperativa Forestal. Alquilamos la mejor casa del pueblo: no la más lujosa ni la más grande, la mejor; la casa de Angélica Navarrete, la única vecina que aunque no tiene un solo familiar entre las víctimas de la masacre del 73, y tampoco entre los guerrilleros muertos en la experiencia montañera de 1980-81, trabaja incansable por mantener viva la memoria de sus voluntades. Es una casa de madera, como todas, hecha con los retazos que se le ha sacado al bosque y a los aserraderos. Los muebles hechos de troncos, las paredes añosas, las alfombras recicladas, la dignidad de cada detalle, y sobre todo las hadas y los duendes que fabrican Angélica, su esposo Colinche y sus hijos, los Colinchones, para venderle a los turistas y que penden de todas partes, la hacen una casa de cuento, de novela, una casa que bien podría haber salido de El señor de los anillos. Ese fue nuestro cuartel central, desde allí la emprendimos en la búsqueda de los sobrevivientes. Desde allí, les diría, les hablo todo el tiempo.

No crean que Angélica nos conectó de inmediato. No. Fue con el paso de los días y a medida que nos conocíamos, fue después, creo, de que un atardecer diáfano, cuando al fin se dejaron ver los volcanes –el Mocho y el Choshuenco– desde la vereda de su casa, Raúl y yo nos sentamos en dos sillas de camping sobre la acera, y con sendas copas de vino en la mano nos dedicamos a contemplar, para burla de los vecinos. ¿Quiénes eran esos dos raros que se sorprendían así de la belleza natural? Y entonces Angélica se apiadó de nosotros, nos dio un teléfono, el de uno de los que estuvo arriba, el más hablador y megalómano, el médico belga que vive en Panguipulli y está casado y enrollado hasta la médula con la causa mapuche. Y así, como quien desovilla un montón de lana de oveja enredada, uno nos llevó a otro y comenzaron a hablarle a los ojos verdes de Raúl, a responder a sus preguntas inocentes de colombiano que piensa en sus propias montañas antioqueñas cuando sabe de las mías.

Pronto estuvimos en Temuco, viendo a uno de los líderes, un profesor de Colipulli que debe andar ocupado hoy en el día de paro organizando a los suyos, o al menos así me lo imagino. Hablamos en el mercado. Si acaso llegamos a los primeros días en la montaña, a mediados de 1980, cuando entraron caminando desde Argentina, peor pertrechados que un boy scout, y más perdidos que el teniente Bello. De Temuco partimos a Puerto Montt, donde un hombre pequeño y fuerte nos hizo dar vueltas llegando a una esquina, en el recodo de un barrio, hasta vernos de lejos, cumpliendo las medidas de seguridad de antaño. Y luego de dos horas de entrevista, de chequearnos de cerca, nos invitó al campo en el que ha construido su mundo, rodeado de doce vacas, siete chanchos, veintidós gallinas, ocho patos, cuatro gansos, dos perros y dos lechuzas a las que cuida a lo lejos cuando entra y sale de su parcela. Allí comimos huevos de ganso, y allí escuché los días del frenesí político que fueron del 70 al 73, cuando él y otros como Pepe se tomaron los fundos. Allí escuché también el relato de la clandestinidad que sobrevino con el golpe. Cómo se enmontañaron. Cómo fueron cayendo. Cómo un día, el último día que él vio con vida a su hermano, uno de los que fue exiliado a Amsterdam, y luego entrenado en Cuba para meterse en la montaña en pleno que queda justo arriba de casa en el pueblo, en pleno 1981, se lo cruzó en una parada de buses, viniendo de arriba el uno, estando su hermano abajo. Y entonces supe qué es estar clandestino: cómo un hombre que lleva años sin ver a su hermano preferido y admirado puede verlo desde el bus –como vi a mi abuela Aura torcer el delantal y mirarme con los ojos húmedos– sin emitir palabra, sin mostrar una sola seña, dando vuelta la cabeza hacia adelante, porque en ese momento no son lo que eran, son lo que pueden y lo que podrían.

Y luego llegamos a Valdivia, a buscar a Pancho Pistolas, que así le dicen todos al gran amigo del Comandante Pepe, el que no habla con nadie, el que no ha querido estar en ningún documental, ni dejarse grabar, ni contar en vano. Y lo encontré casi de casualidad, porque cuando se insiste y se persiste, se puede cruzar la cordillera caminando. El azar del cronista se vuelve un aliado. Si el tiempo se respeta, si la paciencia se hace costumbre, si los días en vano se aprovechan como quien deja que madure un panal de abejas, como quien deja que sane una enfermedad de esas que solo deben vivirse, las sincronías se producen, una tras otra, hasta darnos el jugo de la historia, hasta que la memoria se vuelve real, hasta que los recuerdos ya no son del otro, ni tuyos, ni de nadie, sino que son ellos más allá de todo. Y un día, a la mañana, Pancho se levantó, me despertó –porque para entonces ya me quedaba en su casa– y me dijo vamos a ir a conversar y a visitar a alguien, y me llevó por las calles de Valdivia, un día de sol, sin decirme demasiado a comprar flores. Pensé que iríamos a ver a una madre, a la madre de algún sobreviviente, de algún muerto, de algún fusilado, y me di cuenta recién en la entrada del cementerio que íbamos a ver a su amigo del alma, allí enterrado. Y vi, sentí, experimenté la soledad del sobreviviente cuando Pancho Pistolas se sentó junto a la tumba del Comandante Pepe y comenzó a hablar.

Podría seguirles contando, porque esto recién comienza, pero no, prefiero dejarlo aquí. Las historias se acumulan y sedimentan como lo hace el liquen en los árboles de Neltume, que demora diez años en crecer diez centímetros y después se vuelve vestido de hada en las manos de la guardiana de la memoria que me dio la primera chance. Solo debo decir que la memoria se enciende de a poco, y que no es jamás confiable, porque nadie, ni nada puede jurar que lo que nos cuenta es cierto, verificable, materia inerte del pasado. Así lo supe cuando nos afanamos en la búsqueda de los testigos de las muertes en la montaña. Porque entre esos treinta o cuarenta que nos despidieron el día que nos exiliamos de la Aldea Campesina había un chico, un adolescente que podría ser hoy uno de esos pingüinos bullosos, de no más de 14 años, el menor de mis tíos Casanova, Coqui. Y Coqui fue llamado un día de invierno de 1980 a presentarse en el gimnasio fiscal de La Unión para una revisación médica previa al servicio militar. Él, y otros cientos de jóvenes de entre 17 y 18 años, la mayoría de ellos campesinos, fueron desnudados y formados en hileras sobre el piso de parquet, en silencio. Luego, los hicieron desfilar en pelotas, y los apalearon hasta seleccionar de entre ellos a los más fuertes, a los más brutos, a los de las manos callosas, los del campo. Luego, los mandaron a Valdivia y los entrenaron durante un año y medio como soldados de la Compañía de Comando, como boinas negras. En el camino los sometieron a la humillación del

entrenamiento de los gringos, a comer su vómito, a aguantar el hambre, a odiar al prójimo. Y cuando ya estaban listos y flacos y pelados, los llevaron a Neltume, a perseguir guerrilleros. Por eso también supe de esa tierra media en la que ahora me sumerjo. Y Jorge, mi tío Jorge me llevó con otros soldados. El último día en el pueblo, de tanto andar tras la memoria de los otros, me había olvidado de ir a cultivar la mía como cada viaje; no había visitado aún la tumba de Aura, en el cementerio que se recuesta sobre una colina, florecido. Fuimos con las manos vacías, porque era temprano y nadie nos podía vender dalias o margaritas, sus preferidas. Trepamos las escaleras y apenas pisamos los primeros escalones escuchamos una música, una ranchera mexicana, que venía de entre las lápidas de cemento. A medida que nos acercábamos escuchamos más nítida la canción, la ranchera era próxima, nuestra: tan cercana que al llegar a la tumba de Aura vimos que salía de una vieja radio ubicada justo en la cripta del vecino. Era de unos obreros que trabajaban en una excavación un poco más allá. Para entonces mi obsesión era dar con alguno de los soldados que en la montaña vio cómo morían los jovenes miristas, cómo fueron perseguidos durante meses por los dos mil militares. Cómo los ultimaron indefensos, cómo los cazaron y los torturaron para hacerlos hablar, para quitarles toda memoria. Entonces frente a Aura me atreví a pedir, a pedir una pista, una luz, una señal que me indicara el camino.

Regresamos a la Aldea, a encontrarnos con Jorge para marcharnos al pueblo de al lado, Paillaco, donde nació mi padre. Allí nos esperaban algunos ex soldados que nos contarían el entrenamiento aquel antes de la montaña. Ninguno de ellos, ya lo sabíamos, había visto matar a un hombre. En el borde de la casa de mis abuelos, allí mismo donde antes nos despedimos de todos, estaba el taxi que había llevado desde el centro a mi tío. Ven, me dijo Coqui. Ven, que él sí vio cómo los mataban. Entonces, sentado en el coche, un hombre que de tan alimentado no podía respirar bien, dijo, en la lengua del campesino que habla para adentro, que él vio cómo los fusilaron en la montaña. Y dijo, alcanzó a decir que antes fueron crucificados. El hombre habló luego despacio, más tarde, en su casa, y explicó todo. No lo obligaron a dispararles, lo hicieron los de la DINA, que habían llegado de Santiago. Él y sus dos compañeros solo tuvieron que envolver los cuerpos en nylon, y enterrarlos bajo la nieve eterna de la montaña para preservarlos hasta que a los generales se les antojara llevárselos. Solo atiné a preguntarle si tuvo miedo, y dijo, claro, que sí, que lo tuvo.

—¿A qué? –pregunté.

—Y qué va a ser –dijo–. A los muertitos, pues.

Todavía persigo la memoria de todos esos otros, y todavía no entiendo lo que quiero comprender. El recuerdo siempre es ambivalente, siempre se dispara hacia un detalle del que no estamos convencidos, aunque el convencimiento nos haya empujado al destino que tuvimos. Y entonces, cuando vuelvo a escribir, cuando vuelva a hacerlo, no ya para ustedes sino para otros, cuando diga lo que digo sin volver a decirlo, el recuerdo ya no será crónica, el recuerdo de todos, y el mío propio, será ficción. En ese salto hacia el pasado, en ese volver desde ahora al pasado, a la historia que nadie contó, acecha la conmoción, espera la literatura. De nada me sirve el rigor, de nada me sirve más que para llegar al camino nuboso en el que vamos, en el que estoy sumergido hasta que ponga punto final en esta novela riesgosa y memorial que recién comienza.

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A juzgar por los miles de miles que salen del metro de Santiago en la estación Los Héroes, a juzgar por el entusiasmo de los grupitos de chicos armados de paraguas y nylon contra la lluvia, y de sus cantos, y de sus saltos, esto recién comienza. Algunos creyeron que la marcha de los estudiantes se suspendería: no solo llueve, sino que en el barrio alto cae nieve. Son las diez y media de la mañana y los que vienen de por allá, las zonas más acomodadas, reciben mensajes en los celulares. “Hueón, por mi casa ya está todo blanco”, le comenta una nena de pelo fucsia a su consorte espigado. “Voy a llamar a la casa”, dice él. La noticia se riega por la Alameda, el primer tramo de la marcha de los paraguas. “¡A luca el paragüitas, a luca!”, grita un vendedor. Salen los paraguas como las sopaipillas fritas en grandes cacerolas al costado de la manifestación. La torta frita chilena alegra la mañana. Seis grados, lluvia helada y persistente, la calle se sigue llenando. El gobierno de Santiago ha impuesto un recorrido chino, comenzar en una zona alejada de La Moneda por la Alameda, y doblar en una calle estrecha de una zona comercial periférica, para hacer un buen trecho luego por un barrio de galpones y talleres mecánicos de persianas bajas. Todo al paso de los estudiantes tiene las persianas bajas: los medios han insistido con los enfrentamientos de lo que llaman los encapuchados, los jóvenes más revoltosos, los que prenden barricadas de gomas y leña para cortar calles. En la marcha la fiesta es todo lo que pasa: no hay capuchas más que para la lluvia que no parará hasta el final.

La marcha se vuelve angosta pero más consistente sobre la calle Blanco Encalada. En la porción más divertida una banda de músicos sopla los vientos y saca una marcha que agita a la multitud hasta el salto desenfrenado. Dos nenas de no más de catorce y sus pololos se han cubierto enteros con bolsas de consorcio, vendidas en el camino a una quinta parte que los paraguas. Son como teletubbies punkies saltando sin parar. En las piernas, chupines; en las cabezas sombreros inventados con nudos estrafalarios. Tienen esa felicidad irredenta que está solo en la fruición de la política juvenil. No les importa nada. Dicen que perderán el año, y qué. Así piensan los estudiantes, los secundarios y los universitarios. El diario El Mercurio publica una noticia para matizar el éxito del movimiento masivo: una escuela privada de ricos recibió a 19 alumnos de escuelas tomadas con altísimos promedios pero protege sus identidades porque temen que sus compañeros quieran lincharlos. La mayoría de los padres o apoderados apoyan a sus hijos en las tomas y en las marchas. Tienen cuarenta años, vivieron los ochenta con la misma fruición. Se endeudaron para mandarlos a la universidad. La conexión de esta generación de padres con esta generación de hijos es fuerte, son un eslabón de cierto tipo de cambio. Esta semana uno de los 30 chicos y chicas que están en huelga de hambre –algunos ya a punto de comenzar a tener secuelas de por vida por la falta de alimento– habló con su mamá para convencerla de que debe continuar: “Me dijo que ya no le importaba lo que le pasara a él –contó la madre, una trabajadora de un barrio popular–, que ahora sigue adelante porque quiere que sus hermanitos sí puedan ir a la universidad”.

Con la marcha detenida mientras comienzan a tocar los grupos invitados, frente a la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Chile, el vapor de las cien mil bocas que parecen respirar acompasadas, cubre a la multitud de una espesa bruma. Es el frío del día más frío del año. Nieva en Santiago y ellos están allí sin moverse. Una nena con la cara llena de piercings recibe un llamado. Escucha. Corta. “De mi colegio llamaron a mi papá”, cuenta. “Le preguntaron si sabía dónde yo estaba, les dijo que en el colegio. Pero no. Ahora estoy castigá”. Sus amigos se ríen y la rodean para apretujarla. Se viene un pogo general de paraguas.

Es cómico saltar con los paraguas. Llevo uno que había en la casa de mi amiga, con un print de postales de Rio de Janeiro. Y mi novio, a mi lado, uno naranja. No nos perdemos nunca en la multitud porque somos identificables desde lejos. Luego nos veremos en las fotos del diario El Mercurio entre todos esos pingüinos, saltando en un pogo a ritmo tropical. El canto, ese tema de no sé quién pero que se pega luego durante la semana entera: “tus besos son los que me dan alegría, tus besos son los que me dan el placer, tus besos son como caramelos, me hacen llegar  al cielo, me hacen hablar con dios”. Lo toca Chico Trujillo, banda de lo que ya se conoce como La nueva cumbia chilena, un encuentro entre el rock y el ritmo que en realidad define la identidad chilena con mayor justicia y memoria. Entre los pogueros del ritmo pasa, intocado, un viejo profesor, un señor de lentes con aire allendista. El “Chicho” está presente: en grafitis, en remeras, en conversaciones. Se habla de los planes que algún día tuvo la Unidad Popular para la educación. “¡Güena Chicho!”, le grita uno al profesor. Risas. Y la masa arranca con el lema que no abandonan más: “¡Y va a caer, y va a caer, la educación de Pinochet!”. Parece que regresar es volver al futuro. La mujer que recuerda las luchas perdidas, la sobreviviente, su amiga, los soldados campesinos, los que quisieron cambiar el mundo de pronto pueden creer en su descendencia. Los hijos están allí, caminan justo ahora por la Alameda. Por eso podemos volver, porque ya no será lo mismo.