I

Un hombre y una pieza
Con eso basta, dicen. Un hombre y una pieza. Es una teoría, un género: un hombre y una pieza. Con esos elementos ya tienes un cuento, acaso una novela, sin dudas una película, más que suficiente para un canción o un cuadro (preguntémoselo a Van Gogh, a Lucien Freud, a Eric Fischl). El hombre puede mutar y la pieza puede ser muchas de todos los tipos pero al establecer estos “dos elementos” hay drama, hay misterio, hay intriga.

¿Por qué está ahí?

¿Cómo llegó?

O acaso lo más importante: ¿por qué no sale?

El hombre puede cambiar (un joven tiene más rabia; un tipo mayor tiene más miedos) e incluso la teoría puede alterarse al colocar al centro de la ecuación a una mujer (las chicas solas en los cuartos con sol de los cuadros de Edward Hopper; Janis Joplin tomando; Kristig Wiig en su auto destartalado o Cameron Díaz en su sala de clases en Bridesmaids Malas enseñanzas) pero lo que potencia y aumenta exponencialmente el drama es si esa pieza no es del todo propia: si es arrendada, prestada o –lo que es más contemporáneo– si se comparte esa casa o ese departamento con otros que no son del todo tuyos: amigos, desconocidos, enemigos (los llamados roomates o gente con que uno comparte un lugar pero no tu cuarto).

La pieza –ese refugio, esa panic room segura– pierde estabilidad y el lugar pasa a ser una suerte de no-lugar: el hotel (de una a cinco estrellas), el motel (en el sentido americano del término), la pensión, el albergue, el dormidero. La historia de un vaquero errante en un motel de carretera (Crónica de motel de Sam Shepard y, de paso, esa libre “adaptación” al cine llamada París, Texas de Wenders-Shepard-Cooder) no es la misma que la de un vaquero en un hotel de mala muerte de Times Square en el Nueva York de fines de los sesenta (Jon Voight en Perdidos en la noche, basada en la novela “menor” y “pulp” de James Leo Herlihy) o la de un tipo que arrienda un departamento Paz Froimovich con dos amigos de provincia cerca del metro. No es que en este último caso el calvario pueda ser menos intenso, no. Es simplemente un tema de romaticismo (lo cotidiano y lo estable nos parece menos mítico que lo errante y decadente).

Se me ocurre que hay algo que el cine puede hacer mejor que la literatura: filmar hombres en sus piezas. Piezas, pensiones, habitaciones arrendadas, cuartos de hoteles o de moteles. Una celda es un cuarto en una cárcel (toda película de cárcel es, por lo tanto, al final del día, una cinta de un hombre y una pieza: ver Un hombre escapado de Robert Bresson, el padre del género) y, aunque esté libre, un hombre perfectamente puede transformar su cuarto en una celda (nada más feroz que la epifanía de Dustin Hoffman como Max Dembo en Libertad condicional de Ulu Grosbard, basada en la novela del ex convicto Edward Bunker). Se siente más libre en la cárcel que en la calle; su cuarto decrépito en un Los Angeles setentero es un infierno y de qué le sirve caminar libre por las calles si nadie camina por las calles de Los Angeles: necesitará un auto y hacer algo que lo pueda devolver a su condición básica de preso.

Cito películas pero películas basadas en libros levemente “inferiores”, novelas negras o policiales o que no fueron recibidas por el canon al momento de aparecer. Algo hay en la literatura de la calle o del alcantarillado. Quizás Dostoievski fue uno de los que mejor lo hizo con Memorias del subsuelo y, por cierto,Crimen y castigo, novelas claves de piezas, hombres y el espacio que hay entre ellos y la calle y la gente, pero algo me dice que el cine lo puede captar mejor o, al menos, más rápido. El cine, en segundos, te puede decir mucho de un personaje al mostrarle primero la cara y, luego, aunque sea de pasada, la pieza. Incluso si no se queda quieto, eventualmente pasará por su pieza o se establecerá en una, como sucede con alguna de las cintas de acción, quizás el género más existencialista propuesto por Hollywood: Bronson, Eastwood, McQueen son todos a la larga hombres que tienen a lo más un pieza, un pasado y no mucho futuro.

Volvamos a Bresson: el guionista y director y ex crítico de cine Paul Schrader ha estudiado, promocionado y canonizado al film Picketpocket, de Robert Bresson, acerca de un ladronzuelo de billeteras en París, como una de las grandes cintas de todos los tiempos. Tiene razón. Es –además– quizás la cinta que mejor condensa lo que Schrader ha bautizado como cintas acerca de “un hombre y su pieza”.

Paul Schrader: “Es la cinta que me hizo darme cuenta que había un sitio para mí en el cine: que había un tipo de filme que yo podría hacer. Es acerca de un hombre, su pieza y el transplazamiento de su alma”. En otras declaraciones Schrader ha minimalizado los elementos: “un film de dos personajes: un hombre y una pieza”. Schrader, en efecto, ha llevado sus hombres con piezas a la pantalla, primero como guionista de cintas tan claves como poderosas y monumentales como Taxi Driver (un hombre y su auto) y Toro salvaje (un hombre y su ring). Sus cuartos pueden cambiar (todos al final terminan en piezas que parecen celdas o cuartos monásticos) pero sus hombres están construidos (o deconstruidos) con el mismo ADN. Como director, sus filmes, por cierto, se han centrado en observar a distintos hombres en distintos cuartos: desde Hardcore, su descenso a los infiernos de la pornografía y los moteles donde se filman y castean, hasta los lujosos cuartos de Gigoló americano pasando por Mishima, La marca de la pantera y Aflicción (de la novela de Russell Banks, un americano lleno de novelas y cuentos de piezas de paso y cuartos ajenos).

II
Una habitación no-propia

Virgina Woolf sentía que una habitación propia era clave. ¿Qué habría opinado de una habitación de paso? Leyendo Papeles falsos de Valeria Luiselli llego a Joseph Brodsky y su Marca de agua, un libro de viajes, un libro sobre pasar inviernos en Venecia en ese tipo de hoteles fastuosos que aparecen en películas como Muerte en Venecia.

Brodsky: “Por naturaleza inanimados, los espejos de los cuartos de hotel son aún más opacos a fuerza de haber visto a tantos. Lo que te devuelven no es tu identidad, es tu anonimato”.

Sigo con Luiselli, un libro de ensayos que ensaya, duda, atrapa: “… de una forma laxamente paradójica, el anonimato es una característica de la ausencia: es la ausencia de características… Los espacios sobreviven al paso del tiempo de la misma manera que sobrevive una persona a su muerte: en esa alianza estrecha entre la memoria y la imaginación. Los lugares existen en tanto sigamos pensando en ellos, imaginando en ellos; en tanto los recordemos, nos recordemos, nos recordemos ahí, y recordemos lo que imaginamos en ellos”.

¿Quizás por eso uno recuerda más los nombres de los moteles pero se olvida del número del cuarto? La vez que estuve en el hotel tanto…Nos alojamos en el hotel equis cerca de una plaza… Pero rápidamente esos nombres desaparecen y uno regresa a ciertas imágenes de las habitaciones anónimas. Quizás son los hoteles medianos, o aquellos cargados con demasiada historia e historias (el Hotel Chelsea, de Nueva York, ahora; el avasallado Hotel Albert de Hart Crane, Thomas Wolfe y Walt Whitman en pleno Greenwich Village) los que uno recuerda por el nombre; si no pasan a ser intercambiables después de incluso un mes. ¿Cómo se llamaba? ¿En qué piso estaba mi cuarto? Uno se queda con la marca grabada: Sheraton, Ramada, Hilton, Marriot, Hyatt. Comfort Inn, Days Inn, Hampton Inn, Holiday Inn. Los moteles más pequeños, los que no pertenecen a una cadena, o los hoteles que no tienen familia o hermanos, son los pocos que terminan con nombres porque quizás no tienen un apellido. Los hoteles de Sofía Coppola tienen nombre: el Sherry Netherlands, donde una niña llamada Zoe se queda sola en su primer guión (el corto de su padre de la trilogía Historias de Nueva York); el Park Hyatt de Tokio en Lost in Translation; el semi-decrépito, retro-chic, literario y rockero y lleno de fotógrafos disparándole a modelos semi desnudas Chateau Marmont arriba del Sunset Strip de Los Angeles (en rigor, West Hollywood) donde su héroe de películas desechables se encierra en la delicada y autista Somewhere, quizás siguiendo la pauta de tanta gente muy rica o muy pobre (en el mundo de Sofia Coppola, todos tienen dinero pero igual la pasan mal) que, al quedarse sin mundo, se arman su propio mundo en un motel.

Moteles… donde hay sexo furtivo o anónimo, donde la gente se droga o consigue drogas, donde te escondes cuando no quieres que te encuentren. Los moteles norteamericanos, que aparecieron en el arte americano una vez que empezaron a construirse las grandes autopistas (En el camino es quizás la gran novela americana sobre un Estados Unidos que recién estaba terminando sus interestatales). Nabokov le dio a los moteles un prestigio literario con Lolita; pero el que los arruinó o hizo que se asociaran siempre con algo siniestro fue Hitchcock y su Sicosis. El legendario Motel Bates no existe y sin embargo existe en cada ducha, cada puerta, cada alfombra manchada. Aparecen y reaparecen: la cinta no tiene que ser de terror, pero si hay un motel, algo hay: una fuga, una soledad, un trauma. El motel es camino, el camino es ruta, es huida, es escape.

Se me ocurre que hay algo que el cine puede hacer mejor que la literatura: filmar hombres en sus piezas. Piezas, pensiones, habitaciones arrendadas, cuartos de hoteles o de moteles. Una celda es un cuarto en una cárcel y, aunque esté libre, un hombre perfectamente puede transformar su cuarto en una celda.
Hay grandes momentos que transcurren en moteles: De Niro escondido y llorando en River View Motel de su propio pueblo al no ser capaz de volver de la guerra y enfrentar a los suyos en El francotirador; Josh Brolin y Javier Bardem jugando al gato y al ratón en No Country for Old Men de los Coen ilustrando a Cormac McCarthy; Matt Dillon y William Burroughs en Drugstore Cowboy, de Van Sant, matando el tiempo en el lobby de un hotel de Portland donde los pasajeros no dejan nunca sus habitaciones excepto cuando mueren.

Hay un actor al que uno siempre asocia a hoteles baratos o moteles a la orilla de una ruta que ni siquiera tiene pasado de la Ruta 66: Jeff Bridges. Ahí está, joven, perdiendo su virginidad en La última película de Peter Bogdanovich; circulando por los hoteles de perdedores de Stockton, en Fat City, de John Huston (una de las cintas favoritas de Bolaño); como un alien escapando en el cuerpo de un hombre joven en Starman de Carpenter; ya viejo como un cantante country que no lo logró en Crazy Heart. Los moteles y hoteles corporativos son el mundo de George Clooney en Up in the Air donde las millas viajeras cobran sus millas en términos morales; los hoteles no pueden ser más perdedores que sus pasajeros en Flores rotas con un Bill Murray (de nuevo) dando vueltas pero no llegando.

III
Escribir en hoteles/ Escribir de hoteles

Fat City de Huston sigue la “tradición” de adaptar novelas pequeñas o periféricas de autores ajenos al canon. Leonard Gardner escribió uno de las “novelas de hoteles” más admiradas por los escritores americanos pero que casi nadie ha leído. El comienzo del libro se parece mucho al notable comienzo de Huston: una toma aérea que termina en un hotel en un barrio venido a menos y un fundido a una pieza oscura de día, con el sol colándose por la persianas, con un Stacy Keach abatido, un boxeador ya vencido, incapaz de tomar una decisión, mientras su mente y nosotros, los espectadores, escuchamos a Kris Kristofferon cantar Help me Make it Through the Night. Sin duda una comienzo bressionano; un hombre y una pieza, tres años antes del estreno de Taxi Driver.

Este es el comienzo de Ciudad dorada (traducción mía), la novela de Gardner, que, de traducirse, podría tener un subtítulo como guiño a Bolaño: Nos vemos en Stockton.

Vivía en el Hotel Coma –bautizado así quizás por algún fundador de la ciudad, algún explorador californiano, o quizás por un ya fallecido inmigrante italiano que a lo más fundó el hotel. Sea quien fuera, el hotel era un monumento pobre al apellido y Billy Tully no tenía intenciones de seguir ahí… Había vivido en cinco hoteles en el año y medio que su mujer lo había abandonado. De su ventana veía el centro chato de Stockton: edificios de oficinas, campanarios de iglesias, chimeneas de ladrillo, torres de agua y estanques de gas y los bajos techos de las residencias que se erguían sobre las calles planas y lisas bajo los árboles sin hojas. Por la vereda bajo su ventana, hombres caminaban entre los bares y las licorerías, las tiendas de ropa donada y los hoteles de segunda… Su pieza era alta y angosta. Las cabezas aceitosas que habían estado antes que él estaban presentes al mirar la mancha del papel mural que estaba detrás de los barrotes de bronce de su cama. Su persiana estaba dañada, a su ampolleta le faltaba voltaje y parecía que todos sus vecinos tenían problemas pulmonares…

El mundo de Charles Bukowski son los hoteles de mala muerte, donde la gente llega en bus o a pie. Ahí se refugian en sus cuartos, pagados apenas con sus cheques de pensionados o por invalidez o seguro de cesantía, los habitantes de skid row, algo así como los callejones que albergan a los que ya han comenzado a rodar
Bukowski, Mantis religiosa, un trozo:

Hotel Vista del Angel. Marty pagó al empleado, cogió la llave y subió las escaleras. Lo era todo menos una noche agradable. Habitación 222. ¿El número tendría algún significado? Entró, encendió la luz, y toda una docena de cucarachas salieron del empapelado, masticando y correteando sin tregua. Había teléfono de monedas. Metió una moneda y marcó. Ella contestó.
— ¿Toni? —preguntó.
—Sí, soy yo —dijo ella.
—Toni, me estoy volviendo loco.
—Te dije que iría a verte. ¿Dónde estás?
—En el Vista del Ángel, Seis y Coronado, habitación 222.
—Iré a verte dentro de un par de horas.
— ¿No puedes venir ahora mismo?
—Mira, tengo que llevar a los niños a casa de Carl, luego tengo que ir a ver a Jeff y a Helen, hace años que no los veo…
—Toni, te quiero, por amor de Dios, ¡necesito verte ahora!
—Si te libraras de tu mujer, Marty…
—Esas cosas requieren tiempo.
—Dentro de dos horas estaré ahí, Marty.
—Escucha, Toni…
Pero ella ya había colgado. Marty se sentó al borde de la cama. Aquella sería su última aventura. Le desbordaba. Las mujeres eran más fuertes que los hombres. Conocían todas las jugadas. Él no conocía ninguna.

Bukowski ha dicho con insistencia que él no es más que algo así como la versión más dura y explícita de John Fante, el autor de una saga de novelas acerca del centro de Los Angeles que nunca encontraron un público lector local. Fante tiene claro lo que es un hombre y una pieza. Y aunque en la traducción al español, Fante parte Pregúntale al polvo mencionando “una habitación de pensión”, en su original está claro que es un hotel. Un hotel de mala muerte o, lo que es quizás más preciso, una pensión o un rooming house. Una vieja mansión convertida en hotel, donde la gente que está partiendo o terminando arrienda piezas. O cuartos. Con o sin baño. Con o sin vistas. El hotel de Fante, en Bunker Hill, se llama Loma Alta. El hotel real se llamaba Alta Vista:

Cierta noche me encontraba sentado en la cama de la habitación del hotel en Bunker Hill en que me hospedaba, en el centro mismo de Los Angeles. Era una noche de importancia vital para mí, ya que tenía que tomar una decisión relativa a la pensión. O pagaba o me iba: es lo que decía la nota, la nota que la dueña me había deslizado por debajo de la puerta. Un problema relevante, merecedor de una atención enorme. Lo resolví apagando la luz y echándome a dormir.

Cuando desperté por la mañana, me dije que tenía que hacer más ejercicio y comencé en el acto. Practiqué varias flexiones. Luego me cepillé los dientes, noté el sabor de la sangre, vi una mota sonrosada en el cepillo, me acordé de los anuncios y resolví bajar a la calle y tomar un café.

Fui al restaurante donde siempre me restauraba, tomé asiento en un taburete que había ante el largo mostrador y pedí un café. Se parecía mucho al café, pero no valía el precio que se pagaba por él. Me fumé allí mismo un par de cigarrillos, leí los resultados de la Liga Americana de béisbol, pasé concienzudamente por alto los resultados de la Liga Nacional y comprobé con satisfacción que Joe DiMaggio seguía siendo un orgullo para Italia, ya que seguía encabezando la lista de mejores bateadores. Una máquina de hacer tantos el DiMaggio. Salí del restaurante, me situé ante un pitcher imaginario y largué un pelotazo que se llevó por delante la barrera. Anduve luego por la calle, hacia Angel’s Flight, preguntándome qué hacer aquel día. Pero no había nada que hacer y por tanto resolví pasear por la ciudad.

Nabokov le dio a los moteles un prestigio literario con Lolita; pero el que los arruinó o hizo que se asociaran siempre con algo siniestro fue Hitchcock y su Psicosis. El legendario Motel Bates no existe y sin embargo existe en cada ducha, cada puerta, cada alfombra manchada. Aparecen y reaparecen: la cinta no tiene que ser de terror, pero si hay un motel, algo hay: una fuga, una soledad, un trauma.

Los hoteles, por cierto, no son territorio del cine ni menos de la literatura norteamericana. Cuartos y hombres hay en todas partes y sin duda están en todas las buhardillas europeas. Roberto Bolaño tiene una novela entera ambientada en el Hotel del Mar (El Tercer Reich) y acaso uno de los mejores y más conmovedores cuentos escritos en castellano transcurre en el Hotel Las Brisas de Acapulco:

Al atardecer llegan a Acapulco. Durante un rato vagan por las avenidas cercanas al mar. Las ventanillas del coche están bajadas y la brisa les revuelve el pelo. Se detienen en un bar y entran a beber. Esta vez el padre de B pide tequila. B se lo piensa un momento. También pide tequila. El bar es moderno y tiene aire acondicionado. El padre de B conversa con el camarero, le pregunta por hoteles cercanos a la playa. Cuando vuelven al Mustang ya se ven algunas estrellas y el padre de B parece, por primera vez en lo que va de día, cansado. Sin embargo aún recorren un par de hoteles que, por un motivo u otro, no les satisfacen, antes de dar con el elegido. El hotel se llama La Brisa y es pequeño, tiene piscina y está a cuatro pasos de la playa. Al padre de B le gusta el hotel. A B también le gusta. Como es temporada baja, está casi vacío y los precios resultan asequibles. La habitación que les asignan tiene dos camas individuales y un pequeño baño con ducha; la única ventana da al patio del hotel, en donde está la piscina, y no al mar como era el deseo del padre de B. La ventilación, no tardan en descubrirlo, no funciona. Pero la habitación es bastante fresca y no protestan. Así que se instalan, deshacen cada uno su maleta, meten la ropa en los armarios, B deja sus libros sobre el velador, se cambian de camisa, el padre de B se da una ducha de agua fría, B sólo se lava la cara y cuando han terminado salen a cenar.

El mundo de Charles Bukowski son los hoteles de mala muerte, donde la gente llega en bus o a pie. Ahí se refugian en sus cuartos, pagados apenas con sus cheques de pensionados o por invalidez o seguro de cesantía, los habitantes de skid row, algo así como los callejones que albergan a los que ya han comenzado a rodar.
Si bien Donoso está obsesionado, quizás injustamente, con el mundo de las pensiones, las pensiones de Donoso no caben exactamente en este concepto de Hombres y Piezas puesto que la dinámica de la pensión donosiana no es tanto el aislamiento sino de la decrepitud y la decadencia, donde el anonimato es absorbido por lo colectivo y la falta de privacidad. Ricardo Piglia está mucho más ligado, en su imaginario, al concepto americano del hotel y la pieza y quizás tiene que ver no solo con la cantidad de “hoteles residenciales” que existen en Argentina sino con el interés de Piglia en las novelas negras norteamericanas donde el hotel está asociado a un crimen o, al menos, algo ligado a una intriga que fusiona el azar con la fatalidad (ver Blanco nocturno).

Cuando me vine a vivir a Buenos Aires alquilé una pieza en el Hotel Almagro, en Rivadavia y Castro Barros. Estaba terminando de escribir los relatos de mi primer libro y Jorge Álvarez me ofreció un contrato para publicarlo y me dio trabajo en la editorial… En ese tiempo trabajaba en la cátedra de Introducción a la Historia en la Facultad de Humanidades y viajaba todas las semanas a La Plata. Había alquilado una pieza en una pensión cerca de la terminal de ómnibus y me quedaba tres días por semana en La Plata dictando clases. Tenía la vida dividida, vivía dos vidas en dos ciudades como si fuera dos personas diferentes, con otros amigos y otras circulaciones en cada lugar.

Lo que era igual, sin embargo, era la vida en la pieza de hotel. Los pasillos vacíos, los cuartos transitorios, el clima anónimo de esos lugares donde se está siempre de paso. Vivir en un hotel es el mejor modo de no caer en la ilusión de “tener” una vida personal, de no tener quiero decir nada personal para contar, salvo los rastros que dejan los otros…

El texto, titulado Hotel Almagro, es el comienzo de Formas breves y no está claro si es un cuento que puede ser un ensayo que puede ser memoria que puede ser puro invento pero una cosa es clara: Piglia sabe lo que es vivir en un hotel y lo que sucede con un hombre y un cuarto.

O, en este caso particular, con un hombre y dos cuartos.