El admirable y excesivo Glenn Gould promovió alguna vez una sociedad para la abolición de los aplausos en las salas de concierto. Alguien podría suponer que esta aversión del pianista procedía de la locura que le impedía bloquear adecuadamente los ruidos de fondo (de hecho en las cafeterías de carretera donde solía pasar el tiempo, Gould era capaz de escuchar varias conversaciones en forma simultánea). El sentido común dirá que no hay muchas molestias que tomarse con los aplausos, que aplaudir es perfectamente natural: los lactantes aplauden tanto como los primates. Sin embargo, es indesmentible que en los aplausos colectivos hay impulsos ominosos. Son, en la mayoría de los casos, manifestaciones que vienen desde las sombras. Tienen algo en común con rituales afectivos de naturaleza ambigua: bautizar los zapatos nuevos de un amigo mediante un pisotón o firmarle el yeso de la pierna al fracturado.

En el colegio, cuando el choclón quiere hostilizar a un individuo, lo rodea y comienza un aplauso de ritmo progresivo apoyado por exclamaciones violentas, como el que anima a los bailarines de las coreografías rusas. En el colegio también, al menos hasta hace algunos años, los inspectores aplicaban un doloroso castigo: el aplauso en la cara. Al público, en estas circunstancias, le correspondía reír. Cuando un cantante muere, sus cofrades le brindan un último aplauso justo antes de que la primera paletada caiga sobre el cajón. Claro, es un tributo a su vida y trayectoria, un poco de alimento anímico desperdigado para el viaje del difunto al más allá. Pero una mente paranoide podría interpretar el gesto como la celebración de la performance postrera, la algazara con la que se despide a un concursante eliminado. Si es triste morir aplaudido, debe serlo aun más vivir de los aplausos. Lo saben bien los actores, los hipnotizadores, los conferenciantes, los magos y todos cuantos declaran “deberse” a su público. Al cierre de cada noche de espectáculo, esta entidad inexistente les cobra la deuda con el golpeteo de sus manos. Por eso es que las venias de los artistas, sus genuflexiones y sus lágrimas parecen más que nada las justificaciones de un moroso.