Pésima suerte local: la presencia de los libros de Cristián Alarcón en las estanterías chilenas siempre ha sido escasa. Alarcón nació en 1970, emigró a Argentina a los cuatro años, estudió Comunicación Social en la Universidad de La Plata, se fogueó como reportero policial para Página 12, TXT, Gatopardo, Rolling Stone y otros medios, y además fue becado en el 2001 para el mítico taller que dictó Ryszard Kapuscinski en la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, de la que ahora es maestro. Hace clases en la Universidad Nacional San Martín, dicta talleres, mantiene el sitio de crónicas aguilashumanas.blogspot.com y escribe de modo semanal en la revista Debate. 

Lo interesante es que en medio de todo eso Alarcón se las ha arreglado para escribir dos libros fundamentales de la crónica latinoamericana más actual: Cuando muera quiero que me toquen cumbia (2004) y Si me querés, quereme transa (2010). En el primero se siguen caminos abiertos tras la muerte del Frente Vital, un pibe chorro asesinado por un policía que se volvió un símbolo de la cultura de las villas miserias bonaerenses. En el segundo, se redoblaba la apuesta: el periodista narraba las guerras internas de varios grupos de inmigrantes peruanos con pasado sendista, que se dedicaban al tráfico en otra de esas villas. Entre ambos libros no solo aumentaba la habilidad narrativa sino también las dudas del formato: el corazón de Si me querés… era Alcira, una traficante que le solicitaba al cronista convertirse en el padrino de su hijo. El centro del libro estaba en las dudas que apenas se resolvían: ¿cómo contar la historia? ¿Hasta dónde involucrarse? ¿En qué consiste relatar una historia de este tipo? Estas dudas siguen presentes en la investigación que Alarcón realiza para su tercer libro que aún no tiene nombre, un relato sobre la guerrilla de Neltume, que funciona no solo como una extraña vuelta a casa sino también como el avance en temas que ya estaban en su trabajo: el mapa urgente de Latinoamérica, el habla oral y la violencia de la memoria, el lugar del yo en la narración, la vida secreta de comunidades invisibles y las extrañas distancias que separan la crónica de la literatura, al periodista del narrador, a la investigación documental de la confesión íntima.

Work in progress

¿No crees que le estás haciendo el trabajo a ciertos académicos?¿Abriendo un lugar al que ellos van a llegar después?

Demasiado, porque van a llegar después para ningunearme. Pero hay gente nueva y ese rictus y ese desprecio no solo hacia el periodismo y hacia la narrativa, hacia la literatura, se está formando ahora en una danza de seducción. El mundo está tan atravesado por el conflicto y el cambio que ellos con su velocidad burocrática no llegan ni a pisarle los talones, así que intuyen -los más inteligentes- que algunos narradores arriban antes.

Así que se relajan y, si no están pensando en post-postgrado o en la próxima beca, suelen ser sujetos interesantísimos porque se dejan contaminar por la lectura de otros géneros. Tengo varios alumnos que empezaron el taller de crónica desde la academia y que se están moviendo a una zona anfibia.

Anfibia. Has repetido esa palabra en la conferencia que diste en la cátedra Bolaño. ¿Qué significa? ¿Es tu propia versión de híbrido?

Sí, es un poquito más feliz porque define mejor esta ambivalencia fructífera que puede ser la de una literatura que piensa, reflexiona o critica y no abandona las riendas del cuento que tiene que contar. En realidad, ha sido un concepto que he madurado a lo largo de los últimos diez años, porque mi contacto con los académicos surge del interés morboso de ellos en Cuando me muera…, porque el libro lo ven como una etnografía, por lo que dice abiertamente Beatriz Sarlo y ese tipo de intelectuales.

Ahora has dicho que vas a entrar en la ficción pura y dura. Como lector tuyo, me parece un camino natural porque las preguntas naturales de Si me querés terminaban tal vez en ese camino hacia la ficción, que parece la única salida de la crónica.

Parece que sí. Prefiero tener ese vértigo que me produce soltar amarras con la no ficción que es profundizar con otras herramientas que no tenía antes para escuchar a los protagonistas de la historia. No me atrevo aún a imaginarme instalado en la ficción. No me desagrada esta prevención que me da de pronto. Por otro lado, sigo teniendo historias en el tintero que sé que no serían una novela, que solo podrían estar escritas como una crónica.

¿Publicas esas historias como estados de avance?

Ahora me pasa algo extraño. Tengo una columna, más que una columna es una crónica de ocho mil caracteres por semana. Esa es otra forma de llegar a la realidad y contarla y es un texto de dos páginas que comienza con un reporteo, con una situación que se me ocurre, y donde hay una prevalencia de una primera persona ya no tan tímida, a la que yo no estaba habituado.

¿Es distinto al periodismo que hacías en Página 12?

Muy distinto. Porque en el periodismo diario tenía que cumplir todavía con los formatos de la noticia, un encabezado que dijera qué, cuándo y cómo, una estructura que cumpliera la información mínima. Si bien tenía la libertad estilística, tenía que cumplir media página.

¿Qué significa esa libertad estilística?

Podías usarla, porque tampoco te la piden. Por eso los textos de Página 12 son ahora tan disparejos.

¿Peleas con los editores?

Me dieron la libertad amorosa. Me peleé mucho con ellos, en los mejores términos. He roto mucho las pelotas, peleado mucho el tema del espacio, una militancia extrema contra el tema del recuadro. A mí dame las dos páginas y ya.

Las historias no terminan

Tengo la teoría de que estás construyendo el mapa de una Latinoamérica casi secreta, hecha de tránsitos inéditos. Por ejemplo, si quiero entender qué pasó en Argentina después de la caída del 2001 debo leer Cuando muera… ¿Es esa Latinoamérica que se te había aparecido antes o es un efecto de la escritura de los libros?

Es el efecto de un larguísimo proceso que empieza con una convicción errónea. Yo estaba trabajando sobre la violencia urbana y sobre la transnacionalidad narco. Pero cuando salgo de las investigaciones termino afectado por el tipo de empatía que se me ofrece por estos narcotraficantes, que en realidad son parecidos en sus formas de comunicarse y de recordar a lo que me cuentan mis tíos criados en el campo, a los relatos que escuché de niño. Así que la oralidad, que antes creí que era una oralidad andina que me excluía, resulta que me incluye. Es una búsqueda que ahora me ha llevado, al final, a una caída en el yo, en un texto que escribo ahora para volver a Chile; ahí, ya no puedo evitar ese yo que intenté morigerar en los dos libros anteriores. Porque aunque Cuando muera tuvo un cronista hipersensible en una primera visión, fue totalmente mutilado y solo quedó ahí uno que construí, que es temeroso, medio huevón, que al principio no entendía nada. En el caso de Si me querés es un cronista por el que, quizás, el lector puede llegar a temer, que todo el tiempo sabe qué hacer, al punto que todo el libro está intentando negarse a la paternidad impuesta de un niño de la trama del libro. 

¿Cómo disocias los espacios de la investigación y el de tu propia intimidad?

Soy pésimo haciendo eso. Hago todo lo que puedo. En algún momento, con Cuando muera fue de un costo altísimo, porque había producido una simbiosis muy fuerte con la madre del Frente Vital, que me había puesto en el lugar de su hijo. Así que no sabía regular la demanda de los otros. 

¿Y ahora?

No. Porque no tengo ganas de entregar nada de lo que produzco.

¿Volviste alguna vez sobre la historia del Frente Vital?

La no ficción tiene una cosa tremenda: los personajes están vivos y les siguen ocurriendo cosas. Mi columna nueva, este espacio de crónica que tengo en la revista Debate, comienza con el Frente. Las tres primeras entregas fueron un regreso a esa historia. La primera fue sobre su familia y los progresos y los bemoles de los protagonistas; la segunda, sobre el asesino del Frente, al cabo de Sosa. Cuando yo todavía estaba en Página 12 él mata por la espalda a dos ladrones que estaban escapando en moto y los padres de estos ladrones asesinados se juntan con la madre del Frente y me dice “en dos horas viene a mi casa la exesposa de Sosa, que me quiere contar algo; por favor no me dejes sola y trae grabador”.

¿Ella seguía viviendo en la villa?

No. Ella se mudó a un barrio de clase media y tiene una casa en cuyo fondo construyó una escuelita para pibes chorros y un comedor popular. Cuando llegué allá, estaba con esta mujer que venía a contar que se había divorciado de Sosa porque se cansó de la violencia en su casa y porque su hija de veintitantos años le había confesado que, desde los trece, Sosa la violaba y que por eso se había hecho policía, para matarlo.

Prefiero tener ese vértigo que me produce soltar amarras con la no-ficción que es profundizar con otras herramientas que no tenía antes para escuchar a los protagonistas de la historia. No me atrevo aún a imaginarme instalado en la ficción. No me desagrada esta prevención que me da de pronto. Por otro lado, sigo teniendo historias en el tintero que sé que no serían una novela, que solo podrían estar escritas como una crónica.

No se puede ficcionar algo así. Sencillamente no se puede. 

No se puede. Rompe todos los códigos de verosimilitud al punto que ellas dos organizaron una funa porque Sosa, no contento con violar a su hijastra, se había metido a una iglesia evangélica y estaba haciendo carrera como pastor.

Es impresionante.

Cuando viajé a dar un taller a Barcelona me encontré con un gran amigo, Marcelo Figueras, con el que nos conocimos por el libro porque en algún momento lo tentaron para escribir la película de Cuando me muera…, y le conté esta historia y se puso a trabajar en un guión, sin contrato con nadie, que incluye todo lo que sucede después del libro. Marcelo tiene la idea de hacer una película que durará seis horas. Todo eso es muy fuerte y sigue con los otros personajes, por ejemplo Matilde, que acaba de comprarse, de tomarse un terreno en las afueras del tercer cordón del conurbano donde se retira los fines de semana a tomar sol y a plantar cosas como si fuese su propio country popular, porque gana lo suficiente como para darse ese lujo. El chico que se llama Simón en el libro tiene 28 y volvió a salir en las portadas por tercera vez y con el fotógrafo Alfredo Srur lo vinculamos con el Estado para que le generen una beca para su reinserción. O sea, sé todo lo que pasa.

¿Y cuál es tu percepción de cómo funciona el Estado argentino después de hacer los libros?

Me impresiona cómo fuimos del neoliberalismo a un modelo mixto que sigue siendo un capitalismo keynesiano populista, pero increíblemente beneficioso para los sectores más golpeados de la Argertina. Es un cambio importante al que suscribo en gran parte aunque no he decidido, ni creo hacerlo, convertirme en un militante de la causa kirchnerista. Además como sigo siendo chileno, yo no voto. 

¿Volverías acá?

Sí. Y también tendría doble nacionalidad. Creo que si Cristina hubiera perdido en las últimas elecciones primarias, me habría sentido un idiota. En Chile se pueden tener dos nacionalidades. Sería lo más lógico, en todo caso. No perdería mis derechos ciudadanos en Chile.

El habla

Trabajas descifrando los códigos de hablas que no alcanzan a estar escritos: el habla de la villa, el de los peruanos, el del sur de Chile.

Sí, hablamos sobre la aparición de lo rural como algo fundamental, como algo que se impone, incluso, en la ciudad. Ahí, la oralidad andina resulta ser una matriz más poderosa que la literatura internacional que uno puede leer como una manera de salir de lo local. Esta tensión entre lo local y lo universal es, en definitiva, la historia de la literatura y ahí me siento muy cómodo.

Es una investigación estética, además de periodística. 

En la crónica tenemos una abundancia de autores pero pocos preguntándose en verdad. Una cosa es la historia extraordinaria de manera obsesiva, una detrás de otra, y otra es saber de qué estás hablando cuando estás contando una historia. Ahí hay una propuesta que me costó muchísimo asumir. Cuando empecé a escribir Si me querés Alcira hablaba como Alcira y yo la contaba en segunda persona. Hubo un ensayo en segunda persona y finalmente llegué a atreverme a la primera después de volver a Faulkner y de leer una novela maravillosa de Miguel Briante que se llama Kincón. Ambas me dieron el impulso necesario para generar la voz de Alcira y, a partir de ahí, las otras voces que en realidad son recodificables de una forma que mantiene o intenta respetar las estructuras de algo que podríamos llamar la dignidad de estas maneras de hablar. En muy pocos momentos de estos años al lado del personaje de Alcira la escuché hablar tal como habla en el libro. Esto quiere decir que su métrica, su respiración suele estar sumamente contaminada por la ciudad, por su actividad. Ella necesita insultar para hacer; necesita violentar desde el discurso para imponerse, necesita olvidarse de lo más hermoso que tiene que es el habla de su abuela y de su madre, para sobrevivir. Aún así, prevalece la lengua materna cuando, por ejemplo, en una borrachera de una noche, comienza a hablar sobre su condición indígena y reivindica su permanencia a la tierra de una manera totalmente literaria. Ella dice: “Por estas venas corre sangre india, eso es lo que soy”. Y ese discurso se nos caería de las manos si lo buscásemos ex profeso; sería casi una vulgaridad. Ella misma está sacando afuera esto. Y es ese sacar afuera el que ahora me está conmoviendo de los testimonios que estoy intentando registrar para mi próximo libro.

Que es sobre el sur de Chile y la guerrilla, otro mapa de un país que no estaba contado.

Ahí me siento más ignorante, porque mi relación con la literatura chilena es absolutamente incompleta. He leído con muchísima dedicación lo que llegó a mis manos hasta mi primera juventud y después he tenido un enorme bache. Por momentos, sueño con vivir una temporada aquí para escribir pero sobre todo para leer. Porque la literatura argentina vive de espaldas a lo que produce América Latina.

No es raro: los países de América Latina viven de espaldas a lo que se produce en América Latina.

Aún así, encontré cómplices: Daniel Alarcón fue fundamental; Santiago Roncagliolo, en otro registro. Los cronistas mexicanos. Alberto Salcedo, Juan Gabriel Vásquez, los peruanos. Los peruanos viven esa crisis de territorialidad permanente pero tienen el ímpetu.

Me acordé de las crónicas de Gabriela Wiener.

Ella es otra de las referencias mías. Compartimos mucho en la manera de mirar pero producimos textos extremadamente diferentes. Sin embargo, nos entendemos y nos podríamos leer mutuamente y nos podríamos leer en una especie de apareamiento literario que nos fascina. Está por llegar a Buenos Aires y eso me fascina. Gabriela ha sido clave.

Ella trabaja desde el límite del lugar del yo, que es lo que pasa contigo también en Si me querés… Pensaba, para el caso de ambos, en todo lo que ha escrito en el último tiempo Josefina Ludmer sobre el lugar de la literatura. 

Yo leí mucho El empleo del delito, cuando era muy chico para poder sobrevivir al periodismo policial.

¿Y sobreviviste?

Sí, haciendo periodismo delincuencial.

¿Y qué es el periodismo delincuencial?

Es el que busca la voz del delincuente y es capaz de vincularse con ellos sin tener en cuenta los problemas éticos de la burguesía periodística: soportar, por ejemplo, que El Mercurio titule “Cristián Alarcón, cronista marginal” sin que se te mueva un pelo.

Eso es divertido porque para El Mercurio todo es marginal.

Pero es eso y la cantidad de veces que eso se repite. A mí me resulta excitante correr el límite y plantearle al lector que la noción de centro y periferia se puede invertir y que, por ejemplo, he visto desde el MALBA (donde más de una vez me ha tocado hablar sobre temas de marginalidad) el río, que es el margen y no la villa de Alcira.

Muchos de los que visitan el margen como tema son turistas. En los textos tuyos está incluso la idea contraria, incluso hasta llegar a la negación de la idea de la marginalidad. 

Es como decir que alguna parte del mar es marginal.

Pero la cultura chilena -no sé cómo será la argentina- vive con esa ficción del centro.

¡Y es tan antigua!

Pero en la crónica eso se deshace. Acá, los libros de Francisco Mouat se vuelven cada vez más raros, por ejemplo. O están esos textos de Daniel Titinger sobre la guerra del pisco o la historia de la Inka Cola.

Los peruanos tienen un tipo de talento ideal para encontrar ese tipo de accesos y de excusas para contarse a sí mismos. Eso me encanta. Esa capacidad de hacer elipsis desde lo real hacia lo fantástico a través del pop y qué más pop que este combo de violencia, religión y juventud con cumbia de fondo.

Eso, porque en tus libros habita una especie de nueva ciudadanía latinoamericana: la vida de la villa, los senderistas convertidos en narcos en Buenos Aires, los espacios íntimos desde donde definen sus relaciones.

Los desplazamientos de la migración al interior de los países están produciendo zonas de densidad cultural extraordinarias. Más allá de los fenómenos casi europeos de xenofobia local, que son de imitación de lo colonial, la migración como tal no deja de producir enriquecimiento. Este enriquecimiento sedimenta con el tiempo y esto se traduce en una convivencia muy democrática de los que vendrán. Las historias de los bolivianos hiphoperos de Buenos Aires, reporteadas en aguilashumanas.blogspot.com por América Jesús para su tesis de grado de la Maestría de Periodismo de Clarín, son un esfuerzo increíble que termina desmitificando toda una construcción folclórica y cuestionando el acceso cultural a los países andinos de la mano de Evo Morales.

Me acuerdo de que en Santa Cruz me hablaban de snuff movies filmadas en El Alto de La Paz.

Y ese es el mismo snuff que se ve en el conventillo de Alcira. A nosotros nos preocupó como padrinos de su hijo, porque lejos de reportear culturalmente a la fucking Alcira, lo único que queríamos era tratar de proteger en cierto sentido la visión de nuestro pequeño ahijado de una película snuff, porque supimos que ahí estaba. Y eso queda a veinte minutos del Obelisco. La película tenía a Pedrito, que había sido dealer del underground porteño de los ochenta y que conocía a Fernando Noy y Batato Barea y que leía a Pedro Lemebel.

Lemebel es importante, sobre todo en el tema de los afectos.

Lemebel genera una empatía que no tiene límites de clase. Los nuevos personajes del libro que tengo en proceso son todos y cada uno fans de Pedro Lemebel.

Acá todos somos fans de Lemebel.

Eso debería ser el título de esta entrevista. Es lindo encontrarse con eso. Tan lejos no estaba. Pedro fue la primera persona con la que pude hablar de literatura en Santiago más allá del grupo de la familia y los amigos de siempre. Yo salía con un filósofo y crítico argentino que fue uno de los primeros en escribir a modo académico sobre la obra de Pedro y la primera vez que vine en plan de turismo amistoso a Chile, sabiendo que no quería regresar a vivir acá, el invitado de honor era Pedro.

Que era uno de los pocos que tenía claro lo que pensaba a mitad de los noventa. Lemebel te permitía esa lectura moral.

Yo no sabía con quién más vincularme. Es ese tipo de autores que marcan todo, tu manera de caminar una ciudad, por ejemplo, el punto que este fin de semana pasado en Valparaíso , sin ir más lejos, no pensé sino varias veces en esa disco quemada de la que habla Pedro.

Yo pasé al lado de esa disco al día siguiente del incendio. Iba con mi hermano al cine a ver una de David Lynch. La ciudad sigue así, llena de incendios, hasta el día de hoy.

A mí me impresionó la disco Pagano, y ese es un gesto que nos quedó del incendio de Cromagnón y pensé: si aquí ocurre algo no se salva nadie.

Lazos

Volviste a Chile el año 2006, para la muerte de Pinochet, y luego ahora. ¿En qué ha cambiado?

En realidad, vine por primera vez a Santiago en 1990 y volví con ganas de quedarme el 91 y el 92. Huí de Argentina hacia acá por voluntad, porque cuando me fui, a los cuatro años y medio, yo no había decidido nada. Y sí, Chile cambió. O puede cambiar, que no es lo mismo. Me da la sensación de que cambiaron los jóvenes: son unos jóvenes distintos a los que fuimos, distintos a lo que fueron sus padres. Hay una especie de envalentonamiento, de empoderamiento, de despreocupación por los juicios de otros. Eso lo veo en la calle, en las marchas, en las facultades. Lo veo entre mis primos, como si la doble moral chilena habitual se hubiera gastado. Esa es de las marchas más fuertes de lo que dejó la dictadura, aunque no se le puede adjudicar solamente ese periodo.

Porque estaba antes también. 

Sí, porque estaba antes y terminó de cambiar por lo que pasó entre el 70 y 73, y no se trata solamente de la sociedad clasista sino de algo más íntimo. Me refiero a la necesidad de mantener eso que en Argentina llaman “sostener el muñeco”, que es como tener que ser el títere de uno mismo, en lo social, en lo político, en lo cultural. No asumir las faltas de los demás ni las propias, sostener el status quo incluso estando al margen.

Tiene sentido. Tú trabajaste durante años en el periodismo policial, donde ese “muñeco” se rompía a partir de los escenarios del crimen y la pobreza. 

Llegué a ese periodismo pensando en eso que me estás diciendo, que me iba a dedicar a pensar y profundizar en la existencia de unos sujetos desmadrados, sin las marcas de esa matriz, idos de sí, a la deriva de la sociedad y artífices, en el sentido existencialista, de su propio destino. Lo que pasó es que, después de mucho tiempo de entrevistar pibes chorros, narcotraficantes y malos de varios calados, también me di cuenta de que ahí había otros “muñecos” y que estas construcciones sobre la propia identidad, a veces tramposas, también se dan en los márgenes o en lo que se pueden considerar los márgenes desde la centralidad. Por ejemplo, la protagonista de Si me querés, Alcira, es víctima de su propia construcción de mujer dotada de poder masculino.

Pero aún así se te vuelve entrañable.

Porque se vuelve un personaje tan latinoamericano que no podemos dejar de acompañarla a lo largo del libro. Ahora, el costo de su heroicidad es tan alto a veces que el sacrificio llega a ser muy doloroso. Y es un sacrificio del que ni siquiera ella quiere ser consciente y que se traslada a sus hijos. Uno de los hechos que más me ha impresionado este año es que Damián, el hijo que la traiciona y que la manda con esos otros narcos que la secuestran y casi la matan en un falso fusilamiento en un descampado de Buenos Aires, fue asesinado en la cárcel. Apareció colgado y la primera autopsia dice que lo golpearon en la cabeza. Yo tuve que acompañarla al día siguiente a reconocer el cadáver.