En una feria de libros me hicieron esta pregunta que todavía no logro responder: «¿Cree que en este momento se lee más poesía porque es más breve, más rápida de leer?». La pregunta incluía no pocas presunciones problemáticas. Detenerse ahí era posible, pero también era posible pasar a las preguntas que siguen.

La brevedad, en poesía, es una brevedad aparente. Los tres versos de un haiku, por ejemplo, pueden desplegar una tarde completa y hasta una estación. «Por un instante / recogido en la cascada / comienza el verano», escribe Basho en sus diarios de viaje. Para alcanzar el poema ha caminado casi veinte chō, ha subido la montaña. Y para alejarse del poema, después, cruzará a campo traviesa en dirección a un paraje llamado Kurobane. Caminará hasta que se largue a llover.

Los haikus de ese diario reflejan lo que Basho experimenta a cada paso: la pincelada es fresca y precisa, ni una sola gota se derrama sin dirección. En cada uno quedamos como ante la vista de un paisaje conquistado tras grandes excursiones. La brevedad, aquí, impone una lentitud: de la escritura –la observación detenida es condición de posibilidad– pero también de la lectura. En el haiku, entrar al poema es entrar a un momento por completo, de un lado y del otro del papel. La vista desgasta la dureza de la tinta, capa tras capa, hasta que se proyecta la imagen, que toma cuerpo y se coloca. Las diecisiete sílabas son suficientes para transportarnos pero, a cambio, exigen relecturas, cierto ánimo particular, cierta disponibilidad de espíritu.

Del poder de concentración japonés también conocemos, entre otros ejemplos célebres, el del mundo que describe Sei Shōnagon en su Libro de la almohada. Crónicas de un verdadero paraíso poético, imaginamos a los habitantes de ese universo señorial entregando cartas y flores, componiendo poemas mientras contemplan la luna desde todos sus ángulos, resolviendo acertijos literarios. «Cualquier cosa, si es diminuta, resulta grata», escribe Shōnagon en un cuaderno que le ha regalado la emperatriz Sadako.

Entre inciensos y bajo las largas cabelleras partidas al medio, los cráneos de las mujeres japonesas de antaño nos parecerían, hoy, carameleras: sus memorias van colmadas de versos, versos comprimidos en recuerdos que no deben perderse. La brevedad, aquí, será también un atajo para esquivar el olvido y la pérdida, siempre al acecho. El manuscrito del mismísimo Libro de la almohada, casualmente, desapareció antes del fin de la era Heian, y llega a nuestras manos por el esfuerzo de copistas y eruditos (esfuerzos que incluyeron modificaciones, supresiones y reordenamientos).

Pero no hace falta que viajemos tan lejos ni tan atrás para estudiar estas colisiones. Veamos una clásica escena inaugural: la poeta y su primer libro en el almuerzo familiar. El tío lo examina aparatosamente, con desconfianza y una media sonrisa despectiva. Señala los bancos de aire en las hojas. «Te faltó escribir acá.» «Se te acabaron las ideas pronto», o cualquier otra variante del mismo chiste. ¿Pero por qué nos parece siempre que el tío no tiene razón, que el bruto es él cuando acusa la cortedad?

Después de todo, ¿cuál es la unidad mínima del poema? Al catalán Joan Brossa y su poesía visual les alcanza con una sola letra: la A. Empuja el gran portón del abecedario e inaugura incontables sentidos superpuestos. En su obra Cap de Bou, por caso, la operación es apenas la de voltear una A mayúscula para ofrecer la cabeza de un buey.

«Es necesario reencontrar en la imagen de las letras el rastro de una figuración perdida», cree Brossa. Uno de los efectos es la incredulidad y la sorpresa, una sorpresa intrigada por sí misma a la vez que por el delicado desmontaje de un acuerdo de sentido –delicado porque viene de un corrimiento milimétrico, una sobria conexión apenas fuera de lo común–. Brossa se aferra a su molécula de poesía, la A, que utiliza en numerosas variantes. Pero incluso puede construir con menos.

De hecho, con la mitad. Otra de las obras, Sin título 12, de 1989, muestra una letra A partida cuya mitad superior se mantiene en eje, mientras que la inferior desciende en la hoja a la vez que se tuerce en un ángulo de 45 grados. Como una rama recién partida en dos, la letra incluye un movimiento y el movimiento una inquietud. Y obtiene todavía otros desempeños de la misma materia prima: en sus experimentos con poemasvisuales y poemas-objeto, cierta vez Brossa dejó a la letra A tranquila, de pie y entera. Pero gigante y en tres dimensiones. Poema visual transitable en tres tiempos: Nacimiento, camino –con pausas y entonaciones– y destrucción es una escultura que puede encontrarse en los jardines de Marià Cañardo, en Barcelona. Para Brossa fue otro poema visual, y lo completó en 1984 por encargo de los arquitectos del Velódromo de Horta, también a cargo del diseño de los jardines circundantes.

Una letra A de 16 metros de alto corona un recorrido en el que también se desparraman, entre cipreses y algarrobos, distintos signos de puntuación. Un signo de pregunta, un par de corchetes, comillas, un punto, una coma, una barra, un signo de admiración. Frente al velódromo, al otro extremo, una nueva letra A, aunque despedazada, como si le hubiese caído un bombardeo. Sobre los fragmentos, la juventud barcelonesa imprime sus graffitis de noche. Pero, si no los contamos, el poema de Brossa consta de apenas dos letras y diez signos de puntuación. Leerlo lleva, como mínimo, una caminata.

«Descubrimos que / A no es solo A / sino que / A es B / y también que / A es como B», escribe Mario Montalbetti en Sentido y ceguera del poema. «Hacemos uso del desfase y entonces / el lenguaje se convierte en el lugar en el que / las cosas pueden ser otras cosas», avanza.

«Un tajo es siempre un tajo entero», escribió el poeta argentino Hugo Mujica. Es posible imaginar el tajo en mil variaciones, incluso abriendo las sombras que hay detrás de los bastidores que cuelgan por un clavito en algunas paredes. El bastidor de mi mente, por lo general, es blanco. El tajo puede tener la dimensión aproximada de una mano abierta de pulgar a meñique, pero se puede pensar también en un pequeño tajo, un tajo de un centímetro, hasta de un milímetro, si nos esforzamos lo suficiente. La epifanía de Mujica se cumple en todos los casos.

Esto puede informar en algún sentido acerca de la brevedad y la poesía, de lo inestable de las correspondencias lineales aquí. «Lo que dicen las palabras no dura. Duran las palabras. Porque las palabras son siempre las mismas y lo que dicen no es nunca lo mismo», escribe Antonio Porchia y cita Gabriela Borrelli. Pero entonces, ¿cuán breve es lo breve de un poema y cómo mensurarlo, dónde apoyar el centímetro?

Da la impresión de que este poema de Mujica es, además de breve, profundo. El poema se hunde en la hoja, la desgarra. El poema es el tajo. La brevedad, en su acepción más común y corriente, vuelve a ser rechazada por el poema, porque además de profundo, el suyo es un poema imperecedero. No hay tajo que vuelva a quedar ante nosotras sin esa conciencia nueva que nos entregó, que no es tanto un saber como una percepción alterada. El efecto es indeleble. Contra la brevedad, Mujica escribe un poema perpetuo. Un poema irreversible, lo mismo que un tajo.

En una entrevista de su vejez, María Elena Walsh contaba cómo, siendo todavía muy joven, había abandonado la poesía porque sentía que la asomaba a la locura.

«Lejos de agotar una materia, / no hay que tomar más que la flor», cita de La Fontaine el pintor y poeta Hugo Padeletti para presentar Canción de viejo. Lo convoca para compartir el procedimiento con que corrigió las primeras versiones de ese libro, en las que identificaba «una carga excesiva de elementos». Esto le provocaba una molestia que no podía explicarse. Un buen día el libro le reveló su música, que también era su economía. La buscó por medio de un procedimiento que llamó «de poda».

Muchos poetas trabajan así, aliviando los versos, e incluso aprovechan la misma metáfora para explicarlo. Otros hablan de depuración. Ninguno ignora que entrega, sin embargo, el total, del mismo modo que en una estatua se ha entregado el total del mármol.

Cada línea sugiere la enormidad de la que vino, y en esa sugerencia radica su estatura. La forma siempre es el resultado de una compresión, incluso cuando la técnica involucra estiramientos. ¿Volumen, materia y densidad también rigen al poema? Se puede pensar en el principio de todo, en el universo concentrado en el instante previo al Big Bang. Se puede pensar en una pelotita negra, densísima, en la palma de una mano. En la posibilidad de guardarse al Big Bang en un bolsillo secreto.

Hay una pelotita amarilla de ping pong en un museo de Río de Janeiro. «Poesia é coisa de nada», dice sobre la superficie redonda, detrás de un aparador de vidrio. Las bolinhas son una constante en la obra de Lenora de Barros, poeta y artista visual brasileña, y en esa ocasión trabajó con una sola, impresa en letras minúsculas y negras. La bolinha-cosita-de-nada está sobre un pedestal metálico de tres pies, como un premio.

Mientras investiga las formas, Leonora investiga además el tiempo: en otra de sus obras una bolinha en una caja cuadrada de unos 20 centímetros de alto pasa por otras dos cajas, idénticas y contiguas. Las tres cajas blancas tienen, al frente, la leyenda «devolver a Leonora en la caja de al lado», y quien queda delante no tiene otro remedio que pasarla una y otra vez de caja en caja. La poesía, la cosa de nada. Cada pase dura menos que un abrir y cerrar de ojos, pero la pelotita en el aire, mientras tanto, ¿cuánto dura? La cosita de nada, ¿cuánto dura? ¿Cuánto exige? De Barros compone una obra continua.

Ciertamente, la brevedad requiere de algunas salvedades cuando hablamos de la poesía, «la más inocente de las ocupaciones», la que se realiza con «el más peligroso de los bienes», como escribe Hölderlin y desarma Heidegger. Tanto Brossa como Lenora de Barros juegan con el factor inocencia. Algo pequeño puede parecer inofensivo. «No tengo dos palabras», repite Eisejuaz en esa novela monstruosa de Sara Gallardo que podría haber sido también un poema épico. Coisa de nada, sí, ¿pero cómo podría serlo algo que jamás se detiene, que escapa de su propia duración, que se mueve y se expande servida apenas de tres palabras? ¡Y ni una mayúscula!

Para peor Brossa, siempre más austero, mejora la oferta. Una palabra le alcanza, aunque en alta. «POEMA», leemos, siguiendo la línea de la empuñadura de un arma de fuego en una de sus imágenes más famosas.

Cuando intenté responderle a aquel periodista fui atolondrada. Responder es extremadamente difícil y exige un acto de humildad y de renuncia (a tener razón). Toda respuesta defrauda su pregunta, pero esa no era excusa suficiente. La verdad es que fue tanto mi desconcierto que no recuerdo bien qué le dije. Sé que tomé de alguien a quien no supe citar entonces ni puedo citar ahora aquello de que el poema es como un charco con profundidad de océano, pero tras pronunciarlo me arrepentí.

Después seguí discutiendo en mi cabeza con el bendito charco y lo mejoré a pozo: un pozo me había parecido cuando, en una entrevista de su vejez, María Elena Walsh contaba cómo, siendo todavía muy joven, había abandonado la poesía porque sentía que la asomaba a la locura. Pero tampoco un pozo me convencía.

«Leer un poema es como subirse a un submarino / en medio de la noche / y realizar una inmersión bastante profunda / en un mar poco transparente», sigue en el libro citado Montalbetti. Charcos, pozos y océanos, pero en suma ninguna certeza. ¿Por dónde empezar y para qué terminar?

Después de todo, ¿cuál es la unidad mínima del poema? Al catalán Joan Brossa y su poesía visual les alcanza con una sola letra: la A.

Ahora estoy escribiendo y toco las cosas: el charco, que no abandoné por completo, se abisma de tanto insistir en la imagen, cede al profundísimo pozo y se traga las aguas. Caen en catarata instantánea. Nadie lo vio, pero yo lo vi. Puedo ver, incluso, la última gota de líquido limpio despeñándose. Parece una peca de luz en el aire negro, negro, densísimo, ¿y hasta dónde va a llegar, ahora que se hunde en las sombras y ya no puedo seguirla? Para probar las profundidades húmedas y vibrantes del charco doy un pequeño grito. Lo contengo entre las manos queriendo darle dirección hacia el fondo, pero el eco nunca vuelve. Espero un poco, y nada. Otro poco. Nada.

Así de lejos está el final del poema.

También de los «cortitos», como diría mi tío.

Sobre todo los «cortitos».

Las extensiones del poema se tridimensionalizan, nos abandonan como a una cáscara. ¿Cuánto dura un poema? ¿Lo que tarda la vista en cruzarlo, lo que tarda en alcanzar a quien lo lee? Un poema «breve» escondido en un libro que se tarda mucho en abrir… ¿es breve?

La luz del sol es vieja, está a ocho minutos y veinte segundos de la piel. «Nombrar es una luz que prologa una aparición», escribe Mariana Gardella Hueso antes de traducir los versos que Nosis de Locri escribió hace más de dos milenios. «Más dulce que el deseo, nada», leo. Fue una de las primeras mujeres en reconocerse como poeta. Entre ella y nosotras el poema, conservado y restaurado. Un instante, otro instante, un siglo, un milenio, y estamos todavía leyendo. ¿Quién podría decir que este verso de Nosis es cosa breve si necesitó de tantas manos para que le llegue el turno? «Los granos de trigo egipcio germinaron / después de cuatro mil años de sombra», escribe Joaquín O. Giannuzzi en un poema de resucitación que «puede parecer demasiado hermoso».

En el poema, el sentido hierve y se multiplica. La palabra es una semilla hundida. Nadie sabe qué puede traer ni cuánto tiempo más llevará. Capas y capas de significado se apilan como hojaldre. El poema leva en una conciencia de la que no conoce nada, en un tiempo del que participa de espaldas. Como un holograma, sus lados son una proyección y la extensión depende, entre otras cosas, de quien lo lea. Se puede correr cruzado la hoja, tragar en un solo clic versos mutilados de un poema mayor, o se puede releer una y otra vez el mismo verso hasta que, por fin, la semilla hundida brota.

Si volvemos a la música de Padeletti, podemos pensar que el poema es la partitura y cada persona que lo lee, el instrumento. Así, una misma nota puede vibrar durante muy distintos tiempos en, por elegir dos, un triángulo y un violoncello. La pregunta por la duración de la nota no puede desligarse de la pregunta por el instrumento con el que se la ejecuta.

Walter Benjamin escribe: «No todos los libros se leen de la misma manera. Las novelas, por ejemplo, están para ser devoradas». De la navegación de la poesía se desembarca con la seguridad de que ningún poema admite devoramientos sin cobrarse alguna venganza, por más «breve» que sea. Más adelante, sobre el relato antiguo –aunque podría estar refiriéndose a la poesía–, Benjamin escribe: «Él no se agota, sino que almacena la fuerza reunida en su interior y puede volver a desplegarla después de largo tiempo».

Gustavo López, editor del sello VOX de Bahía Blanca, una vez respondió en una entrevista cierta cosa que no recuerda haber dicho. Que, en los poemas, las palabras pueden acumular múltiples sentidos en un solo verso y que leer poesía es un ejercicio importante porque educa en la desconfianza del sentido único.

«Cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa», escribe Alejandra Pizarnik. A su modo, López advertía que el poema de sentido único es un oxímoron. Y si el poema se ramifica hacia dentro del lector o la lectora en todos los sentidos que cobija, y si además cada ramificación inicia sus rebrotes en modo descontrolado, ¿dónde termina? El lenguaje es un virus, creía Burroughs. Si cada sentido reclama una lectura aparte, cada poema es muchos poemas, muchas duraciones aparentes.

En el Festival de Poesía en la Escuela, que se realiza anualmente en Argentina, cierta vez y después de las clases que dieron distintos poetas en los cursos del Liceo Nº 1 de Buenos Aires, las alumnas y los alumnos tomaron los micrófonos en el patio común. Algunos recitaban poemas favoritos, otros se atrevían a leer los propios, los que acababan de escribir a partir de consignas. Hubo un chico que pidió el micrófono y dijo que iba a bailar su poema.

Nadie lo detuvo. Ni bien se consiguió un gran cuadrado de baldosas libres, el chico comenzó a moverse. Parecía una gota de miel cayendo dentro de un pozo. Parecía una pelotita de ping pong detenida en su pico máximo de altura. Parecía un animal anterior a los animales. El virus lo había tomado por entero.

Bailó durante tres minutos con treinta y dos segundos. Su poema era un poema estilizado, flotante. No sé cuánto duró. En mi memoria todavía está bailando.