Tal vez sea la carta, uno de los géneros del discurso, la invención más seductora de la escritura en toda su historia. Poco o nada tiene que ver esta seducción con las funciones puramente pragmáticas de la carta, es decir, con su condición facilitadora de la transmisión de información a destinatarios ausentes. La verdadera esencia de su seducción se revela cuando pone a nuestra disposición su artificio para “salvar” la distancia que nos separa de alguien cuya ausencia nos resulta insoportable, como en el caso de los amantes, o nos aflige de manera cotidianamente angustiosa, cuando la ausencia es la de hijos, padres, esposos.

La colonización de América puso en marcha la primera migración masiva del período moderno. La pobre frecuencia con que salían de España los barcos, la incertidumbre de los viajes, las rutas y destinos mal conocidos, le daban a la distancia una dimensión casi irreal. En tal situación, la carta constituía para los familiares que quedaban o para los que habían partido, el único medio de saber del otro, un medio frágil además (la carta se perdía, el barco no llegaba). Muchas de esas cartas sobrevivieron en archivos. Enrique Otte hizo una compilación que publicó en 1988 con el título de: Cartas privadas de emigrantes a Indias 1540-1616. Leerlas es tener ya una experiencia emocionada, casi fantástica, de las argucias de la carta para cruzar espacios inconmensurables y lograr que la palabra humana vuelva a ser un vínculo entre sujetos separados.

Pero el verdadero paradigma de la seducción de este viejo género de la escritura, es la carta de amor. No hay momentos más desesperantes que esos en que la distancia, la ausencia, se interpone en el deseo de proximidad, de contacto, de fusión, de los cuerpos enamorados. Ya sabemos: “el amor sólo se cura con la presencia y la figura” (San Juan de la Cruz). La carta es el recurso con que los amantes cuentan para ritualizar la ausencia (conjurándola), para hacer como si el ausente estuviera presente, como si el cuerpo del yo pudiera ofrecerse al cuerpo del otro a través de la magia de la carta, esa Celestina. Hay epistolarios de enamorados famosos en el mundo occidental, como el de Abelardo y Eloísa. Son conocidos en Chile el de Carmen Arriagada y Mauricio Rugendas, el de Gabriela Mistral y Magallanes Moure, el de Violeta Parra y Gilbert Favre.

No siempre es propiamente la distancia geográfica la que se interpone entre los amantes. A veces es una distancia interior, o con más exactitud, un “sentimiento” de distancia, que puede ser tanto o más insoportable aún que la separación física para el amante que lo sufre. Frida Kahlo solía incluir en su Diario (publicado el 2005) cartas dirigidas a Diego Rivera, su amor, pero no se las enviaba. Desarmaba así el dispositivo de género de la carta. Renunciaba por lo tanto a la seducción que le es inherente. La carta, ahora mutilada, se convertía en el testigo mudo (pero a la vez elocuente) de una soledad extrema, vuelta sobre sí misma.

Ya en 1948 Pedro Salinas (en El defensor) “defendía” la carta, su seducción, asociada a la distancia, al tiempo lento de la espera (siempre poblada por la imaginación), frente a la escritura escuálida, seca de tiempo, pero veloz, de los telegramas. Casi cincuenta años después, en 1996, un filósofo francés, André Comte-Sponville, vuelve (en Impromptus) sobre el destino de la carta, que ahora se juega en un contexto letal: el de la globalización, el del “tiempo real” de la televisión, el computador, los celulares, un tiempo que anula las distancias y nos hace rehenes de lo instantáneo, de lo simultáneo. ¿Qué irá a ser de la carta, de su tiempo, de su seducción inseparable de la distancia? ¿Qué irá a ser de los amantes, y del amor mismo, entregados a la mediación de esa superficie sin fondo, sin misterio, a la intemperie, del e-mail?