The Ancient Mariner no habría sido
tan bien recibido de haberse
titulado The Old Sailor.

Samuel Butler

UNO
Por primera (y última) vez, comienzo estas líneas citándome a mí mismo. Es algo que no me gusta pero, aquí y ahora, lo hago amparado en que el párrafo que sigue fue el detonante para que se me encargara escribir estas páginas. Y es que sucede que en ocasiones (unas cuantas) nuestros personajes se las arreglan para expresar mucho mejor una idea que pensamos nosotros pero que jamás podríamos exponer con tanta claridad.

Allá va él –en el comienzo de un relato titulado “Sin Título: Nuevas disquisiciones sobre la vocación literaria”, en un libro llamado La velocidad de las cosas– y aquí vengo yo:
“Siempre me causó cierta inquietud (en realidad una muy distintiva y, a mi parecer, comprensible irritación) el modo en que, en ocasiones, los artistas plásticos evitan ponerles nombre a muchas de sus obras. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué quieren decir y decirnos cuando no nos dicen nada o, peor, nos dicen que no tienen nada para decirnos? Así, nos detenemos frente a un paisaje marino; a una galaxia de rombos de colores atómicos flotando en el espacio; a un hombre de espaldas a un bosque cubierto por la nieve; a una sola línea cruzando el lienzo blanco; y –al inclinarnos para ver mejor, para entenderlo todo– nos encontramos con una minúscula etiqueta donde se lee Sin Título y el nombre del artista y una fecha al lado. A veces, para peor (me refiero a la soberbia un tanto desvaída de esos ladrones de guante blanco o de aquellos asesinos seriales que jamás son atrapados) leemos un todavía más soberbio Sin Título N. 47 o Sin Título N. 62 como si la abstracción de lo que no tiene nombre pudiera ser comprendido con la ayuda de lo matemático. Es entonces cuando nos sentimos estafados, fieles abandonados por su Dios en el peor momento de la tempestad sin entender el motivo de semejante castigo. Pero, se sabe, Dios es Dios porque no necesita, no está obligado a dar explicaciones.

‘Tonto, lo hacen para que le pongas el nombre que quieras; para que termines de crearlo’, me dijo una vez una mujer demasiado hermosa para creer en semejante estupidez”.

DOS
Y, sí, de acuerdo con mi narrador: es una estupidez pensar de ese modo porque el título es importante. Muy importante. Y es una responsabilidad absoluta que un artista no puede ni debe delegar en segundos o terceros o milésimos. Mi personaje –quien en ocasiones dice escribir Sin Título a la altura de la línea punteada que sigue a un Profesión: en esos formularios que llenamos para salir de un país y entrar en otro, de países con títulos diferentes– tiene razón en indignarse y yo comparto su indignación. ¿Por qué tenemos que terminar nosotros algo que no hemos comenzado? Y es que, para mí, los títulos siempre fueron importantes, muy importantes.

El título como lo primero que pienso de un libro (con la excepción de La velocidad de las cosas, que salí a buscar desesperado y que demoré bastante en encontrar y cuyo hallazgo –¿magia?– coincidió con el título de una canción nueva de mi muy admirado Robyn Hitchock). Historia argentina, Esperanto, Mantra fueron lo primero que se me ocurrió de Historia argentina, Esperanto y Mantra.

El título de lo que, por lo general, no sé muy bien de qué tratará y cuál será su ocupación.

El título como ojo de cerradura en la puerta de una novela.

El título como el viento que llena las velas y empuja a puerto a una colección de relatos.

El título como la huella digital única, la pupila singular, el Big Bang y el Alfa y el gen clave y definitivo. En mi caso y a diferencia de la Biblia –esa fuente inagotable, junto a la obra de Shakespeare, de títulos para toda ocasión y necesidad– en el principio no es el Verbo. En el principio es el título. O –como muy enigmáticamente reveló Guillermo Cabrera Infante– “el título es siempre lo primero que aparece, tanto a mí como al lector”.

TRES
Aunque el título –nada indiscutible ha sido escrito en cuanto a sus costumbres y modales– también puede ser el Big Crash, el Omega y la bala del final. Dijo Ernest Hemingway: “Yo hago una lista de títulos después de que he terminado el cuento o el libro. A veces llego a apuntar unos cien de ellos. Y después procedo a eliminarlos uno a uno hasta que me quedo con el correcto, o con ninguno”.

Puede ser pero, en lo personal, siempre me pareció detestable ese reflejo más de autómata que automático de titular a una colección de relatos con el título de uno de los cuentos allí incluidos. Me parece algo casi tan terrible –el señalar a un posible favorito o “más importante”– como el poner fotos o retratos de supuestos protagonistas en las portadas para así condicionar al lector con un identikit del héroe. Negándole el derecho de que, por ejemplo, T. S. Garp sea nada más que como uno quiere que sea, que ese T. S. Garp no se parezca al T. S. Garp de ningún otro lector y que –por favor, evitar cueste lo que cueste su adaptación cinematográfica– no tenga el rostro del insoportable Robin Williams.

CUATRO
Y de tanto en tanto –misterio– sé de personas que afirman que el título no les preocupa, no les importa (Milan Kundera ha llegado a decir que cualquiera de sus obras podría llamarse La insoportable levedad del ser o El libro de la risa y el olvido o La broma, que todos sus títulos son perfectamente intercambiables y que “reflejan el pequeño número de temas que me obsesionan y que, por desgracia, me limitan”).

Y –misterio todavía mayor– a veces me encuentro con adictos a esa ciencia oscura e inexacta que es el marketing quienes aseguran que en el título se juega la suerte y el destino de todo producto (por eso todos los lamentables epígonos del ya de por sí lamentable Dan Brown no hacen otra cosa que escribir títulos sin novelas detrás).

Ninguno de ellos tiene razón; pero sí es cierto que en el título se juegan muchas cosas.

El título es la identidad, el nombre propio. Y no me parece casual que varias de las más grandes novelas en la historia de la literatura enarbolen en sus portadas títulos –complejamente sencillos, originalmente obvios– como Don Quijote de La Mancha, David Copperfield, Emma, Tristram Shandy, Kim, Herzog, Daniel Deronda, Drácula, Franny y Zooey, Martin Eden, Madame Bovary, Moby-Dick, Pedro Páramo, Ulises, El gran Gatsby, Lord Jim, Miss Lonelyhearts, Frankenstein, Lolita y siguen las firmas.

Oír sus nombres y está todo dicho y esto implica un doble desafío: porque sea cual sea el título de una novela, el nombre de los personajes es otro título a menudo mucho más difícil de decidir y de ahí que el alemán Heinrich Böll afirmara que “no puedo escribirlos si no sé cómo se llaman. El nombre de una persona es algo sacrosanto para mí. He arruinado muchas cosas calculadas hasta el último detalle por no poder encontrarles el nombre justo”.

CINCO
Aunque también son grandes títulos –por más que no enarbolen los nombres de sus héroes y villanos– La educación sentimental, El juguete rabioso, El corazón de las tinieblas, Las vírgenes suicidas, Matadero-5, El sueño de los héroes, Los detectives salvajes, El hombre en el castillo, Bajo el volcán, La montaña mágica, La exhibición de atrocidades, El mar, Hijo de Jesús, El resplandor, Una casa para siempre, El paciente inglés, Rojo y negro, La isla del tesoro, La vida instrucciones de uso, El corazón es un cazador solitario, Crónica de una muerte anunciada, El proceso, Historia universal de la infamia, Fahrenheit 451, Los siete pilares de la sabiduría y En busca del tiempo perdido (que nunca me convenció del todo pero que no podría llamarse de otra manera salvo que adoptara el magnífico El tiempo recobrado de su último volumen para todos los anteriores).

Y también me gustan mucho las novelas con nombres de lugares: Bullet Park, London Fields, New Grub Street, Metroland, Middlemarch, La Costa Mosquito, Cumbres borrascosas y, sí, yo caí felizmente en esta tentación con Jardines de Kensington.

Y tal vez la historia más interesante en cuanto a títulos literarios se refiere sea la que cuenta el escritor inglés Ford Madox Ford en la carta/dedicatoria a Stella Ford que abre su novela más famosa. Explica allí Ford que su intención original era titularla La historia más triste pero que su editor John Lane lo encontró poco apropiado por encontrarse el continente enfrascado en las idas y vueltas de la Primera Guerra Mundial. Los lectores jamás leerían un libro con ese título, gimió Lane. Por lo que –a modo de ironía– Ford respondió con un telegrama desde el frente de batalla: “Querido Lane, ¿por qué no entonces El buen soldado?” Y Ford dio por terminado el incidente sin imaginarse que su editor se tomaría en serio la broma y que seis meses más tarde –“para mi horror”, escribe Ford– la novela llegaría a las librerías como El buen soldado que, por prepotencia de tiempo transcurrido y grandeza de la obra, ha acabado siendo un gran y perfecto e inevitable título.

Y hay otras mutaciones que son las que se producen cuando el título cruza fronteras y cambia de idioma. De ahí que Grandes esperanzas, Otra vuelta de tuerca, Frankie y la boda, París era una fiesta y Tokio Blues no se llamen exactamente así en sus respectivas patrias. Lo que nos lleva al misterio de esa secta cuyos miembros son invisibles pero se las arreglan para contaminar nuestras existencias retitulando, alucinados, películas (el caso más bestial y absurdo que conozco es el del film Overboard con Kurt Russell y Goldie Hawn estrenado en Argentina con el simpático Un… Dos… Tres… ¡Al agua, pato!). O, si se trata de la rama francesa del asunto, todo lo que se les ponga al alcance del ojo y la mano. Porque en Francia todo cambia de nombre porque sí y Pop. 1280 de Jim Thompson se llama allí Pop. 1275 y, ya que estamos, en las librerías de París, mi Historia argentina responde al nombre de L’homme du bord extérieur. Enfrentado al hecho –al hecho por otra parte consumado– resolví no pedir explicaciones porque estaba seguro que los responsables me mirarían con la impaciente dulzura con que se mira a los locos, a toda esa gente que se preocupa mucho a la hora de ponerle el título a su libro.

SEIS
Y está claro que la cuestión no termina aquí. El síntoma y el enigma se extiende a los nombres artísticos (todas esas teorías nunca clarificadas por el responsable que van de lo lírico a lo conspirativo para explicar por qué fue que Robert Allen Zimmerman decidió convertirse en Bob Dylan), a los alias, a las dobles personalidades. A por qué tienen determinados colores los países en los mapas y globos terráqueos. A los nombres de las bandas de rock (se sabe que Ringo Starr es el más talentoso titulador pop) y a los títulos de álbumes y canciones y de cuadros y de películas (2001: Odisea del espacio es un pésimo título porque obliga a envejecer y a quedar atrás al que seguramente sea el único film de sci-fi que no ha envejecido ni un segundo).

Y –volviendo a lo del principio, a esa cita conmigo mismo– el dilema va a dar a la solución y al placer de contemplar ese cuadro donde, de espaldas a nosotros, una mujer yace sobre un campo y, en la distancia, se alza una casa. Y a la felicidad de descubrir que todo eso se titula El mundo de Christina porque alguien –Andrew Wyeth– decidió que así fuera. Y alejarnos de allí pensando en cuánto peor, cuánto más difícil, cuánto más feo sería el mundo nuestro si El mundo de Cristina se titulara Sin Título.

SIETE
Y después de todo –después de dar la vuelta y de atravesar el universo– descubrimos que el verdadero misterio está más cerca de lo que pensábamos. Y que nos persigue y nos alcanza a todos. Y que ese misterio es el misterio de nuestros nombres.

Los nombres que nos ponen y nos imponen. Nacemos sin título y enseguida nuestros padres nos titulan sin consultarnos y nos obligan a, resignados, cargar con el estigma de algo que nos cayó del cielo y que –salvo que nos metamos en lentos y costosos procesos jurídicos– ya nunca podremos sacudirnos y corregir. (Entre paréntesis, un comentario doméstico: meses atrás me vi obligado a titular a mi propio hijo y su título es Daniel y el criterio utilizado y la decisión tomada antes de su nacimiento fue que el suyo fuera y sea un nombre que se escriba igual y se pronuncie más o menos parecido en todos los idiomas porque vaya uno a saber dónde acabará viviendo y, dirán que estoy loco, pero resulta que Daniel tiene la inequívoca cara y sonrisa y ruiditos de alguien que sólo puede titularse Daniel.)

Mucho más avanzados y civilizados, pienso, eran los aztecas y los antiguos egipcios quienes recibían un nombre pasajero y con fecha de vencimiento de parte de sus progenitores que, a los siete años de edad, desaparecía y daba lugar a uno definitivo elegido por su propio portador.

Aunque tal vez la idea fuera buena en teoría pero complicada en la práctica. Porque tal vez los siete años no sean una buena edad para auto-titularse. Porque, seguro, hoy abundarían las Shakiras González y los Spider-Man Maturana y los Play Station Vicuña. Quizá lo mejor sería pasar por la vida con varios nombres, con unos cuantos títulos descartables que se fueran modificando –y mejorando– según el ritmo y la biografía y los logros o las desgracias. Un nombre de niño, otro para el matrimonio, uno diferente para la paternidad, uno más a la altura del divorcio, otros tantos para lo que cada uno prefiera y necesite… hasta alcanzar el definitivo y acaso el mejor: aquel nombre que, como una última voluntad, crecerá en nuestras lápidas.

Y así –concluida la buena o mala novela de nuestras existencias, finalizado el relato de nuestros días y nuestras noches, sin que nadie pueda arrogarse el derecho de terminar de crearnos a los golpes o a los besos– arribar a la paradoja de ese título último y mejor al que ya nunca podremos responder.