Las cartas entre Robert Lowell y Elizabeth Bishop, dos grandes de la poesía de Estados Unidos, son 459 en total. El libro en que se publicaron, en 2008, excede las 800 páginas. En la portada se ven ambos en Río de Janeiro, mirándose, con el Pan de Azúcar de fondo. (Bishop vivió muchos años en Brasil; Lowell y su segunda mujer Elizabeth Hardwick, residentes en Nueva York, la visitaron allí en 1962). Al ir leyendo, la cantidad de vida –poética y de la otra– que se levanta desde sus páginas me hizo pensar en uno de esos libros desplegables de la infancia, que al abrirse crean un espacio tridimensional, una maravilla inesperada entre los lomos.

Tengo fascinación por las cartas ajenas. Los muchos tomos de la correspondencia completa de Virginia Woolf me hipnotizaron durante años. Esperaba ansiosamente la publicación de cada uno. Mi fascinación era literaria, pero también un poco chismosa. Su personaje cambiaba según sus destinatarios; así, ella misma resultaba inesperadamente camaleónica. Podía ser sumamente indiscreta e hiriente, hablando de terceros; podía ser incisiva, inteligentísima, vulnerable y muy graciosa. En esas cartas se veía, además, el lado más doloroso, más incierto de su proyecto como escritora. Muchas ideas aparecían y se consolidaban; muchísimas más se perdían. Era aguda, y entendía mucho, pero inevitablemente tenía sus límites, como se podía ver en sus comentarios sobre Ulysses, o en la evolución de su compleja amistad con Katherine Mansfield.

Pienso en esa correspondencia en contraste con la de Lowell y Bishop. Aquí, los interlocutores, siempre los mismos, hacían su historia entre los dos. Se iban desarrollando en el tiempo, cambiaban, uno frente al otro; se explicaban, se justificaban, terminaban por comprenderse. Desde un primer contacto de admiración, cuasi-amoroso, hasta la firme amistad que sobrellevaba cualquier descalabro personal. Y no fueron pocos los descalabros, por lado y lado; Lowell podía pasar temporadas internado por trastornos que hoy se llamarían bipolares, ella tendría que tomarse “descansos” para reponerse del alcoholismo, cada uno sufría desastres afectivos enormes y muy difíciles de superar. Pero la confianza era total, sobre todo en cuanto pares en la poesía, y en la mutua exigencia. Lowell, en vida más famoso que ella, buscaba siempre la opinión y el consejo de Bishop, a poet’s poet’s poet, en frase de John Ashbery. Muchos poemas de él, algunos de ella, llevan modificaciones sugeridas por el otro. Es difícil encontrar una conversación escrita de ese nivel acerca de cómo se hace la poesía. Sirve para aprender y para sorprenderse. En tono de conversación, con suspenso, con amenidad.

Eran, ambos, poetas de su tiempo. Las cartas contienen reflexiones ácidas sobre experiencias sociales y políticas en Estados Unidos (Lowell fue figura de la disidencia) y en Brasil, en tiempos de Carlos Lacerda y João Goulart. En cuanto a lo literario, ambos admiraban a Marianne Moore, a Pound, a Auden y a Eliot entre sus mayores, y a John Berryman, Randall Jarrell, Delmore Schwartz, Mary McCarthy entre sus coetáneos; en Inglaterra, Lowell consideraba sobre todo a Philip Larkin, y en Brasil, Bishop tradujo y difundió, entre otros, a Drummond de Andrade y Vinicius de Moraes. Observaban con sospecha, bien cómica a veces, a poetas más jóvenes como Allen Ginsberg, Sylvia Plath o Anne Sexton. La irónica carta acerca de la visita de Ginsberg y sus amigos a la casa de Lowell en Nueva York es digna de una cita que no me cabe en este espacio.

En fin, y gracias a una impecable edición, el lector accede a un mundo, social, político y literario, visto con agudeza; a la exposición de ese mundo y también de los sesgos de ellos dos, estos corresponsales, que lo describen en un tono de intimidad y de confianza solo posible en las cartas privadas. Pero, por sobre todo, puede dar un vistazo insuperable a la trastienda, al taller, al oficio de dos excepcionales poetas –al arte de la poesía, siempre capaz de esquivar las definiciones.