En el documental, la técnica para entrar en aguas profundas con los entrevistados consiste en persistir hasta que las palabras salgan sin filtro, hasta que los gestos se vuelvan automáticos, espontáneos. Se entrena el ojo, se vuelve escudriñador, y el oído aprende a identificar aquellos sutiles matices en las entonaciones de la voz, que marcan muchas veces grandes diferencias. Los diez primeros años de mi carrera estuvieron marcados por la búsqueda incesante de testimonios anónimos, en 2001 ya sumaban más de 500 personas. Hice cientos de entrevistas en las que hurgué en la intimidad afectiva, social, sexual y emocional. En esa trama entró, de alguna manera, Anita Alvarado y su historia, la que quería contar.

Durante tres meses la periodista Francisca Araya y yo entrevistamos a Anita Alvarado, bautizada ya por la prensa como la Geisha chilena, para escribir su libro, Mi nombre es Anita Alvarado. Tres o cuatro veces por semana, en largas sesiones, recorrimos su vida de ida y vuelta. Y así se fue armando la estructura y prendiendo el deseo autobiográfico. La historia no fue dictada, se organizó en torno a las respuestas a cientos de preguntas que muchas veces fueron repetidas de distintas maneras al pasar los meses, con diferentes énfasis o como aseveraciones para ver si el discurso cambiaba, sobre todo en los puntos más escabrosos de su vida. La deslenguada Anita tal vez no quiso contar muchas cosas, quizás mintió hasta el cansancio, pero era su historia y en lo único que aplicó su censura de autora fue en los pasajes más íntimos concernientes a su familia.

El sexo era un gran tema por cierto, para muchos el único tema. Entonces yo había escuchado, no sin pudor, muchos relatos de mujeres que ejercen el comercio sexual. Este caso, para nuestra sorpresa, era distinto. Las palabras usadas por Anita no requirieron de cambio alguno, porque nuestra entrevistada era más bien técnica en los detalles y su vocabulario bastante blanco para hablar sin tapujos de los vericuetos de su vida como prostituta (así, a secas, nunca se refirió a su trabajo con eufemismos). La penetración era penetración, las mamadas eran las mamadas y el pene, pues el pene. Ahora bien, las modalidades del comercio sexual en Japón no dejaban de ser

sorprendentes y procaces.Al llegar el libro a manos de la editora Andrea Palet, su primera duda fue si habíamos suavizado ciertas palabras, pero, también para su sorpresa, Anita Alvarado así hablaba de su vida íntima. Sí, había algunas particularidades como “me salió un cuadre esa noche”. Lo que en la traducción castellano-castellano significaba tuve un cliente esa noche. Tal vez influyó la asepsia japonesa o la admiración de esta chilena por el modo de hablar de sus colegas colombianas, que también se buscaban la vida por esos lados.

Anita, a la que los medios ya habían dado voz para decir lo que se le antojase, tenía que estar presente como una persona de carne y hueso en su libro, lenguaraz y brutal, leal a ese personaje incombustible que es o que ella misma creó. Por eso, al escribir, al ponerse en el lugar del otro, con una vida al frente a decir menos bastante particular, había que ser respetuosa y no contaminar las atmósferas.Con temor le presentamos los primeros capítulos, los que leyó sentada en su cama, en la misma que dormía apiñada con sus cuatro hijos de ese entonces y en la casona de Chicureo, que también en ese entonces la convertía aún más en un personaje. En voz alta fue página por página, hasta terminar las últimas palabras del capítulo tercero de su vida. Y se emocionó y dijo lo que más importaba, “parece como si yo lo hubiese escrito”.Anita creía que su vida merecía ser contada, como la de todos quizás, pero por ella. Aunque al final sea una historia más aciaga que seductora.