Aviso: quien me haya empezado a leer atraído por el tono iconoclasta del título ya puede dejarlo correr cuando llegue a este punto y coma; el contenido de este artículo no responde en absoluto al título que lo anuncia. Si todavía queda algún lector que no haya pasado la página, se preguntará con razón por el motivo de una estupidez semejante; la respuesta es simple: la primera obligación de una persona decente es ganarse la vida y si, en vez de diseñador, uno no es más que un simple escritor de artículos y además no se llama Francisco Umbral, ni Fernando Savater, ni Quim Monzó, ya me contarán ustedes cómo consigue que alguien lea una sola línea de lo que escribe sin tener que inventarse cosas como ésta. ¿O es que habrían pasado del título si le hubiese puesto: “Defensa de la crítica literaria”; o mejor aún: “¡Viva la crítica literaria!”? Sean sinceros: ¿no habrían pensado que soy un salvaje que acaba de aterrizar en este inmenso corral postmoderno que es Barcelona sin haber leído a Derrida, ni a Emmanuel Bove, ni a Paul de Man, ni siquiera a Roger Scruton? ¿Eh? Bueno, ahora que me he quedado prácticamente solo ya puedo empezar.

Decía François Truffaut que cuando se pregunta a un niño qué querrá ser cuando se haga mayor no hay manera de que responda que querrá ser crítico. Es una verdad desoladora: al pobre crítico no lo pueden ver ni las criaturas. A pesar del aura beata que envuelve cualquier palabra adornada con el adjetivo “crítico” (espíritu crítico, lectura crítica, pensamiento crítico: como si en realidad pudiera haber un espíritu, una lectura o un pensamiento auténtico que no fuesen críticos), el infeliz a quien endosan el sambenito arrastra una vida amarga. Hoy día es prácticamente imposible abrir un libro sin leer cosas como ésta: “Hay una secta de sabios en la república literaria que lo son a poca costa: éstos son los críticos. Años enteros y muchos, necesita el hombre para saber algo en las ciencias humanas; pero en la crítica, cual se usa, desde el primero día es uno consumado”. Me equivoqué: la cita no es del día; es de hace un par de siglos: don José de Cadalso escribía esas palabras hacia finales de 1773, pero me gustaría saber cuántos escritores de 1989 no suscribirían el dictamen. Porque tampoco esta señora que se nos ha instalado en casa sin pedir permiso a nadie, la Postmodernidad (de la que hay quien asegura que se podría decir lo mismo que la Rochefoucauld decía del amor y que más o menos repitió don Antonio Solís en estos versos horribles: “Amor es duende importuno/ que revuelto al mundo tray: / todos dicen que le hay, / mas no lo ha visto ninguno”), tampoco esta señora, digo, le sienta bien a la crítica literaria. Acabo de leer que Joseph María Ruiz Simon, ultimísimo filósofo catalán, la considera “una reliquia despistada que se empeña en desconocer que su única y última función es hacer que funcione el mercado editorial”. Esta gente es una irresponsable: ¿Qué quieren? ¿Qué cerremos el chiringuito y nos volvamos para casa? ¿Y los niños? ¿Y la mujer? ¿Es que quieren condenarnos a todos al paro? Porque lo que no tienen en cuenta estos apocalípticos es que si la crítica literaria se va al garete la literatura la seguirá por el mismo camino al cabo de dos días, justo el tiempo que la gente tarde en darse cuenta de que una y otra son casi la misma cosa: la única diferencia es que la materia prima del escritor es sobre todo la realidad, mientras que la del crítico literario es sobre todo la literatura. Por eso, si la crítica literaria está muerta, también lo está la literatura.

Bien: pasemos al siguiente problema. ¿Qué debe hacer la crítica literaria para no ser un objeto decorativo perfectamente inútil, apto sólo para entretener los ocios de las señoras bien? En los años 70, en París -cuando París todavía era París-, se organizó un rifirrafe tan necio como se quiera, pero que resulta ilustrativo porque de hecho resume un contencioso que se plantea desde que la crítica literaria es crítica literaria. En una esquina del ring estaba la crítica digamos filológica; en la otra, la crítica digamos teórica. Los teóricos acusaban a los filólogos de no tener una sola idea en la cabeza, de enterrar los textos bajo una montaña de datos inútiles, de pensar: “Si los datos no explican el texto, la culpa es del texto; los filólogos acusaban a los teóricos de tener demasiadas ideas en la cabeza, de lanzarse irresponsablemente a especulaciones sin ningún fundamento real en los textos, de ser, como diría Gabriel Ferrater, ignorantes propulsados sin control, de pensar: “Si la teoría no explica el texto, la culpa es del texto”. Si hubieran leído al joven Galdós, los teóricos habrían sin duda puesto como ejemplo del personaje que atacaban a don Severiano Carranza, una de cuyas obras trataba de si el Arcipreste de Hita tenía o no la costumbre de ponerse las medias del revés; si hubieran leído al viejo Lionel Trilling, los filólogos seguramente habrían citado unas palabras que en castellano deben de sonar más o menos así: “El error característico del intelectual de clase media de nuestro tiempo es su tendencia a la abstracción y el absoluto, su repugnancia a conectar la idea con el hecho, especialmente con el hecho personal”.

El veredicto del combate fue un nulo, pero por estos andurriales, aliñadas con ingredientes puramente cretinos (por ejemplo: el menosprecio de los críticos digamos periodísticos por los críticos digamos académicos, y viceversa), las bofetadas todavía continúan. En Inglaterra, en cambio, ganaron el combate al primer round. ¿Que cómo? Muy sencillo: convirtiendo la celebración pugilística en un pic-nic. La tradición de la crítica literaria inglesa enseña que sólo son pertinentes los datos que explican o enriquecen un texto, y que sólo son pertinentes las ideas que un texto nos autoriza a extraer de sí mismo. O dicho de otra manera: que los datos sólo se convierten en ciencia si están al servicio de una interpretación; Ortega no se cansaba de repetirlo: Ciencia no es erudición, sino teoría. La laboriosidad de un erudito empieza a ser ciencia cuando moviliza los hechos y los saberes hacia una teoría. Para esto es menester un gran talento combinatorio compuesto en dosis compensadas de rigor y de audacia”. Rigor y audacia, desde luego, pero también una actitud de máximo respeto por la literatura, derivada de una modestia irrenunciable según la cual la primera condición para leer bien un libro es pensar que el autor es mucho más inteligente que uno mismo. Justamente era más o menos eso lo que W.H. Auden le exigía a un buen crítico. Y como ya está bien de hacerles perder el tiempo, mejor será que dejemos hablar a quien más sabe.

En un artículo recogido en The Dyer’s Hand, en medio de una serie de observaciones tan sensatas como brillantes (por ejemplo: un buen crítico tiene que ser antes que nada un buen escritor; por ejemplo: lo único que puede perseguir un crítico al hablar mal de un libro es lucirse), Auden enumera los servicios que este caballero puede prestarle al lector: 1) presentarle autores u obras que antes no conocía; 2) convencerlo de que ha infravalorado a un autor o a una obra porque no los ha leído con suficiente atención; 3) mostrarle relaciones entre obras de épocas y culturas diferentes; 4) hacer una lectura de una obra que aumente su valoración de ella; 5) aclarar el proceso de elaboración artística; 6) aclarar la relación del arte con la vida, la ciencia, la economía, la ética, la religión, etc. Los tres primeros servicios -continúa Auden- exigen erudición: ésta tiene que ser útil, es decir, debe enriquecer el texto y al lector. Los tres últimos exigen penetración, es decir, capacidad de plantear cuestiones importantes. Ya tenemos a los dos púgiles tomándose un gin-tonic en vez de hacerse una cara nueva.

Hasta aquí, excepto el boxeo, Auden. Ahora bien: ya sé que habrá quien asegure que sus palabras no tienen la menor vigencia en nuestra época, pues ignoran las condiciones objetivas de una sociedad mercantilizada donde el arte es un mero objeto de consumo, etc. Otros sostendrán que los argumentos de Auden carecen de sentido en un país donde no hacen ninguna falta artículos titulados “Cómo acabar de una vez por todas con la crítica literaria”, porque ya hay una peña de especialistas que se aplica con conocimiento y pasión dignos de mejor causa a esa labor en los suplementos culturales de los periódicos, no sólo duplicando de forma subrepticia la sección de humor, sino también poniendo en peligro el pan de los hijos de los demás críticos y de gente tan respetable como Perich y compañía. La verdad es que no me siento autorizado a rebatir la primera objeción; en cuanto a la segunda, diré esto: puestos a hacerle la competencia a Perich, que sea por lo menos una competencia leal. Quiero hacer una propuesta constructiva. No seamos hipócritas: ya que no somos capaces de prestarle al lector ni uno solo de los servicios que pedía Auden, dediquémonos abiertamente a hacer reír al personal. No seamos hipócritas: cambiemos con honestidad los títulos de nuestras secciones; nada de “Babelia”, nada de “La esfera”: pongámonos directamente “De l’any vuit i del dia” o, como mucho, “Sala de máquinas”. Ésta es, si no me equivoco, la única manera de que dentro de cuatro días no nos veamos todos en la calle y sin trabajo.