El presente

Presentación de Álvaro Bisama

¿Qué significa ser lector? No lo tengo claro. Antes sí. Era más fácil. Ser lector implicaba leer libros. Luego eso se volvió más complicado, más denso, más idiota. ¿Qué significa ser lector ahora mismo, en el presente? Ahora se me ocurren dos alternativas. La primera tiene que ver con lo que creemos o entendemos que son ciertos lectores sofisticados, esos que siguen con atención las novedades europeas, que babean por algún polaco muerto de cirrosis, que escriben reseñitas sin sangre en revistas de papel couché y tratan de quedar bien con alguna editorial indie española para que les manden algún nuevo librito nuevo de otro polaco o ruso o norteamericano con el hígado aún más destrozado y hecho picadillos.

La otra respuesta es Quintín. La otra respuesta es el goce, la rabia, la sospecha, la frustración, la grafomanía, el humor, la compulsión.

Permítanme que me explique y, con eso, presente al invitado. Quintín no se llama Quintín sino que Eduardo Antín y fue alguna vez crítico de cine, codirigió una revista clave en Latinoamérica sobre el tema (El Amante), fue programador y director de un festival y luego, junto con Flavia de la Fuente, su mujer, se fue a vivir a la playa huyendo del kischnerismo y de la ciudad; dedicándose a leer y a ver películas y seguir el fútbol. Pero eso, que parecía un escape no significó reclusión alguna. Las notas sobre ese exilio interno, sobre esa huida, jamás fueron secretas: están en el twitter de Quintín, en las columnas que publica en Perfil y en las entradas de La Lectora Provisoria, el blog que mantiene con Flavia (quien, además, lo ha convertido en un actor incidental de sus películas) donde se ocupa de todo lo que interesa.

Vuelvo a la pregunta, entonces: ¿Qué significa ser lector? Quizás, en las entradas de La Lectora Provisoria está la respuesta. Ahí Quintín salta de una novela de espías a una película rusa, de un partido de fútbol a lo nuevo de César Aira. ¿Qué significa ser lector? Leer sin preocuparse más que de la preocupación de leer, haciendo preguntas incómodas y dando más respuestas incómodas aún. Leer significa  tratar de entender lo nuevo, de cuestionar el pasado de lo obvio, significa estrellarse contra el azar, significa el aburrimiento y el asco pero también la generosidad. Leer significa buscar librerías perdidas, citas perdidas, libros perdidos. Leer significa dejar un libro a la mitad dando cuenta de ese aburrimiento, volviéndolo la pista de algo que aún no sabemos. Leer significa escribir una y otra vez, hasta la extenuación, detallando lo que sucede en la obra ajena pero también permitiendo que mis lecturas consignen la irrupción de lo cotidiano, la asociación imposible entre tramas y obras irreconciliables, tratando de superar la perplejidad de esos encuentros imposibles.

¿Qué significa ser lector? Significa tener una mirada y convertir esa mirada puede ser una especie de horizonte, un punto de fuga que también es un espejo. Eso compete a la literatura pero también al cine. Para entenderlo, para  comprender cómo Quintín y Flavia entienden al cine basta leer sus diarios de Cannes, un libro que acá editó Gonzalo Maza para Uqbar, y que a mí me parece un volumen feroz y a la vez tristísimo sobre el viaje o la idea del viaje, sobre la picaresca del cine y la muerte del cine y el futuro del cine. En ese libro, que mi amigo Christian Ramírez definió como una de las mejores novelas que había leído, no solo están detallados lo modos en que la industria del cultura ha cambiado en los últimos veinte años sino también un ejercicio a cuatro manos que solo puede existir como el saldo de una lejanía, volviendo cada voz un reflejo de la otra, convirtiendo a su escritura (la de la crónica o crítica de cine pero también la de propia experiencia) en algo único e irrepetible.

Empiezo a terminar y vuelvo a la pregunta: ¿Qué significa ser lector? Recuerdo que hace casi quince años, alguien me prestó un número de El Amante, donde venía un largo reportaje, un monográfico quizás, sobre la obra del cineasta John Cassavetes. No sé por qué, pero leí ese reportaje, y la revista completa, varias veces. Yo vivía en otra ciudad y en otra región. El amigo que me prestó la revista me pidió, luego, que se la devolviera con cierta urgencia. No sé por qué, pero recuerdo ese texto con especial cariño: describía la filmografía del autor de Maridos y Torrentes de amor con precisión y algo de intriga y me parecía que cada resumen de sus películas era una novela condensada, una pieza de ficción literaria falsa, acaso apócrifa. Por supuesto, no le devolví la revista, aunque luego la perdí. Mi amigo, que quería desesperadamente volverse un cinéfilo, la atesoraba pero me debía un par de libros que ahora no recuerdo. No sé si él había visto algo de Cassavetes, pero no importa. Creo que yo tampoco. Repito: eran otros tiempos, otra vida.

Lo que importa: anoche le pregunté a Quintín si recordaba ese texto de El amante. Me dijo que no. Me dijo que tal vez. Luego me dijo que no se acordaba de lo que escribía ni con quién se peleaba. Por supuesto, me pareció una salida de madre, una exageración pero también una especie de opción de lectura, de vida. Pensé: quizás Q tiene razón. Pensé: Q habita en el presente, Q escribe y lee y ve películas en el presente. Ahí sucede todo, de tal modo que las entradas de La lectora provisoria son ensayos sobre cómo leer aquí y ahora, cómo establecer cartografías con la fugacidad de un minuto que se nos escapa, como crisparse con esas imágenes y esos segundos, cómo odiar el presente mientras se buscan pistas para habitarlo.

Me gusta aquello porque eso significa una fuga hacia delante, hacia la sospecha pero también hacia el descubrimiento de lo secreto, hacia una trama invisible que solo existe porque él es capaz de verla, de sospechar, de gozar, de perderse en ella y con eso descubrirla ante nosotros, los lectores del lector.

 

 

Cine, literatura y visibilidad

Quintín

 

 

No sé si conocen a Eduardo Lalo, un escritor que nació en Cuba y emigró a los dos años de edad a Puerto Rico. Por mi parte, nunca había oído hablar de Lalo hasta que descubrí en una librería de Buenos Aires que la editorial argentina Corregidor había publicado cuatro libros suyos entre 2012 y 2014. Todavía no me explico por qué Corregidor (que últimamente no se caracteriza por sus aciertos) decidió inaugurar hace poco una colección titulada Archipiélago Caribe y ocuparse de Lalo, incluso antes de que este ganara en 2013 el premio Rómulo Gallegos por su última novela (claro que el Rómulo Gallegos tampoco es un premio tan significativo, suponiendo que algún premio lo sea). Si Lalo fuese un escritor finlandés, rumano o aun brasileño, apostaría a que la publicación de sus libros en el extranjero es posible gracias a una fundación encargada de difundir las letras nacionales. Pero no me imagino que Puerto Rico tenga una institución semejante, aunque bien podría estar equivocado, ya que sabemos muy poco de Puerto Rico: como explica Lalo, Puerto Rico es invisible y sus escritores lo son aun más.

Lalo es poeta, narrador, ensayista, profesor, artista plástico y cineasta. Toda su obra tiene un tono autobiográfico. Pero uno de los libros publicados por Corregidor es una colección de ensayos titulada Los países invisibles y allí expone lo que bien podría llamarse su «teoría de  la invisibilidad». Lalo expone su contraparte narrativa en novelas como La inutilidad y Simone. El concepto de invisibilidad excede la obvia constatación de que Puerto Rico es tan invisible desde Europa como desde América del Sur. Pero Lalo empieza Los países invisibles hablando de Venecia, una de las ciudades más visitadas del planeta, para explicar que al haberse convertido en una copia de sí misma, al servicio de un turismo que va allí a constatar su existencia, hoy no hay modo de ver en Venecia algo diferente de las postales que la retratan. La hipervisibilidad, dice Lalo, convierte a Venecia en invisible.

De todos modos, el epicentro de la invisibilidad es la ausencia de los países periféricos o marginales en la consideración de quienes habitan el Primer Mundo y de quienes, en la periferia, configuran su visión cultural a partir de lo que el Primer Mundo rastrea en sus radares. No es una idea nueva: todo el mundo sabe que un cineasta se hará conocido tras ganar un Oscar o ser descubierto en Cannes y que la obra de un escritor latinoamericano circulará en los países vecinos después de ser publicada por una editorial española. Pero Lalo descubre, por ejemplo, la invisibilidad de la literatura valenciana, hecha por escritores condenados a no llegar a Madrid porque escriben en un idioma que ni siquiera es el catalán que los haga pasar por Barcelona. « ¿A qué está condenado un escritor en valenciano? ¿A ser un poeta catalán o a ser, en Zimbabue, un empleado del Instituto Cervantes?», se pregunta. Y luego describe un arco de invisibilidades, un continuo cultural que se va alejando de lo masivamente globalizado, o sea de lo único que se ve desde todas partes. La revelación de la invisibilidad hiere como un rayo y Lalo utiliza este efecto citando a Ryszard Kapuscinski en El imperio. Primero habla de un poeta azerí que escribe en cirílico y se dispone a desaparecer, porque en su país el alfabeto cirílico está a punto de ser asesinado por el latino o el árabe, según quien se imponga en las luchas étnicas y políticas. Lalo remata con otra cita de Kapuscinski, a propósito de la dominación soviética sobre los pueblos de su Imperio:

No todo el mundo se da de que el turco es el grupo de lenguas más numeroso en la Unión Soviética. Uzbecos, tártaros, kazajos, azerbaiyanos, chuvasios, turcomanos, bashkirios, kirguises, yakutios, dolganos, karakalpacos,  kumycos, haguzos, tuvinos, uyguros, karachayevos, chakasos, chulymos, altayos, balkarios, nogayos, turcos, shortos, karaímos, judíos de Crimea y tofalos hablan lenguas pertenecientes al grupo turco.

Me resulta inevitable sentir cierta conmoción frente a ese párrafo. Permítanme agregar que, mientras lo transcribía, el corrector ortográfico se negaba a reconocer la gran mayoría de esos nombres que han quedado fuera del mapa lingüístico. Y permítanme agregar también que me sorprendí mucho al leer a Lalo y comprobar algo tan básico y tan revelador de mi ignorancia como que en Puerto Rico se habla mayoritariamente el español, no el inglés ni alguna forma de spanglish. Pero si se sigue el hilo del razonamiento, se ve que no solo por cuestiones lingüísticas sino más bien por las características de la globalización, para las comunidades que no trafiquen con el mainstream cultural globalizado no parece haber otro futuro que la precariedad y la desaparición. Y eso es irreversible. Por ello, mientras un artista periférico anhela ser descubierto, Lalo propone más bien lo contrario: resistir como una especie en peligro y garantizar la diversidad mediante su solitaria perseverancia aun siendo invisible o precisamente gracias a serlo.

«Existe una soberanía extrema en quien no espera nada, en quien mira desde la transparencia de la sombra, que es el único lugar desde el que se ve sin ser visto».

Es una frase extraña, que no sé si la compartirían muchos escritores, pero se me ocurre que entre los chilenos podría sonarle bien a Marcelo Mellado.

En Desvíos, un libro del crítico español Ignacio Echevarría publicado por Ediciones UDP, el autor expone en el prólogo un acercamiento al tema que me parece diametralmente opuesto al de Lalo. Tras enunciar los males de la globalización, la industria editorial y el paternalismo ibérico (allí estamos todos de acuerdo, incluido Lalo), Echevarría propone enfrentar la falsa disyuntiva entre escritores locales e internacionales. Lo cito, aunque el párrafo en cuestión está tan lleno de condicionales que ustedes se perderán seguramente:

El incremento innegable de la circulación entre España y Latinoamérica de la narrativa que se hace allá o acá tiende –por encima y  por debajo de todas las excepciones que se quieran señalar– a la progresiva consolidación de, por así decirlo, dos circuitos literarios que actúan superpuestamente. Estaría, primero, el circuito local, o nacional: aquel en el que, tanto por lo relativo a la lengua literaria empleada como al tipo de referencias compartidas, cabe hablar propiamente de –pongamos– narrativa chilena o argentina o peruana o colombiana… Y habría luego otro circuito, mediado por la centralidad que en él adquiere la industria editorial española. Este último sería el de la narrativa latinoamericana propiamente dicha. Esta no estaría constituida por la suma de las interesada de ellas, que no se realizaría con tampoco con criterios exclusivos de comercialidad o calidad, sino con criterios, sobre todo, de intercambiabilidad. Conforme a ello, lo que colocaría a un determinado narrador en el circuito de la narrativa latinoamericana sería, antes que nada, su traducibilidad al idioma propio de esta entidad específica –la narrativa latinoamericana– que no alude tanto a una comunidad como a un mercado y que, en cuanto tal, carece de identidad. Considerados desde este punto de vista, los narradores latinoamericanos se enfrentarían de forma cada vez más dramática a la alternativa de postularse a sí mismos para uno u otro de los circuitos señalados, que entretanto irían conformando, de un modo cada vez más contrastado, dos relaciones distintas con la materia con que el narrador trabaja. En los extremos de esa alternativa se hallarían el escritor local (o nacional, desprendido este término de connotaciones reivindicativas) y el escritor internacional (categoría que suplantaría la vieja alternativa del escritor cosmopolita).

Para escapar a esa disyuntiva, para «encontrar una vía plausible de reconciliación entre los dos extremos arriba señalados», Echevarría propone la extraterritorialidad y cita como paradigma de ella la obra de Roberto Bolaño porque «no trata de sustraerse a las especificidades de la lengua, la narrativa en cuestión, sino de hacerlas fecundar en un ámbito en el que esas especificidades interpelan, se matizan y se contrastan; un ámbito común que funciona a la vez como caja  de resonancia y amplificador de los conflictos planteados».

Confieso que dos palabras que usa Echevarría a mí me producen particular urticaria. Son comunidad e identidad, que él contrapone a mercado, tres conceptos que me parecen falsos e irrelevantes para hablar de cine o de literatura, pero que tienen fuertes connotaciones en la discusión política de la última década entre liberales o neoliberales y populistas de todo tipo. Para fijar las ideas, no me parece que Alvaro Bisama y Rafael Gumucio pertenezcan a la misma comunidad. Son dos escritores muy interesantes, uno que domina las palabras y sabe que jugando con ellas las ideas aparecerán inevitablemente, y otro que procede de manera opuesta: juega con las ideas porque sabe que se pondrán solas en palabras. Lo que quiero decir es que Bisama y Gumucio pueden convivir, enseñar en la misma universidad, pueden ser amigos, no sé. Incluso ayer participé en una cena en la que estaban ambos. Pero no son escritores que tengan mucho que ver entre sí o, en todo caso, habría que ver qué tienen en común antes de encerrarlos en una comunidad.

Si algo le dio alergia a Echevarría es la edición de la revista Granta en español del otoño de 2010 donde –como es característico en la versión inglesa de la revista– se elegían «los mejores narradores jóvenes en español», una lista de 22 nombres menores de 35 años cuya composición Echevarría rechazó por sesgada, improcedente y oportunista en un par de artículos demoledores (https://www.cuartopoder.es/tribuna/la-lista/513, https://www.elcultural.es/version_papel/OPINION/27971/Atragrantados). Echevarría califica la lista de Granta como «una grosera operación de marketing comercial».

Vuelvo por un momento a Eduardo Lalo. Sobre el final de Simone, el narrador y un escritor colega portorriqueño llamado Máximo Noreña, se encuentran en una fiesta con García Pardo, un escritor español de gira por América Latina. Noreña lo vapulea. Empieza por sostener que la literatura española del siglo XX carece por completo de valor, que es una literatura de impostores. El punto culminante del diálogo es así:

–Lo importante es que todos formamos parte de un ámbito común. El mundo hispánico nos une a todos. No tenéis idea de cómo me puedo sentir en casa lo mismo en ciudad de México que en San Juan.

–El tiempo hace que decaiga esa superstición

–dijo Noreña.

–¿Cuál? –preguntó García Pardo.

–La del ámbito común. La del gran mundo común e hispánico.

–Lo común resulta diferente dependiendo de dónde se esté –tercié–. Los españoles no pueden ignorar a los grandes países, pero pueden pasar de largo de toda Centroamérica y gran parte del Caribe y reducir el resto de Latinoamérica a un puñado de imágenes.

(…)

–En esa tradición común que mencionas y de la que supuestamente hago parte yo nunca me he visto ni nadie me ha visto.

Está claro que Echevarría habla de América Latina y no de la hispanidad, ese concepto más bien reaccionario, por no decir fascista. Pero a un argentino o a un mexicano le podría caber el mismo reproche sobre el ninguneo a los escritores de Puerto Rico. La idea de América Latina como una comunidad de alguna clase no lleva a ninguna conclusión productiva fuera del populismo y el marketing. Puede servirle tanto a la retórica de Maduro o de los Kirchner como a los gerentes de ventas de empresas multinacionales pero, por poner un ejemplo, los chilenos no tienen por qué sentirse en casa en Buenos Aires ni viceversa. Y menos los escritores. Está claro que hay comunicaciones, afinidades, que por otro lado también se dan con los españoles. Pero lo que aquí está en juego es el descubrimiento, el pasaje de las ligas locales a las internacionales, ya sea en grandes sellos como en editoriales independientes. No hay duda de que Echevarría, probablemente más que ningún otro crítico español, se interesa por los escritores de esta región y ha contribuido a que varios de ellos sean leidos de extraterritorialidad comunitaria, empezó a ser visible (de hecho, a publicar) cuando vivía quién descubre, y cómo se deja de ser invisible. El sistema de señalamiento de Granta no es el de Echevarría pero lo suyo, por más disculpas que pida, por más amigos que tenga entre los escritores locales, por más que le quede claro que España es una zona del mundo culturalmente anémica donde cuesta salir de la pompa y el lugar común, por más subordinadas que use, no deja de ser una iluminación metropolitana a la oscuridad del Tercer Mundo. Echevarría descalifica la lista de Granta por no ser representativa. Pero no creo que haya una lista representativa. Es decir, un orden de méritos, una tabla de posiciones de escritores latinoamericanos en la que los primeros puestos son promovidos a la posibilidad de ser leídos fuera de sus países. Ni tampoco me parece importante encontrar un método para hacerlo.

Y ahora los invito un rato al cine. Empiezo con una anécdota. Hace algunos años, en Armenia, me tocó asistir a una curiosa  Se proyectaba una película japonesa que venía doblada al ruso aunque en la copia, la banda de sonido original se superponía con la de la traducción. A ese menjunje sonoro se le agregaban subtítulos en inglés y, como si fuera poco, un locutor leía los diálogos en armenio para los espectadores locales. El cuento tiene varias moralejas. La más obvia es que los países pequeños no tienen presupuesto para subtitular o doblar a su propio idioma las películas de cinematografías pequeñas. Y llamo pequeña a la colosal cinematografía japonesa, porque es pequeña en relación con Hollywood y, por lo tanto, es pequeño el grado de visibilidad de sus películas fuera de Japón.

La segunda moraleja es más general, aunque un poco retorcida. Y es que en el cine hay una sola lengua y no hay más que dos ámbitos: el global y el nacional. No hay un ámbito intermedio como es el del castellano en la literatura. Se habla de cine latinoamericano, se hacen esfuerzos por juntar las películas de ese origen en festivales, se firman convenios entre las burocracias estatales, y los productores españoles y franceses hacen buenos negocios con las coproducciones. Pero no conozco a nadie en la Argentina o en Chile o en México que sienta el cine español como propio, ni siquiera como muchos espectadores sienten el cine americano como propio o como muchos espectadores de festivales (que vendrían a ser los equivalentes de quienes leen libros que no son necesariamente best-sellers internacionales) sienten como propio el llamado (por falta de un nombre mejor) cine arte de cualquier parte del mundo.

La situación no es del todo simétrica. Mientras las antiguas colonias se niegan a cualquier parentesco que no sea comercial o burocrático con la vieja metrópoli, el mundo cinematográfico español tiene un pequeño lugar para las películas de América Latina (que son en general  tan mediocres e irrelevantes como las españolas). Todos los años entran en el reparto de los premios Goya, algunos actores son conocidos en Madrid, algunas películas hacen buenos números en la taquilla. En principio, es parecido a lo que pasa con la literatura: algunos autores latinoamericanos son editados y leídos en España y forman parte de las «letras hispánicas», pero la recíproca no es cierta aunque Vila-Matas tenga algún lector por aquí y hasta pueda inaugurar la FILBA. También Almodóvar tiene (o tuvo) éxito. Pero la diferencia entre ambos casos es que el éxito de Almodóvar no es como el éxito de Vila-Matas sino como el de Isabel Allende: Vila- Matas no es visible de verdad. Solo es visible en el ámbito hispanoparlante. Como son visibles Alan Pauls o Alejandro Zambra o algunos ganadores del premio Herralde. Pero no son visibles como lo eran García Márquez (que ganó el Nobel) o Borges (que no lo ganó). Y no son visibles y a veces parece más visible que Rimbaud. O, por lo menos, que Patrick Modiano.

Pero ¿cuándo y cómo se hacen visibles los escritores? ¿Cuándo dejan de serlo? Volvamos al cine, donde todo es más sencillo. ¿Cuántos cineastas latinoamericanos fueron alguna vez visibles? No me refiero a aquellos que llegaron a trabajar en Hollywood, a casos como el de Hugo Fregonese antes, o el de Alfonso Cuarón o Pablo Larraín ahora. Eso asegura buen dinero pero no necesariamente reconocimiento, esa especie de prestigio que ni siquiera los americanos famosos logran muchas veces. Con «prestigio» me refiero a la gloria y al derecho a ser escuchado por el mundo intelectual, ese mundo en el que Godard es más importante que Spielberg, y Susan Sontag determina o determinaba que Almodóvar o Bolaño eran personas importantes.

Pero la bendición de Sontag tampoco asegura nada. El prólogo de Vudú urbano, un libro de Edgardo Cozarinsky, es de ella. Pero Cozarinsky se fue de joven a Francia para ser visible como cineasta y nunca lo logró, lo mismo que Hugo Santiago. Finalmente, pegó la vuelta a la Argentina, donde su visibilidad es de cabotaje pero prolífica y se celebran los libros, películas, piezas de teatro y artículos periodísticos que produce sin parar. Creo que hubo solo dos cineastas latinoamericanos visibles: Glauber Rocha, que murió joven y Raúl Ruiz que murió un poco más viejo pero siempre antes de tiempo. Uno  diría que Ruiz logró ser visible, que se integró a la plana mayor de los maestros del cine. Pero una vez me contó que los franceses lo habían abandonado dos veces, que dos veces le habían quitado su tarjeta de visibilidad.

Confieso que durante un tiempo me dediqué al negocio de la visibilidad en el cine. Como crítico primero y programador de un festival después, hacía lo posible por empujar a los nuevos directores argentinos para que los conocieran en el mundo. Esto se logra haciendo que circulen por algunos festivales claves: Cannes, Berlín, Venecia, Rotterdam, Toronto, Locarno, Viena, Nueva York (desde luego, no San Sebastián, ya que para el cine, España es tan marginal como la Argentina)… Era muy difícil porque, en ese momento, el cine de la región no estaba en el mapa. Lo curioso es que hace unos diez años, esos festivales pusieron sus propias empresas de descubrimiento de directores: fondos, residencias creativas, laboratorios de guión, subsidios y otras formas de atraer lo que ellos llaman «talento joven» del Tercer Mundo para que, gracias a ellos, los productores, los agentes de ventas internacionales y reclutadores mantengan su estándar de vida. Agrego que en el mundo de la plástica, donde estas cosas se descubren antes que en ningún otro lado, las cosas funcionan de un modo muy parecido y hoy los galeristas y curadores europeos viven de descubrir artistas asiáticos y latinoamericanos.

Uno de los directores jóvenes descubiertos, Lisandro Alonso, es hoy el mejor cineasta argentino, uno de los pocos interesantes en la región. Hasta aquí dirigió cinco largometrajes, que en la Argentina recaudaron cifras insignificantes. Todos se exhibieron en Cannes, aunque nunca llegó a estar en la competencia oficial. Sin embargo, es uno de esos pocos nombres que los cinéfilos del mundo miran con respeto. Vengo del festival de Valdivia, donde quedó más público afuera de su película que de la de Godard. Hace poco, los americanos del Lincoln Center le dieron finalmente luz verde a Alonso, al que miraban con recelo: les parecía incorrecto políticamente porque en una de sus películas se mata un corderito. Pero ahora los gringos le dieron la llave de Nueva York: lo invitaron a una residencia, programaron su película en el festival y hasta me encargaron un artículo en Film Comment, con el que puedo por fin pasar a retiro como empujador de Alonso. Casi lo hemos logrado. Mientras escribo esta conferencia en Valdivia, bajo a desayunar y me encuentro con un realizador chileno cuya batalla para ser visible está en un momento alto, después de haber sufrido con sus films anteriores. Hace algunos años, era un joven entusiasta e inteligente. Hoy sufre por llegar a Hollywood. También me encuentro con un cineasta argentino, contratado como tutor de un grupo de jóvenes talentos encerrados durante una semana en remotas cabañas, gracias a uno de esos programas con fondos europeos que combinan arte y mercado. Un programa en el que el cineasta no cree. Ninguno la pasa muy bien en la carrera por la visibilidad que en el caso del cine, a diferencia de la literatura, requiere como ocupación principal la de conseguir dinero para filmar.

Si en el cine los mecanismos de la visibilidad son fáciles de determinar y difíciles de recorrer, en la literatura son más complejos. Borges logró ser visible desde su base en Buenos Aires. Un día lo descubrieron los franceses, otro día los americanos. Pero hacía tiempo que tenía su obra escrita. En todo caso, se benefició de la industria editorial (claro que más se benefició su viuda) y nunca fue su víctima. Pero los dos premios Nobel del boom latinoamericano fueron itinerantes, residieron fuera de sus países de origen, vivieron en permanente movimiento y en relación con sus agentes y editores españoles. Otro caso es el de Bolaño, quien alcanzó una visibilidad tan espectacular como póstuma en el mercado anglosajón. Ninguna contratapa en inglés puede recomendar hoy a un escritor en castellano sin asegurar que es un nuevo Bolaño.

Al respecto, tengo una anécdota que me parece ilustrativa. Cuando yo dirigía el festival de cine en Buenos Aires, lo convocamos a Bolaño como jurado. Aceptó, pero luego canceló el viaje a horas de la partida. Recuerdo haber tenido un breve intercambio con él, en el que le dije que en poco tiempo más su fama excedería largamente a la de los jurados que el festival podía convocar. Lamenté que no viniera y así se lo dije al crítico americano Jonathan Rosenbaum, una persona muy high brow, que formó parte de ese jurado igual que Beatriz Sarlo, también muy high brow, aunque de ramas distintas del high brow, por lo cual no se hicieron amigos. Me parece que Sarlo nunca se interesó por Bolaño (y menos entonces): su escritor siempre fue Saer, de cuya importancia para las letras universales no logró persuadir al mundo. Pero yo no pude convencer a Sarlo de que la ausencia de Bolaño era una lástima, ni interesarlo a Rosenbaum para que lo leyera. Eso fue en 2001. Hace un par de meses, recibí un mail de Rosenbaum en el que me manifestaba su perplejidad porque había hojeado el catálogo del 2001 del Bafici y había visto la foto de Bolaño al lado de la suya. No se podía perdonar haber estado al lado de Bolaño y no recordarlo, ahora que lo admiraba profundamente y había leído todos sus libros. Para este intelectual americano, Bolaño había pasado en poco tiempo de ser un desconocido absoluto a ser una figura imprescindible de la cultura universal. Estoy casi seguro de que en 2001 Bolaño habría sido casi igualmente invisible para Rosenbaum.

La historia de ese jurado me lleva a otro de sus integrantes, el coreano Lee Chang-dong, cineasta notable y también escritor, que además sería pocos años más tarde ministro de Cultura de su país. Pero no creo que ni Rosenbaum ni Sarlo hayan leído a Lee Chang-dong porque los escritores coreanos no son visibles. De hecho, no sé si está traducido al castellano. Hace unos años, la editorial argentina Bajo la Luna inició una colección de autores coreanos de la que se ocupaba Oliverio Coelho, escritor argentino que viajó a Corea y a la vuelta se convirtió en empujador profesional de coreanos. Pero es también imprescindible el papel que juegan las instituciones oficiales, en este caso las coreanas, en la difusión de la literatura y el cine. Como señalábamos antes, el cine pasa mejor las fronteras y varios directores coreanos son conocidos en el mundo. Hong Sang-soo y Bong Jung-ho, por ejemplo, están en la elite absoluta de los cineastas adoptados en Francia y en consecuencia son visibles en el resto del mundo como alguna vez lo fue Ruiz (antes de ser abandonado).

Paso a otra anécdota. En 2010 cené en Madrid en casa de Constantino Bértolo y Belén Gopegui, donde también estaba invitado Ignacio Echevarría. Yo venía de leer un libro de Gopegui que es una especie de novela de Graham Green estalinista, en el que los héroes son los agentes de la inteligencia cubana. Unos días antes había estado en la oficina de Bértolo, donde había un gran retrato del dictador soviético, pero Bértolo decía que si yo creía que él era rojo, era porque todavía no conocía a su mujer. A mí el estalinismo me horroriza en todas sus variantes, incluidas las del populismo latinoamericano, pero Bértolo está fuera del patrón general y, aunque suene feo, me gustaría decir que tengo un amigo estalinista. Durante diez años, Bértolo dirigió Caballo de Troya, un experimento editorial muy curioso en varios sentidos. En primer lugar, era un sello independiente dentro de una gran empresa multinacional. Pero además se manejaba con total autonomía para publicar lo que a Bértolo le interesaba de la literatura española y latinoamericana, que eran en general libros contestatarios políticamente, enemigos del capitalismo, pero había otros que eran simplemente marginales respecto de las tendencias literarias dominantes. Bértolo llegó a publicar a siete escritores argentinos y a dos chilenos, como parte de un proyecto diverso y orientado a darle visibilidad (mucho más que rentabilidad) a escritores periféricos, desde el venerable Mario Levrero al incipiente Fernando San Basilio.

Pero lo que más me sorprendió de aquella cena fue el fervor y la unanimidad con la que Gopegui, Echevarría y Bértolo sostenían que V.S. Naipaul era el escritor vivo más importante y que J.M. Coetzee era el segundo escritor vivo más importante. Aclamaban a dos escritores de la periferia del mundo anglosajón que habían triunfado en las capitales literarias, dos premios Nobel cuya obra es en líneas generales me parece una actualización del pastoso y grandilocuente realismo decimonónico que busca la academia sueca. Hay cierta contradicción, me parece, entre la batalla por la visibilidad de los marginales y un canon literario encabezado por la ortodoxia de dos premios Nobel imperiales con la red de jerarquías que implica esa idea de la literatura como acto atlético, en la que se pueden medir las performances. Es decir, esa idea de la literatura que domina el mundo anglosajón y también el resto del mundo.

Si yo quedé un poco obsesionado por aquel encuentro, a Bértolo le ocurrió algo parecido. Hace poco, un emisario suyo me acercó su último libro, Avisos de lectura, que es la recopilación de las contratapas que escribió para Caballo de Troya. Fue el último de sus libros para la colección, ya que cuando Penguin se unió a Random House y a Mondadori, decidieron que Bértolo era demasiado para tanto capitalismo junto. Mientras estuvo en el cargo, Bértolo escribió contratapas de autor más que contratapas sobre los autores. En una de ellas, la que corresponde a El profesor de literatura del boliviano Chistian Vera, se ocupa de recordar que un tal Quintín, con el que nunca está de acuerdo y que anda por ahí «haciendo de enfadado», «admira la alta cursilería de W.G. Sebald pero es muy reticente frente a la sequedad lúcida de V.S. Naipaul». Es curioso, entre paréntesis, que el destino de Sebald haya sido parecido al de Bolaño: visibilidad tardía y muerte temprana. Tal vez la alta cursilería (gran expresión de Bértolo) esté en ambos. Está claro que si bien a Bértolo no le hace mucha gracia la libertad política, utiliza con mucha gracia la libertad de escribir contratapas. En realidad, El profesor de literatura (que dicho sea de paso es una muy buena novela) se llamaba originalmente Click, cuando la publicó la editorial boliviana El Cuervo. Bértolo, según cuenta, la descubrió leyendo una columna mía en el diario Perfil. Pero tuvo que dar varias vueltas para reconocerlo, como yo estoy dando vueltas para reconocer el importante y solitario trabajo de Bértolo en Caballo de Troya como generador de visibilidad, aunque no logro imaginar que Naipaul y Vera pertenezcan a un mismo orden literario, a una misma comunidad.

A diferencia de Borges, que firmó el prólogo de su libro de prólogos, la contratapa del libro de contratapas de Bértolo no está firmada por él sino por (adivinen…) Ignacio Echevarría, o al menos por alguien cuyas iniciales son I.E. Dice allí I.E. que el de Caballo de Troya es «el proyecto editorial más atípico, más a contracorriente, más subversivo, combativo e (im)pertinente de cuantos se han utilizado en España durante los últimos diez años». Creo que lo de Bértolo fue valioso e irreemplazable, pero no sé si es para tanto. Es decir, creo que el desenfado y la libertad de Bértolo son admirables, pero no estoy seguro de que con Naipaul y Coetzee como mascarones de proa, el barco de la literatura navegue hacia alguna subversión. Y por otra parte, la invisibilidad sigue existiendo por más que la linterna combativa española de Bértolo y Echevarría ilumine unos cuantos nombres.

Del otro lado del Atlántico, el proyecto editorial de la UDP no se propone como subversivo, pero sí que es atípico, tanto como para que siendo una editorial universitaria, se haya transformado por fuera de sus textos académicos en la más importante de América del Sur. No en su género sino en todos los géneros salvo la narrativa, aunque supongo que la narrativa también está en los planes. Por ahora, los libros de poesía,  de ensayo y de memorias de Ediciones UDP son un material que oscila entre lo imprescindible y lo asombroso. Pero como esta charla no tiene como objetivo la adulación sino la crítica (no) constructiva, y como anuncia que tiene la visibilidad en su centro, diré que el trabajo que hace la UDP con la literatura chilena es incomparable, pero el que hace con la literatura argentina no es comparable con el anterior y ni siquiera es comparable con el de sus traducciones de autores de otras lenguas. Y no me refiero a la cantidad sino al criterio editorial, que en un caso parece ser extensivo y en otro restrictivo. Quiero decir que mientras la colección chilena reúne escritores antiguos y modernos, vanguardistas y conservadores, famosos y relativamente ignorados, en el caso argentino los nombres parecen ser elegidos sobre la base de ideas como la respetabilidad, la afinidad, la contigüidad e incluso la pertenencia al establishment actual.

Claro que entre esos nombres está el de César Aira, que me parece el mejor escritor actual en castellano y un escritor muy superior a Coetzee y Naipaul, para poner otros dos nombres. O a Modiano, para completar la trilogía de premios Nobel de los que he hablado antes. Aunque algunos de sus libros se han traducido a varias lenguas y aunque algunos críticos franceses o americanos son conscientes de su existencia, Aira no ha sido descubierto como fue descubierto Bolaño. Tal vez porque no se murió, porque no vive en Europa o porque sus estrategias de visibilización son indescifrables además de poco efectivas.

Gracias a una edición reciente de la UDP, Epitafio de Romain Gary, de Nancy Huston, descubrí a uno de los autores más curiosos de la historia de la literatura. Gary escribía en inglés y en francés, tuvo un éxito notable en su juventud, pero cuando este empezó a menguar se inventó a Emile Ajar y comenzó una carrera con ese nombre sin que nadie supiera que Ajar era Gary. El engaño sugiere que los escritores necesitan de una vida suplementaria cuando su trayectoria se estanca y han sido encasillados en un determinado registro en el que se vuelven predecibles o pasan de moda. Se me ocurre que Aira hace algo parecido a lo de Romain Gary. No escribe con seudónimo pero publica todo el tiempo en distintas editoriales, lo que le facilita una carrera prolífica como ninguna. Hace lo mismo que Raúl Ruiz, que con sus cien películas era el equivalente de Aira con sus setenta novelas porque cambiaba todo el tiempo de país, de productor, de presupuesto como para estar siempre filmando y no ser rehén de ningún agente ni de ningún contrato a largo plazo.

En los últimos tiempos, tal vez harto de que se lo considerara un lugar común en la Argentina, a Aira se le dio por publicar en Chile, al menos dos libros. Se llaman Continuación de ideas diversas y Actos de caridad. Uno en la UDP, el otro en Hueders. Aunque todos los libros de Aira son buenos porque son de Aira, así como todas las películas de Ruiz son buenas porque son de Ruiz, estos son especiales. En Continuación, Aira reflexiona como nunca lo hizo antes sobre los principios de su propia obra. Actos de caridad,
a su vez, es un libro perfecto. El Aira chileno es un Aira purificado, esencial, como para que se lo pueda volver a mirar después de haber sido congelado en el freezer de los autores ya discutidos. Pero, al mismo tiempo, es la continuación de la estrategia Aira-Ruiz que consiste en contrariar la idea de visibilidad que desprenden el escritor y el cineasta exitoso, ese «latinoamericano comunitario apto para ser descubierto» por la soledad, la proliferación y la yuxtaposición. Es decir, que contra los padecimientos de la invisibilidad y los estragos de la visibilidad, el único remedio es multiplicar y yuxtaponer, apostar a una especie de autodiversidad que permita construir mejor desde la sombra, como quiere Lalo. La yuxtaposición es el antídoto simultáneo contra la invisibilidad y contra los iluminadores metropolitanos (que además tienden a igualar peras con manzanas). La distinción que hacía antes entre las colecciones chilena y argentina de Ediciones UDP es la diferencia entre yuxtaponer y señalar.

Entre los libros de Aira figura hace algunas décadas (no ha sido reeditado) el Diccionario de autores latinoamericanos, un emprendimiento extravagante, que no es una enciclopedia pero intenta acumular toda la literatura latinoamericana previa. Es un caso particular de yuxtaposición. Aunque Aira se permite rescatar escritores oscuros y defenestrar algunos elefantes, el libro se acerca a la felicidad borgeana de contener el mundo en una biblioteca. El Diccionario parece decir: la literatura cabe en un tomo, en una vida. No este o aquel escritor que las necesidades del mercado editorial o la arrogancia de los iluminados e iluminadores hacen visibles en un momento dado, sino todos los escritores en todos los tiempos, finalmente visibles gracias a la generosidad y la avidez de un lector. Dicho de otro modo, en el fondo se trata simplemente de leer.