Hace cincuenta años Truman Capote estaba en la cima.

Hace cincuenta años Truman Capote se apoderó de Estados Unidos: lo entrevistaban en todas las revistas, era un infaltable en las principales reuniones sociales neoyorquinas y los programas de televisión no paraban de llamarlo.

Hace cincuenta años, durante los doce meses de 1966, fue una figura omnipresente que inquietaba y seducía con su cara de niño viejo, su vocecita de grillo desafinado, sus grandilocuentes ademanes de paloma y sus comentarios mordaces como graznidos de cuervo.

Hace cincuenta años, en la sonrisa de Truman ya se dibujaba ese inquietante gesto de satisfacción de quienes lo han conseguido todo, pero que más pronto que tarde empiezan a marearse con la altura.

Hace cincuenta años Truman Capote, quien había cumplido cuarenta y dos y desde hacía dos décadas era un escritor reconocido, tocaba el cielo, y luego, repentinamente, sin aviso, comenzó a caer.

Exhibicionismo a la Capote

La tragedia de Truman tuvo un punto de partida: A sangre fría.

Aunque la obra ya había aparecido por entregas durante diciembre de 1965 en The New Yorker, la lanzó en formato de libro en enero de 1966. Según sus propias palabras, era la primera «novela sin ficción», la historia del asesinato de una familia en un pequeño pueblo de Kansas, que Capote investigó «en profundidad» y se demoró cinco años en escribir.

El libro fue un fenómeno editorial de inmediato y sirvió para complacer los febriles deseos de trascendencia y reconocimiento de su autor, tal como lo había soñado desde que era un muchacho en la era de la Depresión en Monroeville, Alabama, donde vivió unos años con unas viejas tías maternas. Un niño tímido y amanerado que escribía en sus cuadernos escolares la palabra «aspiro», que se transformaría en su mantra.

Semanas antes de que A sangre fría llegara a las librerías, Capote acaparó las portadas de Newsweek, Saturday Review, Book Week y New York Times Book Review. La revista Life le dedicaba un reportaje de dieciocho páginas, hasta entonces el más extenso sobre un escritor, y promocionaba esta edición noticiosa con un anuncio en Times Square que repetía el nombre del libro y la imagen de Capote. En marzo, en un especial televisivo, mostraba su nuevo departamento en la Quinta Avenida, en el piso 22 del edificio de moda en Nueva York. Se jactaba de sus nuevas posesiones y en un acto de rampante exhibicionismo, ofreció ostras a la reportera: «Puede faltar la leche, pero nunca las ostras», le dijo.

En esa fecha también anunciaba que A sangre fría sería adaptada al cine por Richard Brooks; un poco antes Otto Preminger le había roto una botella en la cabeza al agente literario Irving Lazar –quien negociaba los derechos de la novela– porque no había aceptado su oferta.

En abril Truman conversaba para la revista Glamour con Gloria Steinem, la futura líder feminista, sobre las implicancias literarias de su libro, pero en realidad chismorreaba sobre su vida en Nueva York, una ciudad donde solo podía estar un tiempo, ver amigos, ir a fiestas, aunque él necesitaba viajar, decía. En mayo volvía a Kansas para leer su texto frente a una audiencia de más de tres mil estudiantes de la Universidad Estatal, en Lawrence, cuyo periódico estudiantil lo proclamaba el «león de la literatura estadounidense». En julio recorría Inglaterra y París para promocionar su libro. Por esa época se estrenaba el documental With Love from Truman de los hermanos Maysles, en el que él hablaba de sus logros literarios mientras recorría su casa de verano en Long Island.

A fines de agosto anunció que realizaría el evento social de la época en Nueva York, una fiesta de máscaras que bautizó como el Black and White Ball, que el 28 de noviembre de 1966 reunió a más de quinientos invitados en el salón del Plaza Hotel y dio material a la prensa para varios meses. Este baile en blanco y negro tenía dos razones oficiales. La primera era celebrar A sangre fría, que vendió cincuenta mil ejemplares semanales durante los primeros cuatro meses, estuvo en la cabeza de la lista de superventas por veinte semanas y fue traducido a más de veinticinco idiomas. La segunda razón era homenajear a su amiga Katharine Graham, heredera del grupo editorial que publicaba The Washington Post  y la revista  Newsweek. Pero había también otras motivaciones. Capote despuntaba en la escena literaria y se perfilaba como el rey de la vida social, pero no conquistaba el respeto de los intelectuales. Según Gerald Clarke –autor de Truman Capote: La biografía–, el escritor estaba convencido de que ganaría el Pulitzer y el National Book Award, los principales premios literarios de Estados Unidos, pero eso no ocurrió. A modo de justificación, Capote hizo circular el rumor de que uno de los miembros del jurado del National Book Award había dicho que se debía premiar libros menos comerciales que A sangre fría. Decepcionado, refunfuñaba: «Este libro me ha raspado hasta el tuétano de los huesos». La fiesta era su venganza, su modo de brillar más: no habría recibido los premios, pero con este baile demostraría su inapelable influencia.

Una novela real

En todas las entrevistas aseguraba que A sangre fría instalaba un nuevo género literario. Las casi cuatrocientas páginas del libro, en efecto, pueden entenderse como un híbrido entre la investigación periodística y la creación literaria. Su non-fiction novel era un relato minucioso sobre un hecho real, elaborado con técnicas periodísticas pero narrado con herramientas de la ficción. «No escogí ese tema porque me interesara mucho. Fue porque quería escribir lo que yo denominaba una novela real, un libro que se leyera exactamente igual que una novela, solo que cada palabra de él fuese rigurosamente cierta», explicaría al periodista Lawrence Grobel, autor de Conversaciones íntimas con Truman Capote. No todos estuvieron de acuerdo. La «novela sin ficción» de Capote dividió a críticos y a novelistas: algunos sostenían que había llegado a transformar el sello de la novela popular y a elevar el realismo periodístico al nivel del arte. Otros notaron una contradicción en el término recién acuñado. Norman Mailer dijo que una novela de no ficción sonaba como «recetar un remedio para una enfermedad sin nombre».
Aunque a Chile el libro llegó oficialmente un par de años después, el domingo 18 de diciembre de 1966 Alone publicó en El Mercurio una crónica sobre Truman Capote. El crítico literario local más famoso de su época se basó en un reportaje sobre el escritor que había leído en Nouvelles Littéraires (no sabemos si leyó el libro, no lo dice ni hace citas directas de él) y le dio su bendición: «… su actitud seria, su rigurosa observación, su paso decidido y firme le confieren un título que, realmente, no le parecía destinado: el de un excelente modelo para aprender a escribir».

Pero Alone fue más una excepción que la regla. Capote sabía que no despertaba simpatías entre los academicistas. En una entrevista posterior con Eric Noden para la revista Playboy dijo: «Nunca me preocupó toda esa gente de pelo canoso con sus monótonas publicaciones trimestrales (…) el estamento literario no gustaba ni de mis excentricidades ni de mi amaneramiento, y consideraba que recibía demasiada publicidad para ser un escritor serio».

Pero no era cierto que no le preocupara. Su ira no tuvo límites cuando en 1968 Norman Mailer ganó el Pulitzer y el National Book Award por Los ejércitos de la noche, una novela –de «no ficción»– sobre su participación en las protestas contra la guerra de Vietnam. Para peor, el título completo de la novela de Mailer era Los ejércitos de la noche. La historia como novela, la novela como historia. Truman dijo entonces: «Yo hago algo innovador y premian a alguien que dijo que lo que yo hacía no tenía sentido, pero después se sienta y escribe un gran fraude (…) Cogió todo lo que había hecho yo, todo mi arduo trabajo y mis experimentos y los copió».

Capote confiaba en su memoria (decía que era «prodigiosa») y no grabó ninguna de las centenas de entrevistas hechas. Tampoco tomó notas. Tenía la convicción de que una libreta de apuntes o una grabadora inhibían la espontaneidad. La gente solo se mostraba tal cual era en conversaciones aparentemente casuales, aseguraba.

Hacia Holcomb
Fue una noticia menor en el New York Times del 16 de noviembre de 1959, que decía: «Rico agricultor y tres miembros de su familia asesinados».
Las 278 palabras que conformaban el texto relataban la muerte de un granjero acomodado, su mujer y dos hijos al interior de su casa, en un pueblo llamado Holcomb, en Kansas. La nota decía que Herbert Clutter, su mujer Bonnie y sus hijos menores Nancy y Kenyon (de dieciséis y quince años) habían sido amarrados y acribillados con disparos de escopeta. Los autores: desconocidos. El móvil: sin móvil aparente.

Esas muertes en un punto perdido del mapa de Estados Unidos no resultaban impactantes para los neoyorquinos. Pero Truman Capote pidió una reunión con William Shawn, editor de The New Yorker, quien aceptó su propuesta de hacer un reportaje para su revista. A mediados de diciembre de 1959 tomó un tren rumbo a Kansas. No iba solo, se resistía a hacerlo. El lugar del crimen le parecía tan lejano y desconocido «como las estepas de Rusia». Le pidió a Nelle Harper Lee, la autora del clásico estadounidense Matar a un ruiseñor, que lo acompañara. Se conocían desde la infancia en Monroeville.1
Llegaron a Holcomb un mes y un día después del asesinato de los Clutter, y la primera impresión del escritor fue de desazón: jamás se habría detenido en ese pueblo solitario y rodeado de campos de trigo, que al inicio de la novela nombraría como «allá».

El pueblo, que ya tenía decoraciones navideñas, había perdido su antigua tranquilidad. El crimen había impuesto el miedo y la hostilidad.
Por la noche sus habitantes dejaban las puertas trancadas y las luces encendidas, y muchos dormían con escopetas al lado de la cama. Algunos pensaban que el asesino podía ser uno de sus vecinos. También temían a los extraños. Y Truman lo era en demasía. Para la gente del pueblo ese hombre de modales delicados, voz de niño y ropa extravagante era lo más cercano a un extraterrestre que hubieran visto en esas llanuras.

En un reportaje publicado en Esquire, Alvin Dewey –el agente federal a cargo de la investigación, que luego se convertiría en su amigo– comentó: «La primera vez que lo vi fue en el tribunal de Garden City [la ciudad más cercana]. Llevaba un sombrerito, un saco de piel de oveja y una bufanda muy larga y angosta que caía hasta el piso. Nunca había visto un reportero que se vistiera así». Pero Dewey entró en confianza cuando su mujer invitó a comer a los dos escritores; esa noche Capote utilizó el encanto que lo había hecho famoso en la escena social neoyorquina. Así las puertas se le abrieron en Holcomb.

Durante dos meses Capote y Lee conversaron con amigos y familiares de los Clutter. Revisaron las fotografías de la escena del crimen, examinaron la casa de la familia y reunieron miles de páginas de apuntes. El detective Dewey incluso les consiguió algunas entrevistas con personas que se habían negado a hablar, y les facilitó el diario de Nancy Clutter, la adolescente asesinada.

Capote confiaba en su memoria (decía que era «prodigiosa») y no grabó ninguna de las centenas de entrevistas hechas. Tampoco tomó notas.
Tenía la convicción de que una libreta de apuntes o una grabadora inhibían la espontaneidad.
La gente solo se mostraba tal cual era en conversaciones aparentemente casuales, aseguraba. Apenas terminaban una entrevista, Truman y Nelle, como él la llamaba, se iban a un café o al hotel para transcribir lo escuchado. Si tenían dudas, regresaban a corroborarlo todas las veces que fuera necesario. Meses antes de que la serie de reportajes se publicara, The New Yorker designó a un encargado para que verificara cada detalle de lo escrito. Al terminar, dijo que Capote era el más preciso de todos los escritores con los que había trabajado.2

El periodista George Plimpton, quien entrevistó profusamente al escritor, bromeaba sobre la fidelidad de su memoria: «A veces me decía que recordaba el 96% de las conversaciones, y otras me aseguraba que era el 94%. Podía recordarlo todo, pero nunca se acordaba de la cifra exacta que me decía».

Según contó entre otros Mary Lou Aswell, redactora en jefe de la sección de literatura de Harper’s Bazaar y una de sus primeras protectoras, con Capote era difícil saber dónde terminaba la verdad y dónde comenzaba la ficción. Su amiga Joanne Carson, en cuya casa murió, decía: «En la mente de Truman él no miente, presenta las cosas como debieron haber sido».

Pesadillas

La noche del 30 de diciembre dos hombres fueron arrestados en Las Vegas como los culpables de la muerte de los Clutter. Fue el comienzo de las complicaciones para Capote. El reportaje estaba pensado como un relato breve sobre el miedo de un poblado tranquilo frente a un crimen, pero tuvo que hacer un giro. Ahora tenía que reconstruir las vidas de Hickock y Smith con la misma laboriosidad con que había investigado a las víctimas y sus vecinos.

El primer contacto con los asesinos fue cuando comparecieron ante el juez. Allí estaba Truman Capote, frente al juzgado del condado para ver la llegada de Dick Hickock y Perry Smith. Ahí se obsesionó. Especialmente con Perry Smith, a quien vio como un doble opuesto, como su doppelgänger: los dos eran de baja estatura (Perry por un accidente) y habían crecido en familias disfuncionales (padres ausentes, madres alcohólicas y hogares extraños). Más tarde, después de largas entrevistas, el escritor vio en Smith una sensibilidad artística: el acusado decía que devoraba libros, hacía listas de palabras para aumentar su vocabulario y escribía poemas. Capote llegó a sentirse tan identificado con Smith que dijo: «Es como si Perry y yo hubiéramos crecido en la misma casa, pero yo salí por la puerta de enfrente y él por la puerta de atrás».

Consiguió un permiso especial para visitarlos. Durante la escritura del libro Truman y su pareja, el escritor Jack Dunphy, repartían su tiempo entre el pueblo de Palamós, en la Costa Brava española, y Verbier, en Suiza. Desde allá Capote enviaba una carta semanal a Hickock y Smith, pero su atención estaba en Perry: le envió un diccionario para que escribiera sus cartas y un retrato con su nuevo perro bulldog. Esta relación –siempre se ha dicho que el escritor se enamoró del asesino, pero es una interpretación entre tantas– puso a Capote en una encrucijada. A finales de 1962 ya tenía las tres cuartas partes del libro escrito, pero las apelaciones y los cambios en la fecha de la sentencia –que finalmente fue pena de muerte– le impedían terminarlo. Vivía en la ambivalencia: se sentía culpable por los condenados, pero asumía que tenían que morir en la horca.

Era el único final posible para su libro.

Pasaron cinco años antes de que la ejecución se consumara. Perry Smith creía que con la novela las autoridades recapacitarían y suavizarían la sentencia. Pensaba que sería un retrato humano que lo favorecería. En sus conversaciones, los condenados trataron de no quedar como asesinos sicópatas, de convencer que el hecho no había sido planeado sino un trágico error motivado por las circunstancias. Cuando Smith se enteró por la prensa del título del libro le escribió indignado a Capote, aunque lo siguió considerando su amigo. Horas antes de su ejecución estuvo llamándolo con la esperanza de que pudiera aplazarla.

La muerte de los asesinos liberó a Capote. Había pasado muchos años con pesadillas por las noches. Perdido en los miles de páginas de apuntes que había reunido. Y, aunque había comenzado a consumir alcohol y drogas en su adolescencia, este problema se agudizó durante la escritura de A sangre fría. Decía que necesitaba darse fuerzas. Empezaba con un martini doble, se tomaba otros en las comidas y terminaba frente a la máquina de escribir con un whisky con soda.

El 14 de abril de 1965 asistió a la ejecución. Luego llamó a su pareja, Jack Dunphy, entre llantos por la terrible escena que había visto. Dunphy no lo compadeció: «Ellos están muertos, Truman. Tú estás vivo».

Sequía

La primera entrega de A sangre fría apareció el 25 de septiembre de 1965 en The New Yorker. Desde todo Estados Unidos llegaron cartas de lectores que aseguraban desvelarse leyendo la novela-reportaje. Lo irónico es que a Holcomb solo enviaron los cinco ejemplares habituales de la revista, que se perdieron en el camino. El periódico local Dodge City Daily Globe denunció la situación en su artículo editorial. A la semana siguiente todo Kansas leía la revista.

Capote estaba seguro de que conquistaría el mundo, pero, contradictoriamente, el gusto por la autopromoción y las luces lo convirtieron más bien en una caricatura de sí mismo.

El Baile en Blanco y Negro fue la última de sus grandilocuencias que celebró la prensa. La fiesta confirmó su estatus de maestro de ceremonias de una cierta sociedad estadounidense, pero también fue el principio del fin. Lo que vino después fue una mala fiesta. Nunca más volvió a publicar algo relevante. La sequía literaria se impuso como un fantasma. Paramount Pictures le rechazó un guión basado en El gran Gatsby y no logró terminar su siguiente novela, Plegarias atendidas, que se suponía emularía el En busca del tiempo perdido de Proust. En 1966 firmó contrato para este libro, que aplazó en cinco ocasiones y finalmente no cumplió.

Entre 1975 y 1976 publicó cuatro capítulos como adelanto en la revista Esquire. El escándalo estalló. La novela presentaba en clave, con otros nombres, pero perfectamente identificables, la vida íntima de muchas de sus amigas de la alta sociedad neoyorquina. Ellas, a quienes llamaba sus «cisnes», se sintieron traicionadas. Dejaron de llamarlo y le declararon la peor de las muertes: la muerte civil, la muerte social.

La necesidad de luces fue más fuerte que el proyecto literario y Capote ensayó de todo para llamar la atención. Se volvió un invitado habitual de programas de televisión y comentaba lo que le pidieran: desde la pena de muerte hasta la vida de ricos y famosos. En clave pop y decadente, fue el escritor norteamericano con mayor presencia mediática desde Ernest Hemingway. El alcohol y la cocaína se tomaron su vida y el escritor que pensó revolucionar la novela se desvaneció. Apareció en cambio un personaje social, de sonrisa falsa y mirada perdida, que animaba la resaca del final de los setenta y que llegó a ir a clubes nocturnos en pijama.

Murió en agosto de 1984, habiendo declarado en numerosas entrevistas que lamentaba lo que le había acarreado su idea de escribir un reportaje novedoso. En 1972, por ejemplo, ya lo confesaba en una autoentrevista: «Tardé cinco años en escribir A sangre fría, y un año en recuperarme…, si es que recuperarse es la palabra; no pasa un día sin que algún aspecto de esa experiencia no proyecte su sombra sobre mi mente». Pero la muerte, de un modo absurdo y espeluznante, revivió a Capote. Ese hombre pequeño, mordaz y de escritura brillante, que se convirtió en un payaso deseoso de grandeza y atención, ahora es una leyenda. Un escritor de referencia. Un fantasma que fascina tanto por su obra como por su biografía. Un narrador personaje que hoy estudian los académicos por losque se sintió rechazado. Un genio, como él mismo escribiera en uno de sus textos de Música para camaleones, donde también alardeaba de ser alcohólico y homosexual.

Biografías, ensayos y dos películas han rescatado a este cadáver que seduce: Capote (2005) e Infamous (2006). En la primera, lo interpretó el actor Philip Seymour Hoffman, quien posiblemente se haya convertido en la cara con que el verdadero Truman enfrenta a las nuevas generaciones, porque en las últimas reediciones de la biografía escrita por Gerald Clarke es el actor, no el escritor, quien aparece en la portada.

Como todo en la vida de Capote, otra vez el personaje se impuso al genio.



1 Tiempo después se acabaría esa amistad, porque el escritor llegó a sugerir que Matar a un ruiseñor era, en parte, suya. Que no solo había inspira do a uno de los niños protagonistas sino que había escrito algunos párrafos o hecho cambios en el original. Su relación se resintió de tal modo que jamás volvieron a dirigirse la palabra, al menos públicamente.
2 La nota inicial de A sangre fría señala: «Todos los materiales de este libro que no derivan de mis propias observaciones han sido tomados de archivos oficiales o son resultado de entrevistas con personas directamente afectadas». Desde su publicación y hasta ahora, académicos y periodistas han buscado errores o inexactitudes. Algunas inexactitudes eran menores, como el precio de venta de un caballo o su utilidad (182,50 dólares por un caballo que iba a usarse para cría frente a los 75 que escribe Capote por un caballo para el arado), pero otras eran centrales, como declaraciones supuestamente textuales de los acusados que diferían sustancialmente de las reales.