El lector dizque culto suele torcer el gesto cuando escucha hablar de ciencia ficción, como si hubiera pisado caca de perro. El modo condescendiente y la corrección política suelen sugerir el recurso a la excepción, que tiene un solo nombre (aunque pocos lo hayan leído): Philip  K. Dick, tanto por películas basadas en sus relatos –Blade Runner y Total Recall, las más famosas, aunque mucho se alejen de las historias originales– como porque Bolaño, Fresán y otros escritores lo han santificado.

Detrás de todo ello está la idea de los subgéneros literarios, que sitúa grupos de obras en un estatuto más cercano a la industria del entretenimiento que a la real literatura. Por lo demás, salvo raras excepciones, la ciencia ficción hace tiempo ya que se bate en retirada, por dos poderosas razones: la espiral del conocimiento hace que las ficciones sobre el futuro se tornen rápidamente obsoletas (salvo que se trate solo de un punto de partida para otras preguntas y elaboraciones) y, por otra parte, los efectos especiales del cine contienen todo lo necesario para epopeyas que solo piden suspender la necesidad de verosimilitud. Podemos pasarlo muy bien en los universos Marvel o Star Wars, sin exigirles correspondencia alguna o líneas de continuidad con este lado de la realidad. La ciencia ficción –esa de Asimov, Heinlein o Gibson, que  aspira a auscultar el pulso del futuro– es cosa de otro tiempo.

Si el nicho de lectores se reduce, con mayor razón se acortan los espacios para la ciencia ficción en la crítica literaria. Y cuando surgen esos libros en el horizonte del reseñista, suele ser porque se trata de autores consagrados y reconocidos en varias otras lides (y sí, es una manera de justificar la incursión en un género menor). Margaret Atwood, por ejemplo, candidata al Premio Nobel de Literatura desde hace décadas, ha escrito historias inolvidables –Oryx y Crake, El cuento de la criada (que tuvo película y una reciente serie que motivó la reedición del libro)– que traducen en distopías una visión muy lúcida y pesimista del presente. También está Michel Faber, publicado en castellano por Anagrama, que ha explorado el tema del otro en libros deslumbrantes por su inventiva, su estilo y la radicalidad de sus preguntas. Bajo la piel (que tuvo una horrible adaptación cinematográfica) y El libro de las cosas nunca vistas son novelas enormes, donde los alieníge- nas desbordan ampliamente cualquier exotismo destinado a entretener. Son el otro, y preguntar quién es el otro, o de qué modo algo se convierte en un otro (y por lo tanto en alguien), es una cuestión que interroga profundamente el presente.

Como en el caso de Faber, las elecciones de catálogo de las editoriales sitúan en el circuito a autores que habrían tenido un destino muy distinto en otras colecciones. Anna Starobinets escribe cuentos de ciencia ficción dura, pero nunca inocentes (quiero decir, nunca puramente entretenidos) que giran en torno al cambio. La publica en España Nevski Prospects, especializada en rusos, pero no en ciencia ficción. Cuando escribí la reseña reclamé contra los blurbs que la presentaban como la Stephen King o la Neil Gaiman rusa. No, no. Ella se defiende sola y es una escritora interesantísima. También ocurre a la inversa. Mario Levrero decía que La ciudad, su primer libro editado en España, apareció en una colección de ciencia ficción, «de modo que para los españoles seré un autor de ciencia ficción. Es una pesadilla recurrente».

¿Será cierto entonces que el envoltorio es muy importante? ¿Que el catálogo editorial determina tanto el modo en que nos enfrentamos a los textos? ¿Qué hace que un libro de ciencia ficción interrogue al lector que encajonó el género en el sector de entretención pura?

La muletilla de los capítulos de series sesenteras en blanco y negro decía «Continuará».