Existe un vínculo misterioso entre la literatura y la ceguera. Los ciegos, a diferencia de los tuberculosos, los poliomelíticos o los enfermos de sida no están sometidos a la actualidad de las epidemias, a las modas o a los caprichos del mundo editorial. Si nos remitimos a los ejemplos más célebres de la antigüedad, a las figuras de Homero, Tiresias, el Audífidus que menciona Cicerón en sus Tusculanas, Diodoto el estoico o Dídimo de Alejandría (venerado primero por sus conocimientos y satanizado después por defender la transmigración de las almas), podemos inferir que la fascinación causada por el ciego se debe a que está excluido del mundo de las apariencias. Está menos expuesto a las distracciones superfluas y tiene más tiempo para la contemplación interior. Pero la ceguera en la literatura posee también un aspecto correctivo, la punición infligida a los actos más horrendos. Es la condena que escogió Edipo, atormentado por su doble crimen de incesto y parricidio, antes de recorrer como un apestado los caminos de la antigua Grecia. La mendicidad, a la que muchas veces se veía orillado, hizo del ciego un ser en constante exilio. Para subsistir durante la errancia necesitaba un acompañante que le sirviera de guía. Tal es la historia de El Lazarillo de Tormes, una de las primeras novelas españolas que en Francia como en Italia inspiró una gran cantidad de relatos. “El ciego y su guía” constituye todo un género literario del siglo XVI, como lo hará más tarde la novela pastoril. La relación simbiótica entre el minusválido y su sirviente da pie a una infinidad de equívocos y peripecias: al notar que su acompañante aprovechaba la menor oportunidad para estafarlo, también él, con sus recursos de invidente, argüía la manera de vengarse. Como el personaje de esa novela, el ciego fue durante muchos siglos, un hombre de la ruta, un peregrino. Su exilio se debe muchas veces a la necesidad de escapar al encierro inminente.

En La isla de los ciegos (1890), inspirada por un cuadro de Brueghel, el dramaturgo belga Maurice Maeterlinck refiere la huida de doce invidentes que se fugan del asilo acompañados de un viejo cura casi en la misma situación. Los personajes de esa obra de teatro eran símbolo de una humanidad ignorante que pone su destino en manos de la Iglesia. La obra fue un fracaso en escena: al parecer, el público no soportó tanto simbolismo y tan poca acción. Al institucionalizarse los hospicios, el invidente aparece sobre todo como un hombre condenado a un doble cautiverio. Los ciegos de Beckett encarnan perfectamente la neurosis y la desesperación del minusválido recluido y aislado del mundo, sujeto a un sirviente del que depende por completo y al que no puede dejar de aborrecer. Hamm odia a su siervo porque, a diferencia de él, puede ver cada mañana la luz de la tierra desde el apartado asteroide donde viven y también porque tiene la posibilidad de abandonarlo. Uno de los más grandes clichés es el que presenta al ciego dotado de poderes sobrenaturales o con un sexto sentido ilimitado. Dios compensa su tragedia con una sabiduría y una sensibilidad excepcionales. Según el psicólogo francés Pierre Villey, autor de un ensayo muy interesante titulado Le monde des aveugles, en el Islam el ciego se cuenta entre los favoritos de Alá. La tradición occidental quiso que Homero, padre de la épica greco romana, careciera del sentido de la vista y aunque existen pruebas para desmentir esto, como versiones muy antiguas de su vida en las que el autor de la Ilíada era vidente –sin contar las innumerables descripciones de paisajes, rostros, ciudades que hay en su obra– fue ésta la manera en que se hizo célebre o en que el mundo decidió representarlo. El hecho se debe quizás a que en la poesía, según asegura Borges, prima la música antes que el sentido visual.

Sin embargo, a la hora del combate amoroso, la supuesta clarividencia que se atribuye a los ciegos los desampara. Risa en la oscuridad, la novela de Nabokov, se regodea en la patética historia de Albinus, quien abandona a su esposa por una mujer más joven al tiempo que su vista declina. Su nueva amante lo desprecia y explora con él todas las posibilidades de la humillación. Fascinante y terrible como suele ser la obra de Nabokov, este libro reúne todos los estereotipos: el mito del amor ciego, la ceguera como castigo al adulterio y el estado de aislamiento. No ocurre lo mismo con la mujer invidente, dotada en general de una pureza perturbadora. La ceguera preserva su inocencia confiriéndole además una sensualidad insospechada. Así la representa Jean Giono en El canto del mundo, donde Clara le abre a su amante las puertas de un erotismo nuevo y desenfrenado del que éste ya no podrá prescindir. Una novela ejemplar sobre el tema es La luz que se extingue de Rudyard Kipling, en la que el joven pintor Dick Hedar, pierde la vista justo en el momento en que se dispone a crear su obra maestra. Esto ocurre paulatinamente, a medida que avanza su mal correspondido amor por una joven ambiciosa y sin talento. Kipling se solaza en la agonía de este complejo personaje. Poco a poco, su angustia se va convirtiendo en la verdadera protagonista de la historia hasta que, en la vida de Hedar, no se perfila ya ningún horizonte además del suicidio. Basta echar un vistazo a los libros de psicología sobre invidentes o los testimonios de terapeutas que han trabajado con ellos para comprender que entre el ciego común y su estereotipo no hay muchas coincidencias. Toda esta literatura ha sido escrita por videntes que ponen de manifiesto sus fantasías y en particular su temor a caer en un estado semejante. Recordemos el ya clásico Informe sobre ciegos de Ernesto Sábato, donde éstos viven en los subterráneos y conforman legiones maléficas, asesinas, como si se tratara de otra estirpe humana. H.G. Wells describe, de manera inversa, el miedo a ser convertido cuando al protagonista de El país de los ciegos le diagnostican una enfermedad terrible: la vista. El único remedio que encuentran los médicos de esa nación es extirparle los ojos, “esos órganos inútiles”. Pocos son los casos de escritores invidentes que hablan de la ceguera en su propia obra. Pero cuando lo hacen, sus preocupaciones conciernen menos a los estereotipos del ciego que a los problemas concretos a los que se enfrentan en la vida diaria. Milton, por ejemplo, dice haber sacrificado su vista escribiendo folletos en favor de la libertad.

Mientras escribía esta conferencia, encontré el rastro de dos singulares escritoras francesas que me gustaría mencionar. La primera es Berthe Galeron de Calonne, nacida en París en 1859, quien perdió la vista a los seis años de edad y el oído cerca de los treinta. Sin embargo, le fue posible estudiar filosofía gracias a novedosos métodos de enseñanza adaptados y combinados con el Braille. Su poemario, publicado por primera vez en 1890 y aumentado en cada reedición, obtiene el reconocimiento de la Academia Francesa. Mallarmé, asombrado por el trabajo y la lucha de esta mujer incapaz de oír y de ver, la nombra “La Grande Voyante” (“La Gran Vidente”). Cito uno de sus textos llamado “Mis reflejos”:

¿Por qué negarme la necesidad de imágenes?
Puesto que mis ojos vieron, todo puedo concebir;
Mi mente ha conservado el hábito de ver,
En el alma tengo reflejos, no vanos espejismos.
Mi lejano recuerdo, mágico espejo
Donde aún veo rostros queridos sonreír,
Es atravesado, a veces, por bruscos paisajes,
Que me alumbran, como a la salida de un túnel negro.
Sería volverme completamente ciega
Renunciar a las palabras que hablan de la luz (…)
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Los ciegos de Beckett encarnan perfectamente la neurosis y la desesperación del minusválido recluido y aislado del mundo, sujeto a un sirviente del que depende por completo y al que no puede dejar de aborrecer. Hamm odia a su siervo porque, a diferencia de él, puede ver cada mañana la luz de la tierra desde el apartado asteroide donde viven y también porque tiene la posibilidad de abandonarlo. Uno de los más grandes clichés el que presenta al ciego dotado de poderes sobrenaturales o con un sexto sentido ilimitado.

La segunda se llama Angéle Vannier (1917-1980). Esta escritora que perdió la vista a los 22 años, describía la ceguera como un plongeon dans l’écart (una “zambullida en el distanciamiento”). Según ella, la poesía era un intento de permanecer en el mundo de los otros, el mundo de las formas y colores que describen las palabras. Tras el reconocimiento de sus primeros poemas, comenzó a frecuentar los círculos surrealistas. Paul Éluard escribió el prólogo de su primer poemario, L’Arbre á feu (El árbol de fuego). Su obra está llena de imágenes fantásticas y coloridas. A propósito, uno de los temas que a menudo comparten los escritores invidentes es el del color. Borges, por ejemplo, habla de la nostalgia que siente por el color rojo y de la fidelidad del amarillo en su memoria: “El mundo del ciego no es la noche que la gente supone. En todo caso estoy hablando en mi nombre y en nombre de mi padre y de mi abuela, que murieron ciegos; ciegos, sonrientes y valerosos, como yo también espero morir. Se heredan muchas cosas (la ceguera, por ejemplo), pero no se hereda el valor”.

En esa conferencia, que tiene por título “La ceguera”, el escritor argentino se refiere con afecto a los objetos que aún puede distinguir y enumera los temas que han cautivado su interés desde que perdió la vista. No hay poema más sobrecogedor acerca de esta condición que “Poema de los dones”, en el que la figura de bibliotecario ciego es descrita como una “magnífica ironía divina” y cuya experiencia sólo es comparable a la de Tántalo:

De hambre y de sed (narra una historia griega) muere un rey entre fuentes y jardines; yo fatigo sin rumbo los confines de esta alta y honda biblioteca ciega.

Borges explica también que, contrariamente a lo que la gente imagina, en vez de vivir en un mundo de oscuridad absoluta, su entorno consiste principalmente en una neblina verdosa o azulada. “La gente”, dice Borges, “se imagina al ciego encerrado en un mundo negro. Hay un verso de Shakespeare que justificaría esa opinión: Looking on darkness which the blind do see; ‘mirando la oscuridad que ven los ciegos’. Si entendemos negrura por oscuridad, el verso de Shakespeare es falso”.

Pero los colores no constituyen la única preocupación de los escritores ciegos. En su novela Ciegos, el francés Hervé Guibert nos revela su odio por las esquinas de las mesas. Como otros, aborda el tema del amor entre ciegos pero, en lugar de abundar en especulaciones, se limita a describir de manera realista la vida cotidiana de dos seres perfectamente autónomos que comparten un departamento y educan en él a su hijo vidente.

Me permito una digresión para hablar del pequeño universo de los periódicos, las revistas y los libros en Braille que circulan por canales invisibles para los lectores comunes y del cual sabemos muy poco. Últimamente Internet, y en particular los chats para ciegos, han abierto una brecha hacia ese mundo de ceguera cotidiana. En un principio, esos sitios están hechos para leerse en pantallas adaptadas al sistema Braille, pero es posible obtener una traducción e incluso participar en ellos desde nuestro ordinario teclado. Existen también foros de discusión sobre libros o películas del momento. Los usuarios de hotbraille.com emprendieron una conversación sobre los personajes ciegos del séptimo arte. Sus comentarios no carecen de ironía. El guión de Esencia de mujer, por ejemplo, les pareció muy logrado, así como la actuación de Al Pacino, pero critican detalles, no tan insignificantes, como que el bastón del capitán fuera negro. “¿Alguien de ustedes ha visto un bastón negro?”, bromea un participante. En cambio Bailar en la oscuridad, la película de Lars von Trier, tiene, a su juicio, una cualidad solamente: la música. Califican a la historia de “melodrama insostenible”.

No todas las conversaciones son culturales, también hacen preguntas y bromas sobre la sexualidad, el amor, el trabajo, la cocina. A menudo sus temas resultan igual de anodinos y diversos que los de cualquier otro foro pero, tras la banalidad de esas conversaciones, algo parece indicar que la ceguera, más que una fatalidad o una condición mágica, como creían los antiguos, es sólo una manera más de enfrentar la existencia.

Aunque se trata de un artista plástico y no de un escritor en el sentido tradicional de la palabra, Evgen Bavcar, fotógrafo ciego de origen esloveno, merece ser mencionado aquí, ya que a menudo su obra hace referencia a la literatura. “Sólo cuando imaginamos, existimos”, asegura Bavcar. “No puedo pertenecer a este mundo si no puedo decir que lo imagino a mi propia manera. La imagen no es necesariamente algo visual: cuando un ciego dice que imagina, significa con ello que él también tiene una representación interna de las realidades externas, que su cuerpo también media entre él y el mundo”. Fascinado por la figura de Edipo, con el que dice identificarse, Bavcar cuenta que a menudo la gente se molesta de que un ciego se atreva a tomar fotografías. “Esto es consecuencia de los prejuicios psicológicos, históricos y sociológicos que existen acerca de los ciegos. Si las personas quedan perplejas es porque interviene su propia relación con la ceguera, a veces su temor, a modo de complejo de castración. Los momentos más importantes de mi vida han sido aquellos que suscitaron en mí una revuelta para reivindicar mi igualdad con respecto a los demás y la aceptación de mi diferencia. Mi sed de imágenes también consiste en combatir todos los lugares comunes acerca de los ciegos”.

Bavcar dice que su fotografía parte de la oscuridad, que su hoja en blanco en realidad es negra, como una cámara oscura. Con frecuencia, para llenar ese vacío, deja abierto el obturador mientras se acerca y recorre los objetos con una vela o una pequeña linterna. Para guiarse, se vale de su tacto o de algún asistente. El resultado ha sido descrito en varias ocasiones como “una especie de escritura con luz”. ¿No podría decirse lo mismo de la poesía de Borges, de Milton, o de Homero?

Quizás la fascinación que desde siempre ha ejercido el ciego en la literatura se debe a que tanto él como el escritor –el que trata por todos los medios de se faire voyant, como diría Rimbaud– nos ilumina desde su oscuridad, enfrentándonos sistemáticamente a nuestras propias tinieblas, a aquellos puntos opacos de nuestra existencia que sin la ayuda de sus palabras y sus reflexiones, probablemente nunca nos atreveríamos a ver.