A Fernando Sandoval

Mi familia se desperdigó después de que murieron las dos hermanas de mi mamá. Se desintegró entre los silencios y las reyertas cebadas por el alzhéimer, que más que una enfermedad es una seguidilla de crueldades y depredaciones. Se perdió la familia y se desvanecieron con ella hasta los objetos asociados con la vida en común, salvo minucias, remanentes sin vínculos: un pañuelo bordado con iniciales desconocidas, una figurita de porcelana de procedencia incierta, una cajita de lata con joyas de fantasía, un par de anteojos, un abrigo que no le queda bueno a nadie.

El objeto que más curiosidad me causó siempre fue la foto enmarcada del tío Nano, muerto quince años antes de que yo naciera. Era de esas clásicas fotografías de estudio que se encuentran en tantas casas chilenas, impresa en blanco y negro, en un marco semiovalado o tal vez octogonal. Colgaba en el dormitorio de mis abuelos, aunque a veces pasaba períodos en el comedor. Según mi mamá, a mi abuelo no le gustaba tenerla en su pieza, pero siempre volvía a su sitio, encima del velador de mi abuela, una especie de altar a su memoria. Por detrás, el marco tenía una tapa de cholguán o cartón oscuro, un papel estampado con una firma, una dedicatoria borrada y el timbre de un estudio ubicado en la calle Dos Sur de Talca.

Mi mamá, a estas alturas de su propio alzhéimer, no recuerda qué pasó con el retrato de su hermano mayor, solo vocea conjeturas. Seguramente Simón o alguna de sus hijas se quedó con él, seguramente habrán vendido el marco, que era fino, seguro que la perdieron porque no sabían quién era, seguro que lo tienen botado por ahí. Es una estrategia parecida a la que usó toda la vida para ocultar que no sabía algo, para comprar algo de tiempo. Así aprendimos que toda conjetura de mi mamá se daba por cierta mientras no surgiera una refutación contundente. Sus hipótesis (palos de ciego, decía yo cuando me exasperaba) siempre fueron muy plausibles porque ella era experta en leer signos e indicios, por tenues que fueran, y porque era bien sagaz a la hora de organizar sus observaciones. Ahora sus conjeturas son de otra índole; en lugar de plantarse con seguridad frente la incertidumbre, avisan que vienen desprovistas de certeza. El indicio que usa como guía es el destello del recuerdo en el interlocutor. Cuando le hago una pregunta, me pide con los ojos que me acuerde yo, que conteste yo por ella, quiere leer en mis ojos sus recuerdos perdidos, para que le repita lo que ella alguna vez me contó y aferrarse a eso como la verdad.

No puedo exhortar a mi mamá a que se acuerde, porque para ella la memoria dejó de ser una facultad propia, para convertirse en algo tan ajeno a su control como el clima. Nadie sabe con seguridad si la cabeza le va a amanecer con sol o con neblina. Hay momentos en que las nubes se le aprietan en racimos negros y apenas dejan pasar algo de luz, pero todavía, por suerte –toco madera–, hay muchos momentos en que el cielo se le despeja y resplandece, diáfano, como recién llovido. No se preocupe, mamita –le dije la última vez que le pregunté por el retrato del tío Nano–, igual esa foto me la sé casi de memoria. Yo me sabía de memoria la cara de mi hermano –dijo–, pero ya no, a veces hasta se me olvida que tenía un hermano mayor, ahora me acordé porque usted me preguntó, tanto tiempo que nadie me lo nombraba.

De niño, tal vez para luchar contra la incomodidad de tener que lidiar con la presencia de ese tío muerto, yo pensaba que ese señor del marco octogonal no era de verdad pariente nuestro. No compartía ningún rasgo con mi madre o mis tías. Tampoco se parecía a su hermano menor, considerado –mediante la sistemática omisión de los piropos prodigados al resto– el feo de la familia. El tío Nano era buenmozo, afirmaban mi madre y mis dos tías, con la vehemencia risueña de las mujeres que no dudan de su propia belleza. En la foto no se veía tan buenmozo, pero seguro que sus hermanas no mentían, por la forma en que hablaban de él, por el efecto que según ellas tenía en quienes lo conocieron. De repente irrumpía en una pieza cantando y ensayando pasos de tango con un brazo a medio extender, la mano sobre el plexo solar, descamisado, con los suspensores sueltos y un cigarrillo apretado entre los labios, los ojos entrecerrados, centellas detrás del humo azul. A veces aparecía con el pelo hecho un remolino, mojado de sudor, la guerrera ploma de conscripto sin abrochar, los pantalones arremangados y los calamorros sueltos, después de una pichanga o una carrera en una plaza polvorienta. Venía sediento, voraz, regalón, vital, y su madre y sus hermanas se le prodigaban.

Las fotos de la familia de mi madre se cuentan con los dedos de una mano. La primera es de mi abuelo José del Carmen, en la plaza de Los Ángeles. Está a caballo, de chupalla andaluza y poncho de Castilla. Sabemos que es él porque siempre se nos ha dicho que es él, pero la verdad es que bien podría ser otra persona, otro huaso imponente, varonil y oscuro que por alguna razón (¿la usanza?, ¿un capricho?) optó por fotografiarse montado entre esos árboles sombríos.

La segunda es de mi mamá a los cinco o seis años, sacada poquito antes del terremoto de 1939, en un campo cerca de Chillán. La niña trata de disimular una rotura de su vestido adoptando una pose desafiante, con los brazos en jarra y el ceño fruncido por el sol.

Irrumpía en una pieza cantando y ensayando pasos de tango con un brazo a medio extender, la mano sobre el plexo solar, descamisado, con los suspensores sueltos y un cigarrillo apretado entre los labios, los ojos entrecerrados, centellas detrás del humo azul. A veces aparecía con el pelo hecho un remolino, mojado de sudor, la guerrera ploma de conscripto sin abrochar, los pantalones arremangados y los calamorros sueltos, después de una pichanga o una carrera en una plaza polvorienta.

Hay otra, tomada diez años más tarde, de mi mamá con su hermana Carmen, las dos de salida dominical. Llevaban dos años trabajando puertas adentro en Santiago al momento de pasear por esa plaza de Ñuñoa. Mi mamá tiene quince años y todavía se le nota en las mejillas la redondez lozana de la pubertad. Lleva cartera y unos zapatos de medio taco como los de la pata Daisy. Su hermana, que iba a ser la primera en morir de alzhéimer, tendría unos dieciséis o diecisiete años y se ve mucho mayor y más esbelta. Las dos están contentas y sonríen con el mismo grado de intensidad. Habían pasado cinco años desde el asesinato de su hermano Fernando.

En la foto siguiente (la última, me sobran dedos) ya han pasado casi diez años más. Mi mamá  parece una mezcla de Rita Hayworth y Lauren Bacall. En cambio, mi tía Carmen, la joven esbelta de la foto anterior, ya había empezado a desaparecer. Entre su marido y mis primos terminaron borrándola por completo, empezando por su ausencia de las fotos. Con el correr del tiempo la escondieron junto a los cuadernos en que ella, seguramente sintiendo que la memoria le empezaba a fallar, se había propuesto escribir sus recuerdos de infancia campesina. También están en esa foto mis abuelos: él, con la solemnidad distante de un evangélico recién convertido, y su mujer, irreconocible, con la cara de fastidio atávico con que salía en su cédula de identidad.

Y no me acuerdo de otras, tal vez haya una o dos más por ahí, pero eso es todo, no llegan a cinco o seis fotos en treinta años para una familia que llegó a tener once personas. De los nueve hijos, solamente cinco sobrevivieron los rigores de la infancia en el campo, y de estos, solo cuatro llegaron a viejos. Tal vez hasta sea mejor que entre tanta muerte hayan quedado tan pocos vestigios. Susan Sontag dice con tanta certeza que coleccionar fotografías es coleccionar el mundo, pero ella habla desde su optimismo moderno, tan norteamericano, tan vorazmente colonizador, y da por garantizados la abundancia, el acceso al lente y los procesos tecnológicos del primer mundo. En la escasez del Valle Central de Chile de mediados del siglo XX, sin embargo, una foto, sobre todo si es la única que tenemos de alguien, es parte del mundo solo en el sentido en que una sombra es parte del mundo. Una foto de estas, las fotos fantasmagóricas de mi familia, será siempre poco más que eso, el registro de una sombra, un ayudamemoria en la caverna; especialmente si está algo desenfocada, sin calibrar, impresa en papel quebradizo y coloreada a la diabla.

La seriedad de mi tío Nano en su retrato opacaba sus rasgos y proyectaba una sensación de lejanía y soledad contra la que yo tenía que luchar cada vez que la miraba. Es la cara de un muerto, tiene los ojos abiertos, pero está muerto, me decía a mí mismo. El miedo que sentía al encontrarme a solas con el retrato aumentaba cuando pensaba que en el momento de morir, Fernando debió haber sentido mucha pena y mucha rabia. Esa mudez airada, opaca y triste de la foto era para mí su forma de dejar constancia de una inconformidad eterna. Porque qué otra cosa va a sentir uno sino rabia cuando una noche de primavera, en la pista de baile de una quinta de recreo en Molina, provincia de Curicó, se le abalanza alguien que, simulando un esperado abrazo, le perfora el corazón de un solo puntazo de estilete.

Al momento de su muerte, Fernando Sandoval Valenzuela tenía veintidós o veintitrés años. Venía recién saliendo del servicio militar, donde, según varias versiones, habría conocido a su asesino. Era un muchacho de espaldas anchas, esbelto y de buena estatura, buen corredor y futbolista. «Bien hecho» era la expresión que usaba mi abuelita. Siempre andaba con la chanza en la boca. Casi siempre, corrige mi mamá, la regalona de su hermano mayor, porque un par de veces ella lo encontró llorando a solas, en la oscuridad del patio. Fernando heredó el temperamento extrovertido de mi abuela, criada en las hosterías y posadas camineras de Ñuble, Concepción y Biobío, donde una mujer tenía que saber usar la lengua como primera línea de defensa propia. Tal vez porque se le parecía en el carácter, su madre lo adoraba y lo consentía, y tal vez por eso Fernando nunca se llevó bien con mi abuelo, un hombre parco y sencillo que a veces se quedaba sin saber qué contestar frente a la ironía quemante y risueña de su mujer.

Era desordenado –palabra que contiene, por sí sola, todo un código– y por eso mi abuelo fue partidario de que hiciera el servicio militar. Mi mamá dice ahora, cuando amanece más desorientada, que ella cree que su hermano nunca hizo el servicio, pero la historia que contaban una y otra vez ella misma y sus hermanas la contradice. Al terminar su período como recluta, le pidieron que hiciera un curso de suboficial en Santiago. Su superior (un capitán, otras veces un teniente, quizás un sargento) había quedado impresionado con la entereza de Fernando. Sucede que un domingo en la noche, el conscripto Sandoval volvió al regimiento después de la salida reglamentaria con el brazo quebrado (mi tía Carmen decía que se había quebrado un pie, no un brazo). Cuando el oficial de guardia le preguntó qué le había pasado, el conscripto Sandoval confesó sin vacilar que había estado jugando fútbol, en violación directa de la norma. No lo castigaron demasiado, dice mi mamá, porque dijo la verdad.

Mi tío Simón, el hermano menor, me dio a entender una vez –camino al estadio Santa Laura, donde siempre me llevaba cuando yo era adolescente– que le molestaba el culto al tío Nano, que se decían mentiras, que quizás en qué lesera andaría metido, que apostaría que la pierna no se la fracturó jugando a la pelota, que le andaba contando cuentos a todo el mundo, que era medio vividor, medio fresco, irresponsable, un gallo raro. Nunca más volvió a mencionar el tema, pero me sorprendió la revelación tan inesperada de un rencor tan fuerte. Lo más sorprendente no era el encono con que hablaba sino que Simón apenas había alcanzado a conocer a su hermano mayor y aun así hablaba mal de él. Ese incidente me despertó la curiosidad y empecé hacer preguntas más específicas y sistemáticas. ¿Cómo murió el tío Nano? Siempre tuve la sospecha de que no había sido por enfermedad, porque las muertes por enfermedad se hablaban, no eran materia de rodeos. Desde niños oímos hablar de niños muertos en la familia de mi mamá, en particular de una hermanita que alcanzó a remontarse a duras penas a los cinco años y con cuyo recuerdo mi mamá invariablemente se conmovía, siempre mencionando que había sido muy enfermiza pero valiente hasta el final. Ahora no se acuerda cómo se llamaba esa niña que fue su compañera de juegos, y como yo no estoy seguro, no me atrevo a poner aquí su nombre.

De los detalles de la muerte del tío Nano nos fuimos enterando por retazos. Hay una extraña simetría entre la construcción de los recuerdos familiares y el proceso del olvido. De repente surgió la figura del asesinato. No padecía de ninguna enfermedad, al contrario, estaba en la plenitud vital de sus veintidós años. Lo mataron. Así, en abstracto, y de a poco se sumaron los detalles reveladores, que fue de noche, entre un viernes y un sábado o un sábado y un domingo. No se hablaba de los motivos y por un tiempo estuve convencido de que se había tratado de una muerte casi accidental, que él había estado en el lugar equivocado y que en la confusión de una riña le había llegado una estocada mortal.

Porque fue eso, una estocada, no un balazo ni una golpiza sino una estocada con un punzón que dejó una marca ridículamente pequeña en su pecho, un punto apenas discernible en la palidez de su pecho. De alguna manera que nunca ha sido precisada, mi madre, una niña de diez  años, vio el cuerpo de su hermano muerto. Se veía lindo, decía, con su pelito recién cortado, como si no le hubiera pasado nada, como si se fuera a despertar en cualquier momento. Yo no me acuerdo de haber hecho la pregunta, ni tengo la seguridad de que la haya hecho alguno de mis hermanos y hermanas, pero en algún momento tiene que haber surgido: ¿quién fue, quién lo mató? Con cada reiteración de la historia, la respuesta a esa pregunta nunca dejó de inquietarme: se sabía quién había sido, nadie lo dudaba. Cómo no se iba a saber, si fue en descubierto, delante de toda la concurrencia de una quinta de recreo, donde estaba medio Molina. En uno de los recuentos salió el nombre del asesino: un tal Aquiles. Nada más, ni una seña más, ni una descripción. Tiempo después se iba a añadir el detalle de que era un hombre de unos treinta años, conocido en la zona, dueño o futuro heredero de algunas propiedades. Detrás de todo se fue formando la presunción de que había una mujer en disputa. Si bien eso podía aclarar un poco la nebulosa alrededor de la muerte de mi tío, algo no cuadraba o quedaba incompleto.

Por la época en que mi mamá quinceañera se sacó la foto en la plaza junto con su hermana Carmen, cuenta, se subió a un tranvía Ferrocarril Oeste, de los que pasaban por la calle San Pablo. Iba en dirección oriente, hacia Mapocho. Llevaba una bolsa llena de recortes de tela, un encargo pesado e incómodo de manejar, y el tranvía iba lleno.

Logró subirse e intentó avanzar por el pasillo hacia un espacio más cómodo. De pronto, al detenerse el carro en la esquina de Matucana, sintió que la sangre se le iba de los brazos, dejó caer el paquete y tuvo la sensación de que se desvanecía. La sujetaron entre varios pasajeros y logró recuperarse. Para entonces, él la había visto, tal vez la reconoció o tal vez vio el destello de esos   ojos y a empujones, aterrorizado, buscó la salida. El carro se puso en marcha con rapidez y mi mamá empezó a gritar, ¡asesino, ahí está el asesino, ahí está el que mató a mi hermano, paren a ese asesino, el asesino! El hombre se abrió paso a golpes de hombro y codazos por el pasillo, pateó y forcejeó con la puerta hasta que la abrió lo suficiente para lanzarse al empedrado sin esperar que se detuviera el tranvía, como quien se arroja a un río. Mi mamá lo vio tirarse, lo vio caer, lo vio quedar tendido sobre los rieles sin un zapato, vio a los curiosos arremolinarse alrededor del cuerpo. El tranvía siguió su marcha.

Era él, lo reconocí, se llamaba Aquiles, estoy segura de que era él, mijo, ese infeliz, pero yo lo gritoneé bien gritoneado, le grité delante de la gente que era un asesino. Eso no se me va a olvidar nunca.

Me contó la historia de nuevo una tarde de otoño, hace unos meses, sentada en su cama, junto al velador donde guarda las fotos de sus hijos, especialmente las de sus dos hijos ausentes, los que nos fuimos a vivir lejos de Chile. Por la ventana entraba el sol dorado de mayo, bello pero mezquino de calor. Le leía a mi mamá partes del libro que tenía que lanzar esa misma noche, un libro escrito para ella, que fue la que me enseñó a leer, a escribir, y a entender por qué nos contamos historias entre nosotros. Por causa de ese libro había discordia en mi familia, se habían despertado desconfianzas y rencores entre hermanos, se habían formado bandos a favor y en contra de su publicación. Le leí la parte final, que es todo ella y su memoria, y mi mamá (olvidando que una de mis hermanas ya se la había leído, en el fragor de la disputa interna) disfrutaba de las palabras, se reía, agregaba datos, se transportaba a otro tiempo.

¿Eso lo escribió usted?, me preguntó.

Cerré el libro y seguimos conversando, hasta que, mirando fotos, nos encontramos hablando del tío Nano. Se parecía harto a ustedes, a su hermano sobre todo, era tan lindo, dijo. Me quedé callado, esperando que siguiera, sin esperar jamás que fuera a contar algo nunca dicho. Vi que tenía los ojos enrojecidos, las cejas coloradas de emoción. Dentro de mi abrazo la sentí muy chiquitita, como un pajarito. Se lo dije. Chirigua, así me decía mi hermano, chirigua –me contestó–, yo era su regalona, me acuerdo del último día que lo vi, nos vino a ver a la casa donde arrendábamos unas piezas, andaba feliz, le habían  pagado recién, le pidió a mi mamá que le planchara una camisa blanca y yo le dije «yo te la plancho», pero mi mamá no me dejó, porque en ese tiempo se planchaba a carbón. Él salió y yo quise salir con él, pero no me dejó porque iba a la peluquería, dijo que no era lugar para niñitas chicas. Yo lo seguí sin que se diera cuenta y lo miraba por una rendija que había en la pared de atrás de la peluquería. Lo vi entrar y sentarse en el sillón, rodeado de sus amigos que se reían de sus chistes mientras él los miraba por los espejos. Se echó para atrás para que le pasaran la navaja, pero seguía conversando y riéndose, echando tallas por todo. El peluquero le decía que se quedara tranquilo, pero todo eran risas. La gente andaba contenta en todo el pueblo, Molina se llamaba, porque se habían pagado de la cosecha de duraznos, todos nosotros nos pasábamos en eso, de temporeros en las cosechas, para allá y para acá nos llevaba mi papá, todos trabajábamos en eso, hasta yo que era chica. Lo miraba por esa rendija y lo veía tan contento. Tenía una fiesta en la noche, por eso quería su camisa blanca bien planchada y un buen corte de pelo.

Como a las tres, cuatro de la mañana oímos unos golpes terribles en la puerta y nos levantamos todos a ver qué pasaba. En la entrada estaban parados dos carabineros con sus mantas de Castilla, preguntando si había en la casa algún pariente de Fernando Sandoval Valenzuela. Sí, señor, yo soy el padre. ¿Y cómo se llama usted? José del Carmen Sandoval Vergara. Fernando Sandoval ha muerto. Así lo dijeron, a lo bruto, delante de todos nosotros, sin decir lo siento, nada. Fernando Sandoval ha muerto. En ese momento mi mamá se tiró al suelo, llorando a gritos que partían el alma y las hermanas nos pusimos a llorar también, pero nadie tanto como mi mamá, que gritaba ¡qué le hicieron, qué le hicieron a mi niño!, y lo llamaba.

Le pregunté, mamá, ¿por qué lo mató ese tipo, cómo lo conocía?, y ella, tal vez sin darse cuenta de que estaba revelando una dimensión que cambiaba toda la historia y que confirmaba lo que, a lo más, pudo haber sido una sospecha efímera, me lo dijo. Sí lo conocía, se conocían bien los dos, se querían mucho, se habían hecho amigos en el servicio militar, a veces lo llevaba a comer a la casa, parece que él también estaba en el regimiento de suboficial, eran muy amigos, estuvieron viviendo juntos, más de un año, vivían juntos hasta que mi hermano decidió que no quería nada más con él, porque era un tipo raro, posesivo, no quería que nadie se le acercara a mi hermano, no lo dejaba tranquilo, hasta que mi hermano se aburrió y se fue de esa casa, lo dejó no más y se fue a Molina a estar con nosotros para la cosecha, y de Talca llegó el Aquiles a buscarlo, averiguando por aquí y por allá dio con él, llegó esa noche a la quinta donde era la fiesta y ahí.

Así fue. Qué más quiere que le cuente. ¿Y no hubo una investigación, un juicio, mamá? No, nada, nada, no hubo nada de eso. Mi papá fue a reconocer el cuerpo pero nada más, no quiso hacer nada más, ni presentar ninguna acusación, y a la policía ese tipo de crímenes no le interesaba, mi hermano para ellos no era nadie. ¿Y dónde está enterrado mi tío? En Molina quedó, en la fosa común quedó, porque mi papá no quiso que se hiciera de otra manera, ni siquiera quiso ponerle un nicho, nada, se desentendió, no quiso enfrentar todo eso, lo que decía la gente de por qué lo habían matado, lo que se iba a decir si seguían averiguando, quiso taparlo todo y él era el que mandaba, así que de ahí nos fuimos, lo fuimos a dejar al cementerio y nunca más volvimos a Molina. Nunca le fuimos a dejar una flor.

Escucho por última vez las palabras de mi madre en la grabación subrepticia que le hice y luego las borro, despacio pero con convicción. Las borro porque me recuerdan que es inútil desear que las cosas hubieran sido de otra manera, inútil desear que el desamparo y el abandono final hubieran sido menos absolutos, inútil buscar en esta historia algún consuelo que sea permanente. Confirmo que las borro y termino de escribir esto con la esperanza tenue, deshilachada, de que estas páginas sean un sitio más justo para la memoria de Fernando Sandoval, para su corazón y su herida invisible, más digno que su fantasmagórico retrato o su tumba sin marcar. Luego llamo a mi mamá por teléfono. En el curso de la conversación comprendo que ella no se acuerda de haberme revelado ningún secreto. Entonces le leo lo último que escribo, mi regalo efímero: veo a mi tío Fernando en el sillón de una peluquería pintada color verde agua, riéndose a boca llena entre otros hombres, rodeado de espejos que concentran en él toda la luz de la primavera.