Toda una antigua tradición entiende la carta como una conversación entre personas ausentes. Aunque la discreción y las buenas maneras sugieren rehuir escuchar las conversaciones de otros y, por tanto, leer sus cartas, una costumbre no menos antigua se ha dedicado a publicarlas, disfrazando de afanes científicos, históricos o culturales la satisfacción de un instinto humano básico: leer la correspondencia ajena.

En uno de sus Ensayos (I, XXXIX) Montaigne afirmaba que poseía cerca de un centenar de epistolarios italianos y, al parecer, disfrutaba leyéndolos. Señalaba que le habría gustado adoptar esa forma para publicar sus fantasías, de haber tenido a quién dirigirlas. E incluso que de sus cartas personales propias se habría podido espigar algo: “Si todo el papel que alguna vez he emborronado para las damas sobreviviera, cuando la pasión arrastraba de veras mi mano, se hallaría acaso alguna página digna de ser comunicada a la juventud ociosa, seducida por este furor”.

Tan solo de esas breves digresiones de Montaigne ya es posible distinguir diferentes tipos de cartas: privadas, ficticias, amorosas. Después de todo, las razones para escribirlas son casi infinitas: hay cartas para alabar, agradecer, lamentarse, aconsejar, consolar, juzgar; las hay para invitar a cenar o declarar amor eterno, para mantener contactos o pedir un favor; desde una recomendación frívola hasta la elucubración de cuestiones filosóficas, desde un comunicado oficial hasta la confesión de una pasión. Se escriben para y por: amigos, rivales, parientes, amantes, editores, también para y por absolutos desconocidos. Lo mismo pueden dirigirse a un joven poeta que al padre.

Las aportaciones de disciplinas más o menos arcanas, desde la teoría literaria o la retórica hasta la epistolografía y la semiótica, nos indican que las cartas forman parte de los géneros “menores” o de los –como ha puntualizado Leonidas Morales– “referenciales” y elaboran diversas clasificaciones, en una enumeración caótica de las variantes epistolares. Cicerón separaba las cartas de estilo “familiar y festivo” de las del “serio y grave” (Epístolas familiares II, 4). Erasmo de Rotterdam, en el tratado epistolar latino más exitoso y representativo del Renacimiento (Opus de conscribendis epistolis, de 1522), destacaba la heterogeneidad y multiplicidad de la forma epistolar, pero apelando a la retórica, reducía su tipología a tres géneros (judicial, deliberativo y demostrativo). Algunos estudiosos señalan cuatro tipos básicos: carta-mensaje, carta-intercambio, carta-tratado y carta-dedicatoria. Otros distinguen, basados en una diferencia formal, entre cartas en prosa y en verso. Aunque hoy está desechada la distinción, pensada para las cartas del Nuevo Testamento, entre “carta”, escrita para un destinatario preciso, y “epístola”, escrita para ser divulgada ampliamente –o como lo señala Deissmann, el propugnador de la diferenciación: “la carta es un pedazo de vida; la epístola, un producto del arte literario”–, la diferenciación entre lo privado y lo público puede ser un punto de partida: la carta privada hecha pública (de otra manera no podríamos saber de ella) y la propiamente pública.

De más está decir que todas estas variedades pueden superponerse, y alguna carta responder a más de una categoría. Hay que señalar, además, que de todas ellas hay muestras y manifestaciones en la literatura chilena.

Cartografía nacional: cartas públicas
En su Panorama literario de Chile (1961), Raúl Silva Castro no considera el género epistolar ni menciona obra alguna perteneciente a él. Y resulta que son unas cartas las que inauguran (antes que La Araucana) las letras nacionales. Entre las cartas de relación de la conquista de América escritas por los españoles se cuentan las doce conservadas de Pedro de Valdivia respecto de Chile, las que Barros Arana comparó con las de Cortés: ellas abarcan desde 1540 a 1553. Cinco años tardó Valdivia en empezar a dar cuenta al monarca de su empresa (la llamada Carta II está fechada el 4 de septiembre de 1545). ¿Son cartas públicas? No, en el sentido que están dirigidas a un destinatario, sea el monarca u otras autoridades, pero sí lo son, si se consideran instrumentos de gobierno e integrantes de la construcción de sus aparatos burocráticos. Son una muestra más de lo que la época moderna implicó con su crecimiento del alfabetismo y la movilización por causas militares o de migración.

Pero también existen las “cartas abiertas” propiamente tales, dirigidas a cualquier lector, enviadas a periódicos o revistas. Más allá de la esfera de lo privado y personal, la carta también permite comunicar otros temas y problemas de la esfera pública, adquiriendo un carácter más amplio, expresando la decisión de dar a conocer el criterio de un autor sobre un tema de interés general (cultural, político o social). Entre las más célebres se cuentan algunas cartas públicas que conforman los “Recados” de Gabriela Mistral o la “Carta íntima para millones de hombres”, que Neruda publica en Caracas en 1947 y en la que hace una serie de denuncias y acusaciones contra el presidente González Videla. Este responderá pidiendo el desafuero del poeta-senador, lo que logrará a principios del año siguiente.

Cincuenta años después se produce probablemente la mayor concentración de “cartas abiertas” en Chile. El año 1998, por un proyecto editorial, se publica una serie de ellas como libros: la primera fue de Marco Antonio de la Parra y la dirigió nada menos que a quien acababa de dejar de ser comandante en jefe del Ejército, Augusto Pinochet; a De la Parra le respondería un Pinochet ficticio, en una carta de Sergio Marras (pero el sujeto de marras –con m–, a fines de ese año escribiría una “Carta abierta a los chilenos”, desde su detención en Londres). El mismo 1998 aparece una carta abierta a Patricio Aylwin por Armando Uribe y seguirían otras: a Eduardo Frei Ruiz-Tagle por José Bengoa, a Monseñor Medina por Julio Silva Solar (ambas, 1999) y Uribe repetirá con una a Agustín Edwards (2002). Todas ellas son formas de ataque, misivas como misiles, aunque no todas son igualmente certeras: algunas con una solemnidad biempensante, otras con excesivo comedimiento.

También son abiertas las “cartas al director” de un diario, aquellas que miden el pulso de la opinión pública y se constituyen en escenario de polémicas, abordando temas tan variados como los corresponsales, muchos eminentes. Famosas son las cartas en diarios ingleses, de las que se han hecho recopilaciones: The Times,The Guardian o Sunday Telegraph, abordando temas que van desde el antisemitismo a los espanta mosquitos, por personas que incluyen lo mismo al Arzobispo de Canterbury, Scarlett Johannson que a simples lectores (en un libro que recopila cartas no publicadas en Sunday Telegraph, una mujer escribe: “Por favor, dejen de publicar las cartas de mi marido” porque, como le han publicado tres, se queda hasta la madrugada para verlas primero y no deja dormir).

Las verdaderas, las auténticas cartas, con todo, son las privadas. La polimorfa masa documental que es una correspondencia no siempre alcanza a conocerse. A veces, se pierde, por descuido o exceso de celo intimista o familiar. Si se conserva, suelen tener un molesto fragmentarismo, debido a la brevedad, los saltos temporales, la redacción diferida o el envío irregular. ¿Por qué valorarlas, y por qué leerlas, entonces?

En Chile ha sido en El Mercurio donde las cartas al director cuentan con una tradición mayor: existieron desde su aparición, aunque se publicaban pocas y con frecuencia variable. Desde 1976 tienen un espacio propio y desde 2001 constituyen la parte más amplia de la página de opinión. Tan solo allí, entre los años 2000 y 2006, se publicaron unas 26.000 cartas, y de ellas se hizo una selección en el libro Las mejores cartas a El Mercurio (2006): los temas son más obvios que los ingleses (la intolerancia, la distinción conservador-progresista) y las celebridades menos glamorosas (el papá de Cecilia Bolocco). Además, el libro no hace justicia a algunos de los corresponsales más destacables, como Christian de Groote (solo hay una carta sobre la Costanera Norte) o Roberto Torretti (solo hay una defensa de la ironía). Pero la ironía Torretti la ha ejercitado allí con temas como la reforma electoral, las campañas sobre el SIDA o el aborto. Como el filósofo indicó en un libro de conversaciones: “Son tonteras sobre tonteras, en que invito al lector eventual a divertirse a costa de la irreflexión y la ignorancia enciclopédica de nuestros conciudadanos. Como profesor, jamás le haría una cosa así a un estudiante mío. Pero, claro, con la prosopopeya que se gastan muchos corresponsales del diario, no da pena ridiculizar su patetismo”.

Epistolarios y epistoleros
Las verdaderas, las auténticas cartas, con todo, son las privadas. La polimorfa masa documental que es una correspondencia no siempre alcanza a conocerse. A veces, se pierde, por descuido o exceso de celo intimista o familiar (buena parte de las cartas de Alberto Blest Gana desapareció). Si se conserva, suelen tener un molesto fragmentarismo, debido a la brevedad, los saltos temporales, la redacción diferida o el envío irregular. ¿Por qué valorarlas, y por qué leerlas, entonces?

Hay razones digamos históricas. Los epistolarios, por más íntimos que parezcan, conservan una parte no menor de la historia no oficial de las sociedades y se puede intentar extraer datos de las personas que los escriben o sobre aspectos de la vida y época en que tuvieron lugar. De ahí, el interés en las cartas de políticos, eruditos, historiadores y otros “grandes hombres”: epistolarios institucionales.

Pero no solo el valor testimonial lleva a leer cartas. Janet Malcolm ha descrito de manera célebre al biógrafo como un ladrón en el ojo de la cerradura entregado a placeres voyeristas. Probablemente haya algo de ese placer, pero también el placer de encontrar el ingenio, la inteligencia, la gracia, la capacidad de traducir experiencias y hechos en palabras. Si la carta es un instrumento de comunicación, es también un documento literario, en cuanto escrito. Por eso, quizá, con o sin razón, se valoran los epistolarios de escritores.

Pero no solo y no siempre los escritores son autores de buenas cartas. En Chile tenemos las cartas de una tía de Manuel Montt, Adriana Montt, en la primera mitad del siglo XIX, con cartas en que escribe, por ejemplo, que “los hombres se casan con quien quieren y las mujeres con quien pueden” o le comenta a alguien que dos arrieros con sífilis estaban pagando su pecado “por golosos”. O el caso de Diego Portales quien en sus más de 600 cartas se muestra irónico, chismoso, tan agudo como lenguaraz, justificando la reedición, con algunas cartas más, de su epistolario, el que ya no está intervenido por el recato que llevó a los editores de la primera edición a suprimir u ocultar sus palabrotas, por más que “la carta no siente vergüenza”, según Cicerón (Epístolas familiares V, 12).

Como fuere, de un tiempo a esta parte, se ha logrado contar con una gran cantidad de epistolarios de los autores mayores de nuestra literatura.

Neruda, Mistral, Edwards Bello, Huidobro
Una historia conocida. Gabriela Mistral ganó los Juegos Florales de Santiago de 1914 con sus Sonetos de la muerte, pero no se atrevió a ir a recibir el premio. Era parte del jurado el poeta Manuel Magallanes Moure y fue elegida reina la joven María Letelier del Campo, a cuyo retrato la Mistral dedicará un poema: “Reina de la pestaña fina / que me ha ocultado tu mirar”…

A partir de ese momento comenzará una correspondencia ardorosa de la joven Mistral con Magallanes Moure, el apuesto y consagrado escritor casado. Será un amor tan platónico (se escriben sin conocerse) que acabará cuando ella deja de eludirlo y se encuentran.

A modo de curiosidad, la reina de los Juegos será la receptora de un puñado de cartas, escritas entre 1914 y 1959, recogidas en Epistolario sentimental (1969), del gran cronista –“acaso el más cargado de vitalidad que haya estremecido las prensas de nuestro país”, según Alone–: esto es, Joaquín Edwards Bello. Él pensó alguna vez en casarse con María Letelier y su fascinación aparece a lo largo de las cartas: encantado con su belleza, celebrando sus ojos o recordando su expresión soñadora, todo salpicado con notas pesimistas y sarcásticas sobre su país: “Todo lo que nos llega de Chile es atroz. (…) El país está en estado cataléptico”. De Edwards también se ha publicado Cartas de ida y vuelta, aunque son más de vuelta que de ida, pues hay muy pocas de Edwards.

Las cartas de Gabriela Mistral son, al parecer, las editorialmente más favorecidas. Ella escribió centenares desde principios del siglo XX hasta su muerte en 1957. Se han recopilado epistolarios con escritores (Eduardo Barrios, Alfonso Reyes, Pedro Prado, Juan Ramón Jiménez, Teresa de la Parra) y políticos y diplomáticos (los Errázuriz Echeñique, Radomiro Tomic, Eduardo Frei, Pedro Aguirre Cerda, Genaro Estrada). A ellos se han sumado las muy notables cartas que cruzó con Victoria Ocampo, desde los atisbos mutuos de 1926 a la cercanía de la muerte de la Mistral en 1956. Están las poco interesantes con Neruda. Y, por último, sus muy debatidas cartas a Doris Dana (que cubren desde 1948 a 1956). Mistral parece haber sido absolutamente inútil en las ciencias de lo cotidiano, lo que la obligaba a tener siempre una secretaria. La buena para la fiesta, huidiza y promiscua Doris Dana fue su

secretaria, amiga, y finalmente albacea de sus bienes. Son cartas de un amor otoñal, una relación amorosa, que si no fue fisiológicamente consumada, es patente. La Mistral toma un rol, incluso gramaticalmente, masculino, lo que el editor no ve como un gesto de sexualidad, sino como una actitud protectora. ¿Cómo entenderá afirmaciones como estas de la Mistral?: “Tú me tienes. Solo tú me tienes. Bésame”, le dice en una carta temprana. Cuando han estado juntas por 10 meses: “Es como si siempre yo te hubiese tenido, como si fuésemos amantes de media vida, o couple (casados) de mucho tiempo”.

En muchos de los epistolarios de la Mistral hay temas recurrentes, casi obsesiones: la inseguridad económica, la sensación de aislamiento, la desconfianza por la élite chilena, temor a enfermedades y achaques, reales o no (con otros hipocondríacos, como Juan Ramón Jiménez, le gustaba discutir síntomas y dolencias). Casi no habla de su labor poética (muy ocasionalmente la menciona) y muestra una cierta paranoia: se siente perseguida por grupos o personas. Todo esto se repite en las cartas con Dana, sumándole los celos, la queja por el silencio y el ánimo de posesión.

El otro premio Nobel chileno, Neruda, también ha tenido fortuna. Si se pudiera caracterizar brevemente las cartas de Neruda y la Mistral, serviría la distinción que hacía Cicerón entre los estilos “familiar y festivo” y “serio y grave”. Por más pobre que fuera, las cartas de Neruda derrochan optimismo, como en las dirigidas a Albertina Azócar, e incluso ternura (levemente melancólica) como en las dirigidas a su hermana Laura.

Así, una especie de liviandad, de egoísmo infantil y despreocupado, anima los epistolarios de Neruda con Jorge Edwards y Claudio Véliz. El poeta los conoció en 1952 y 1958, respectivamente, pero las cartas comienzan en 1962, en el caso de Edwards y en 1963, en el de Véliz. Lo que más hay son encargos variados: desde tambores ingleses o el traslado de automóvil a buscar un libro de viajes, o comprarle tabaco o whisky extranjeros. Bromas, juegos de palabras, incluso para sus irritaciones pasajeras. En uno de los epistolarios, se muestra cómo Véliz ayudó a lograr, en 1965, el Doctorado Honoris Causa de la Universidad de Oxford para Neruda, que le dio una categoría académica, aumentó su popularidad como poeta y fue importante para el otorgamiento del Nobel en 1971.

Están también las cartas entre Neruda y Matilde Urrutia que documentan su relación desde la clandestinidad como amantes, entre 1950 y 1955, hasta la muerte del poeta (superando el enamoramiento de Neruda de una sobrina de Matilde). Los viajes de Neruda en un primer tiempo y más tarde los de Matilde (para resolver diversos asuntos del poeta). Aunque hay algunas primeras cartas más largas y apasionadas, la mayoría son dictadas por la urgencia: notas para encontrarse o cosas como “Amor, si puedo paso a verte” o “Besos”. Y más tarde se reducen a compras o encargos. Cartas o mensajes de personas que nunca se separaron por mucho tiempo.

Tal vez la excepción es el epistolario Neruda-Héctor Eandi, que acabó siendo un registro detallado del proceso de escritura de la primera parte de Residencia en la Tierra, mientras Neruda sufre aislamiento y pobreza en Oriente. Vincent Kaufmann dice que la carta es una “producción de soledad” y ciertamente es uno de los mayores motivos que impulsa a escribirlas. Pero también sirven como un remedio contra ella. En este caso, aunque se llamó a Neruda “poeta epistolero” (Volodia Teitelboim), parece no haber sido el epistolero más rápido del oeste, dada su dejadez para responder cartas.

En el caso de Huidobro, un epistolario recoge los intercambios con Guillermo de Torre, Gerardo Diego y Juan Larrea. El “antipoeta y mago” se muestra, como siempre, impulsivo y de insulto fácil. A De Torre, quien en algún momento pareció reacio a reconocer su pretensión de paternidad sobre el creacionismo, le escribe, en 1920 (nombrándolo De Torres): “Pero, niño, si usted no sabe ni una palabra sobre lo que es el cubismo, ¿cómo quiere meterse a discernir sobre lo que no conoce?”, “¿Quiere usted explicarme a mí el cubismo que yo le expliqué a usted y que usted no ha jamás comprendido?”. Tampoco faltan dicterios sobre el ultraísmo (“el futurismo en tonto”) o sobre la poesía española: “casi todos los poetas españoles son tiesos, parecen escribir con alambre, son almidonados, escriben con smoking o con corsé como oficiales alemanes”. En un epistolario publicado con anterioridad, de cartas dirigidas a su madre y a otros, Huidobro despacha a los críticos chilenos más importantes de entonces y quizá del siglo, en carta a Salvador Reyes (de 1924): “El pobre Omer Emeth es una gallina ciega, era el único asno que había en Francia, por eso se sintió fraternalmente atraído a Chile” y Alone: “Díaz Arrieta es un títere que no sabe lo que es arte por definición”.

En la lectura de un autor como una construcción, buscando relaciones, claves, un fragmento más para formar el rompecabezas, sus cartas son un elemento más. El interés de la correspondencia de un escritor normalmente se relaciona con su obra (pues, lo más probable es que no leeríamos sus cartas si no hubiera obras): las cartas contendrían el germen de libros posibles, información de su “obra en progreso”. Son también fuente para reconstruir su biografía, por más que haya escrito sobre o su obra se base en ella. Para elaborar su gran biografía de Jean-Jacques Rousseau, Jean Guéhenno leyó una serie de epistolarios y, por cierto, el del propio Rousseau. “A medida que avanzaba en su lectura”, indica, “crecía en mí el sentimiento de que su vida no fue la que él mismo había creído, la que había contado en las Confesiones con probidad ejemplar. No conseguía explicarme mi sentimiento con razones simples y claras. Posiblemente sea porque uno nunca se conoce a sí mismo, porque nuestra vida, tal como la vivimos, siempre es diferente a nuestra vida, tal como la recordamos”.

No hay que extrañarse de la amplitud del epistolario de Cicerón ni de la cantidad de ellos que atesoraba Montaigne. También nosotros, dos mil años después del primero y cuatrocientos después del segundo, disfrutamos, nos emocionamos y leemos esos fragmentos de vida, esas conversaciones ajenas.