Empieza en un set de televisión, en un programa de debate político en Colombia. Una conductora y cinco panelistas: tres hombres y dos mujeres. Es junio de 2018 y en un par de días será la segunda vuelta de la elección presidencial. Las encuestas dan por ganador a Iván Duque por sobre Gustavo Petro, sin embargo el tema que más da que hablar es el gran porcentaje de votos en blanco que se prevé.

Los cinco panelistas están ahí para debatir sobre eso, sobre la utilidad del voto en blanco, sobre a quién favorecería. Hay una exministra, el fundador de la revista cultural El Malpensante, un congresista que vota por Duque, un empresario y exsenador, y una escritora.

Sí, uno de los cinco panelistas de ese programa de debate político es una escritora colombiana, que a esa altura ha publicado novelas, cuentos, ensayos; libros híbridos, imposibles de clasificar. Una bogotana que nació en 1973, estudió en Yale y es experta en literatura medieval.

Una escritora en medio de un debate político. Es una imagen extraña para nosotros –pareciera que los escritores dejaron de intervenir en el espacio público hace muchos años–, pero no en el caso de Carolina Sanín, columnista incendiaria de voz lúcida y desafiante, que ha decidido intervenir en el campo cultural y político con la misma fuerza, intensidad e inteligencia con que escribe sus novelas, cuentos y ensayos.

–Siempre he tenido un interés en lo político y en mi caso es inseparable del interés por la escritura, que siempre conlleva un interés por la persuasión y por la construcción de una comunidad con el lector –cuenta desde Bogotá, donde presentó hace un par de meses su último libro, Somos luces abismales, un conjunto de textos híbridos, personalísimos, en los que sobresale una mirada tan fina como dislocada:

«Si hubiera algo de mí en lo que he escrito –algo existente y no sólo la mentira de quien aclaro ser–, ¿cómo podría vivir eso en quien me lee?», anota en un momento.

Y después:

«¿Cómo puedo vivir en mi libro con una vida mía distinta de mi vida, no dando pistas para la memoria, sino convertida en mi deseo que desde aquí no puedo conocer?» No hay respuestas definitivas, por supuesto, pero quien lee Somos luces abismales avanza por las palabras con cuidado. Son ensayos autobiográficos que se pueden leer como una suma de cuentos unidos por una voz,  o como una novela en que brilla una prosa que a ratos quiere ser poema. Textos que registran una mirada que se detiene en el otro, en la naturaleza, en la ciudad, en los animales, y a veces se vuelve hacia sí misma, pero nunca parece un gesto de vanidad, sino más bien una pequeña pausa para luego levantar una vez más la cabeza y observar críticamente aquello que nos rodea:

«En medio de una carretera rural había un potro muy joven que estaba solo. Un potrico. Tal vez yo nunca había visto un potro de esa edad. Había visto muchas veces un potro de esa edad junto a la yegua, celosa y altiva, medio desentendida de él en apariencia, ensimismada, pero en realidad entendiéndolo del todo, únicamente: con el potro sujeto, y él con ella adentro. Eso lo había visto, ese conjunto, pero no un potro delante de mí, solo y entero, recortado contra el mundo, con los cascos en la tierra y el cuerpo en el aire, así. Los animales nos hacemos visibles en el desamparo: somos luces abismales».

Esa mirada es la que ha ido desplegando des- de que debutó con su novela Todo en otra parte en 2005, y confirmó la particularidad de su pro- yecto en 2014, cuando apareció su libro más reconocido, Los niños, una novela perturbadora que ha tenido ediciones en Colombia, España, Perú, Argentina y Chile. La historia de una mujer que un día recibe a un niño de la calle y su vida, cómo no, cambia para siempre. Ese encuentro convertirá la novela en un relato de terror, donde nada es lo que parece.

En medio de esas novelas hay otras obras que transitan por caminos más singulares. Está esa rareza llamada Yosoyu, una biografía imaginaria de Pedro Manrique Figueroa, «el precursor del collage y del goulash en Colombia», publicada en 2013, que es un libro divertido y delirante, un experimento borgiano, con un humor exquisito. Y no hay que olvidar su trabajo en prensa y su talento para manejar el arte de las columnas. Con los años fue afinando una voz que se volvió incómoda, pero indudablemente necesaria. Podría estar hablando del «#MeToo», de una novela de Tomás González, de un programa de talentos o lanzando una diatriba contra alguna columna de Héctor Abad Faciolince («es un escritor liviano, mediocre, irreflexivo, machista, desconocedor de su lengua e ignorante en general») o contra Juanes («los colombianos lo admiran porque es, como el expresidente Álvaro Uribe, la mexcla perfecta de macho malhablado y conservador rezandero»): lo que une esta diversidad de intereses es la voz provocadora de Sanín, su mirada crítica sobre Colombia, sobre el éxito, sobre cómo detrás de las buenas intenciones siempre puede esconderse algo, una historia que nadie quiere contar.

En una de sus columnas, anotó: «Tengo y expreso demasiadas opiniones cada día. De mi exceso son testigos mis amigos, a quienes someto a largas conversaciones telefónicas (…). Ellos se cansan de la vehemencia de mis andanadas contra usos y personajes públicos, pero también parecen disfrutarla. “Qué perra”, me dice uno, y yo me relamo porque perra me parece un buen calificativo».

–Si me interesan la observación y la investigación y la construcción de la realidad, necesariamente me interesa también observar el poder y decir lo que veo en él –explica–. Todo lo que escribo es político en un sentido profundo o, si se quiere, radical. Mi interés en el activismo político (y en la crítica política) es, en cambio, intermitente. Por otra parte, desde  hace  más  de diez años soy columnista, y a veces, en mis columnas, me ocupo de eso que llaman la «actualidad política».

«Hablamos este latín en la selva. En la selva del jaguar, de la guerrilla, del indio quebrantado, de la secuestrada y la araña gigantesca. Escribir en español americano es estar perdido y pedir redobladamente un lugar donde se pueda hablar.»

Un latín de la selva

Será a veces, pero cuando se ha ocupado de la «actualidad política» lo ha hecho de forma rotunda. Por eso, aquel día de junio está sentada frente a los demás panelistas conversando sobre el voto en blanco. Está ahí porque se convirtió en una voz importante, polémica, incómoda, sí, inesperada.

Hace un tiempo escribió: «Yo odio el lugar donde nací. Todo en Bogotá me es detestable, salvo unas cuantas fachadas, el parque Simón Bolívar y el del Virrey, y las nubes en contadas ocasiones. Estoy resentida por vivir en una ciudad que no tiene mar ni río ni lago, ni siquiera fuentes, y en donde aguacerea lluvia sucia todas las malditas tardes. Aborrezco salir a la calle y tener que respirar el aire que huele a tubo de escape de autobús (…). Odio pasear por el centro de la ciudad, que es inmundo, y odio el norte con sus mujeres idénticas unas a las otras, de bluyín enmorcillado y bota encima del bluyín, de pelo con “rayitos”, de la mano de sus niñas vestidas de invariable rosa. Me agobian los polvorientos barrios de los trabajadores tanto como los edificios de la burguesía, la clase a la que pertenezco (…). Odio todo eso –además de la mediocridad de la literatura nacional, la corrupción de la salud pública, la izquierda condescendiente y la derecha cínica, la demasía de los enclosetados, y a todos los políticos– ardiente y constantemente. Será que me siento superior, diría alguien, y yo diría que se equivoca: que sólo puedo ocuparme de los defectos que efectivamente me ocupan; que todo lo que odio lo odio por su posibilidad en mí…». Y así respondió a la columna de 2016 «La intelectual mesiánica», que le dedicó otra escritora colombiana, Melba Escobar:

«Tiene razón la columnista en que soy agresiva. Es una actitud que me resulta sana en una cultura colonial en la que la expresión verbal de la rabia es locura, en la que la franqueza es inadmisible y en la que, en cambio, arreglamos los conflictos a bala, como caballeros. He sido a menudo ruda, pues me provocan náuseas el diminutivo obligatorio, el requisito de suplicar para que se reconozca un derecho, los “porque  te quiero te pego” y los “con todo respeto, ¡usted es un hijueputa!”. Yo respeto la lealtad. Respeto las leyes. Respeto la vida y la integridad de los demás. Pero no puedo sentir ni demostrar respeto por lo que no me merece respeto. Y creo que si todos fuéramos conscientes de que no tenemos que respetar cada babosería y mezquindad de cada persona, por más poder que ostente, viviríamos en una sociedad más justa, libre y feliz».

Carolina Sanín ha convertido sus redes sociales en espacios de debate. En su cuenta de Twitter (@SaninPazC), por ejemplo, al lado de su nombre hay un emoji de un árbol. Ese árbol tiene que ver con una de sus últimas batallas: la tala indiscriminada de árboles en Bogotá por parte de la Alcaldía Mayor.

Y no es la primera vez que Sanín se enfrenta al alcalde de Bogotá, Enrique Peñalosa. En junio de 2017 se lo encontró en la calle y lo encaró a propósito del regreso de las corridas de toros tras cuatro años de prohibición. Hay un video que circula por internet en que se ve el diálogo: ella le pide explicaciones, él responde con balbuceos y sigue caminando, pero ella insiste.

Así, descubrir su figura es descubrir a una escritora que ha decidido intervenir constantemente en el debate público, aunque sus posturas no le han salido gratis. En 2016, de hecho, se vio envuelta en una serie de discusiones que terminaron con su despido de la Universidad de los Andes, una de las más exclusivas de Colombia. Ella decidió demandarlos y el caso sigue abierto hasta hoy.

A pesar de todo eso, no ha dejado de levantar la voz, de ser crítica frente a las situaciones que ella considera injustas. Pero no sólo en sus columnas e intervenciones públicas, sino también en su literatura. En sus novelas, cuentos y ensayos el lenguaje tiene un brillo protagónico, sobre todo en Somos luces abismales. No le da lo mismo qué palabra usar para designar las cosas. Sabe que en el lenguaje se juega lo político en la literatura, y el lector lo recibe así: avanza con la sensación, muchas veces, de no seguir una historia sino una voz, una sintaxis.

Avanza por el simple placer de seguir escuchando el sonido de las  palabras  desplegadas en la hoja, pues Sanín escribe, tanteando, para saber dónde está. Y un par de páginas después confiesa:

«Escribo en una lengua que se formó lejos de aquí (…). Escribo en una lengua que se formó sin ver nada de lo que había en este lado. Hablamos este latín en la selva. En la selva del jaguar, de  la guerrilla, del indio quebrantado, de la secuestrada y la araña gigantesca. Escribir en español americano es estar perdido y pedir redobladamente un lugar donde se pueda hablar. Nuestra lengua no es nuestra región ni es región alguna. No comporta una declaración de pertenencia: es un testimonio de exclusión, la huella de la no correspondencia, la prueba de la continuidad del sueño. En esta lengua declaramos que queremos hacer una nueva ley y también librarnos de la ley; lamentamos tener esperanza y saber que no la tenemos. En cada palabra queremos enriquecernos y encontramos otra vez la muerte, como el español en América. No es madre ni es mundo nuestra lengua, en la que ya se supo cómo es estar muerto. Esta lengua es el más allá».

Dice creer que un escritor trabaja con la lengua no sólo como su material y su medio, sino como su origen y su fin.

–Estamos dentro de la lengua, y la lengua es un camino también para salir de ella –explica, y luego agrega–: En mi caso, no podría prestar atención a la realidad, ni querer observarla, ni querer descubrirla y percatarme de sus velos, si no tuviera también un interés por la manera como esta realidad se dice, pues esa manera como se dice es constitutiva y constructora de realidades. Si obro con el lenguaje, me parecería ilógico no desear intensamente conocerlo.

«Todo lo que escribo es político en un sentido profundo o, si se quiere, radical. Mi interés en el activismo político (y en la crítica política) es, en cambio, intermitente.»

–En Somos luces abismales hay un lenguaje muy lúcido y particular para hablar de lo que te rodea. Y entre todas las cosas la naturaleza y los animales son elementos en los que te detienes constantemente. ¿Qué ves en esos materiales que te llama la atención?

–Lo que llamamos naturaleza es lo que hay: el lugar donde estamos. El conjunto de leyes dentro de las que vivimos. La naturaleza que nos rodea es también la que nos conforma y la que contenemos. Me extrañaría que un artista no se interesara intensamente por cuanto no es humano.

–Una de las cosas más interesantes de Somos luces abismales es la libertad con la cual está escrito y estructurado. Transitas sin problemas por diversos géneros que te permiten desplegar una mirada personal. ¿Siempre pensaste el libro así?

–Salvo un par de composiciones, escribí los textos del libro uno a uno, a lo largo de varios años, sin tener la idea ni la imagen del libro como es ahora. Desde el primero, me di cuenta de que estaba comprometida con una escritura que no necesitaba la lógica de los géneros literarios. Quería hacer textos que siguieran el pensamiento, que contuvieran y desarrollaran ideas, que construyeran imágenes poéticas, y que a la vez contaran algunas maneras como pasan los días. Los textos, que a veces he llamado composiciones, son entonces a la vez narrativos, reflexivos y líricos. Y, más que mezclar los géneros literarios, ignoran la división entre estos.

–La digresión tiene un papel importante en estos textos. De pronto estás narrando una situación personal y eso deriva en otra cosa. ¿Este irse por las ramas es algo que te ha interesado siempre o lo trabajaste más particularmente en este libro?

–Pensamos y hablamos con digresiones, paréntesis y distracciones, de modo que reconocerlas en un texto literario, seguirlas y buscarlas como movimientos de la contemplación y la investigación, me pareció razonable. Por otra parte, tal vez en el mundo y en la vida realmente ningún pensamiento ni ningún acto va «a la deriva».

Toda deriva es un camino, y todo camino es un lugar y conecta lugares. Tú usas acertadamente esa expresión de «por las ramas»; se trata preci- samente de eso: las ramas constituyen el árbol. Ir por las ramas es recorrer el árbol, sin salir nunca de él. Ir por las ramas te permite entrar en las hojas, volver luego al tronco, y bajar a la raíz…

–Revisando tus libros, pareciera ser que este es el más evidentemente autobiográfico. ¿Esa de- cisión implicó alguna dificultad mayor a la hora de escribirlo?

–Es un libro de no ficción acerca de la manera

como veo o he visto ciertas cosas. También es un libro sobre la manera como yo quisiera ver y verme; sobre lo que quisiera ser: un poeta que canta a su vida y canta su vitalidad y trata de mirar la muerte. La dificultad, en esta escritura autorreferencial, es qué escribir. Qué puede interesar a otra, y cómo hago interesante para la otra (o el otro: uso el femenino como género que contiene el masculino) esto que para mí fue tan significativo, pero cuya carga puede ser intransmisible.

No interrumpa

Han pasado treinta y cinco minutos desde el comienzo del programa, y Carolina Sanín sólo ha hablado una vez, poco más de cuatro minutos, en los que argumentó que votar en blanco era sumarse al candidato que iba primero en las encuestas (Iván Duque, apoyado por los partidos de derecha), y que no entendía por qué los representantes del centro defendían una y otra vez el voto en blanco, sin asumir las consecuencias. Pero ya han pasado treinta y cinco minutos y  las cámaras vuelven a enfocarla a ella. Empieza a hablar y, a los pocos segundos, los panelistas hombres comienzan a interrumpirla. Sanín habla y ellos se irritan. «Por favor, no me interrumpa», repetirá ella varias veces. Hasta que uno de ellos, molesto, le dice:

–Estás un poquito dictando clases aquí.

–Estoy dando argumentos que resultan tal vez más persuasivos que los de ustedes –responde Sanín–. Y entonces ustedes dicen «no nos dicten clase», pero es una y otra vez lo mismo. Si una dice argumentos, entonces los está agrediendo.

–No, no, para nada…

–Entonces, no les estoy dictando cátedra.

–No, simplemente te estás tomando la palabra en exceso –le dice el panelista a ella, que sólo ha hablado una vez durante todo el programa.

Se vuelve tenso el ambiente, por lo que la conductora interviene:

–Sabe que eso siempre me pasa cuando hay más mujeres –dice–, porque les gusta hablar como hablan los hombres, y entonces ellos tienen un problema…

–Entonces a los hombres eso los pone muy nerviosos, sí… –dice Sanín y la cámara la enfoca: ella sonríe, es una sonrisa de triunfo, mientras los otros panelistas niegan que aquello sea verdad.

Pero es así: están nerviosos, incómodos, irritados.