No he tenido tanto miedo en mi vida como en esa feria del libro. Y no hablo del pánico que significa ir a una feria del libro y no saber qué esperar, si quizás esa sea la única o la última vez. Hablo en este caso de algo mucho más específico, más tangible. Hablo de gritos despavoridos.

Caminaba en la Feria del Libro de Fráncfort del año 2010. Caminaba como caminan los migrantes en Nueva York: mirando los grandes edificios antiguos, indestructibles, tan respetables, esos que te trasmiten la sensación de ser una hormiga. Así estaba, recién bajadito del avión y atravesando los pasadizos luminosos de la feria, cuando unos gritos despavoridos me pusieron la piel de gallina. De inmediato todos se alarmaron. Ya había pasado por el área de los gringos y los judíos, donde se extreman las medidas de seguridad para visitar las editoriales de Israel. Ya había visto Elephant, de Gus Van Sant, y quedado con la paranoia de que algún editor resentido de alguna parte remota del mundo como Bangladesh o Perú quisiera desaparecer de un sopapo a toda la clase editorial mundial. Eso me recuerda lo de ese avión con toda la alta dirigencia política de Polonia que se vino abajo por accidente. Los rusos, dijeron. Siempre los rusos.

Los gritos venían de dos lugares distintos del pabellón hispano. Fui al más grande, que me resultaba más cercano: el stand de Santillana. No había sido un atentado. Sin embargo, todos se abrazaban con desenfreno. Como no conocía a nadie, fui tras el otro lugar. Era la agencia Balcells. Allí todos lloraban. Todos. Y allí sí conocía a alguien, a Gloria Gutiérrez, histórica colaboradora de la agente literaria más famosa de la comarca. Gloria me miró emocionada y me dijo: «Mario, tu compatriota, ha ganado el Nobel».

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Coronado es un editor a la antigua, de carácter explosivo, caballeroso y delgado. Huele a los setenta peruanos. A una izquierda culta, que no conversa con cualquiera, que piensa en todos pero a la vez mantiene un elitismo disfrazado de academicismo. Germán Coronado está a punto de abandonar el sillón presidencial de la Cámara Peruana del Libro. Es el primer editor en muchísimos años, prácticamente décadas, a la cabeza de la instancia más representativa del libro en el Perú. Germán Coronado es editor de Peisa. La mítica Peisa. Si la agencia Balcells tuvo cuatro escritores peruanos, Peisa publicó a tres de ellos: Mario Vargas Llosa, Alfredo Bryce Echenique, Jaime Bayly.

Empecemos por el último, porque de él no se puede saber nada realmente: nunca dice nada sobre sus quehaceres literarios. Bayly ha sido considerado un autor literario mediático, que en buen cristiano significa un autor no confiable. Un autor literario con dotes fotogénicas y familiariedad con los reflectores televisivos, a quien no se ha visto como un autor serio. Cosa estúpida. Pero en los años noventa en Perú ser conductor de TV, besar a hombres y mujeres mientras el país se caía a pedazos, era una provocación. Ser rico, homosexual e inteligente era una provocación. Más aun, contar los

maltratos emocionales que una de las familias más adineradas de Lima infligía a un chico que no se encontraba, como en No se lo digas a nadie, que produjo una explosión de morbo y ventas, era una provocación. Pero había un detalle. Bayly no solo era escandaloso: tenía talento. Es así que la mano divina de Balcells se aplica a enfocar la carrera de Jaime Bayly en un perfil más literario, y algunos años después este gana el Premio Herralde con Los últimos días de La Prensa, entregado por el mismísimo Roberto Bolaño, por entonces reciente ganador con Los detectives salvajes. (En Por orden alfabético, Herralde recuerda a Bayly como un tipo encantador que exige pasajes en primera clase.) Eso fue un tremendo shock para la intelectualidad limeña, que consideraba el premio como un reducto de la alta pureza literaria, adonde Bayly no podría entrar ni por la puerta de servicio. Años después este publicó una novela en Alfaguara donde describe a Coronado: no le tiene mucho afecto a su antiguo editor. De Balcells, en cambio, no dice una palabra.

Lo cierto es que Peisa lo publicó absolutamente todo en literatura peruana en los años ochenta y noventa. Peisa sobrevivió a Alan García, es decir a los millones de intis, a la deuda externa, a Sendero Luminoso, a las torres de luz caídas, a los perros colgados en los postes. Sobrevivió y acompañó atentamente el famoso «balconazo» en la Plaza San Martín de un autor peruano que no era de su catálogo todavía, quien se manifestaba en contra, con miles de peruanos, de la nacionalización de la banca normada por el joven y disparatado Presidente del Perú, Alan García.

Luego, cuando Vargas Llosa decide ir a las presidenciales de 1990, no solo moviliza a la intelectualidad peruana, sino a todo su entorno íntimo internacional. Así, en uno de los documentales más completos sobre él, obra de Televisión Española, aparece Carmen Balcells, muy segura de sus palabras, increpándolo por participar de esa aventura, diciendo que él era un escritor y que por bello que pudiera resultar el sueño de cambiar la realidad él no debía meterse en esas lides, porque eso era imposible, porque el político sabe jugar en esas arenas, en cambio Mario, por decirlo amablemente, era un ingenuo. El resto de la historia ya la conocemos. Vargas Llosa perdió las elecciones y se fue a España con el corazón herido. Pero hay algo que no conocemos todos. Dice la leyenda que Carmen Balcells, preocupada por uno de sus autores más aplicados, viajó al Perú y acompañó por unos días a su autor convertido en animal político.

También se dice que cuando Coronado se le acercó, una noche antes de regresar a España, ella le dijo: «Así que tú eres el editor peruano que quiere publicar a Mario. Imagino que tendrás listo todo el plan editorial para los próximos diez años. Espero ver tu propuesta mientras desayuno mañana». Coronado llamó a toda la editorial en la noche y se amanecieron preparando ese plan que supuestamente estaba listo. A primera hora estaba entregado en el lobby del hotel. Nadie supo realmente si Balcells leyó el documento o solo lo hizo por joder. Lo que sí pasó fue que efectivamente Peisa tuvo los derechos de Mario Vargas Llosa casi por una década.

Inmediatamente después de dejar anonadados a sus interlocutores con su habla tajante e imperiosa, ofrecía unos exquisitos panellets a la concurrencia.

Volviendo a la breve carrera política de su protegido, se entiende el desagrado de Balcells. Para ella lo más importante era que sus autores pudieran estar tranquilos. Le importaba despejar de maleza el camino del escritor. Lo que debía hacer un escritor era escribir, y el único momento en que «Mario» detuvo su actividad literaria fue precisamente aquel en que quiso ser Presidente de la República. Por cierto, si un escritor no escribe no publica, y si no publica no hay ingresos ni porcentajes que negociar. Un agente cuida su negocio cuidando su materia prima.

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Bryce Echenique, otro hijo de la agencia, quizás uno de los más traviesos, escribió en un texto hace veinte años que nunca pudo ver llorar a Carmen Balcells. Con su clásico sentido del humor anglófilo, Bryce se refería a las lágrimas como a una especie de signo de estatus, que indicarían el grado de cercanía que pocos llegan a tener pero muchos mencionan: encontraba intensa la imagen de la mujer más poderosa de la agencias literarias, el terror de las editoriales, quebrándose ante algunas situaciones. Pero quién dice que esas lágrimas no fueran sino táctica y estrategia. Carlos Barral menciona en una entrevista que, cuando Carmen lloraba en una negociación, la pugna se acababa. Qué podías hacer con una mujer fuerte bañada en lágrimas, tenías que aceptar las condiciones.

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Años después de los gritos despavoridos volví una vez más a la Feria de Fráncfort. Pasé por supuesto por el stand de Balcells. Y antes de seguir, debo decir algo. Uno siempre pasa por el stand de Balcells, es una ley natural. Uno pasa por el hall de los agentes literarios y piensa en un campo de negociaciones. Decenas de mesas donde la gente habla en todos los idiomas del mundo. La adrenalina sube, los autores son como figuritas de un álbum infinito en el que miles de niños avispados y bien vestidos venden y compran, son seducidos y seducen. Así es es el encuentro entre editores y agentes. Así es el gran hotel donde todos se encuentran una vez al año a negociar el futuro de la literatura, el futuro del conocimiento. Pero la agencia Balcells no está ahí. Balcells está sola, con sus propias mesas en su propio stand, lejos del hall de los agentes literarios, con su propio equipo de agentes ocupadísimos y grandes dibujos de sus escritores legendarios.

Llamo a Doris Oberlander, legendaria coordinadora de la Feria, para preguntarle sobre Balcells. Y en su español correctísimo me dice lo mismo que yo pensaba, que nadie podía verla así tan sencillamente, que era un motor siempre en actividad que estaba prácticamente en todas partes, y que por lo mismo era casi imposible de ver. Oberlander trabajó cuarenta años allí y fue testigo de sus visitas y de la explosión del boom latinoamericano. Balcells desde su agencia, y Michi Strausfeld, otra leyenda, lectora de Suhrkamp-Verlag, hicieron explotar aquella Feria de Fráncfort de los setenta, el año en que el invitado de honor fue América Latina y todos los editores del planeta pusieron los ojos en esa pandilla de escritores, casi todos jóvenes y salvajes, que creían que la literatura era fuego.

Vuelvo a Fráncfort. Estoy en el stand de Balcells y miro con la boca abierta el vértigo con que trabajan todos, sin perder la sonrisa ni apartar la vista de los ojos de sus presas. Encima de esas mesas, los dibujos de sus escritores, y un rostro familiar llama de inmediato mi atención. El de Jeremías Gamboa, joven escritor peruano con un libro de cuentos que ha tenido gran recepción y ventas regulares. Nada más. Jeremías era de los nuestros, un chico al que se le veía en los bares de Barranco, en espacios periodísticos y en conversatorios literarios. ¿Qué hacía ahí posando en las grandes ligas? Entonces me hablaron de Contarlo todo y de la monstruosidad planeada y estudiada con rigurosidad. Una suerte de campaña publicitaria continental, con la promesa de un gran relevo literario en las letras españolas. El éxito estaba cantado, y tal cual lo planearon se dio.

«Vargas Llosa y otras personas amigas me prepararon para poder ver a Balcells», me dice Jeremías, ya convertido en escritor con ventas de decenas de miles de libros en el continente. Hablamos en un café miraflorino y acompañados de su primogénito, que nos escucha con una serenidad impresionante para su año de edad. Jeremías cuenta con pasión todo lo que le pasa, porque a veces no puede creerlo, y a veces pareciera que nació para que le creyéramos todo. Me cuenta que Balcells despachó con él durante tres días consecutivos. De esa experiencia lo que le quedó claro es un concepto que a la agente le interesaba más que ningún otro: el de la constitución emocional del escritor.

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Es realmente apasionante este punto. La constitución emocional del escritor no es el cajón del cerebro donde el escritor encuentra sus insumos para escribir. Balcells casi no tocaba ese espacio. Quería saber acerca de los futuros argumentos de sus novelas, pero no deseaba intervenir en ellas. No existen las recetas del éxito, no hay algo que se deba hacer. La superagente cuidaba otro espacio del escritor. Lo cuidaba ante el mundo. Cuando Gamboa llegó a ella, me cuenta ahora, le dio una asesoría maestra de cómo manejar emocionalmente el aluvión de notoriedad y requerimientos que podía resultar de su futura novela. Cómo dar entrevistas y hasta qué punto darlas, y cómo manejar el impacto de la prensa. «Ella generaba un vínculo casi maternal con el autor –me dice Jeremías–, y les dibujaba caminos emocionales a los escritores.» Y en eso era lapidaria. Salvo por un pequeño grupo de incuestionables, la superagente repasaba para el joven escritor diferentes desenlaces en la vida de escritores de su agencia, y de toda la fauna literaria viva.

Le decía que hay escritores que se manejaron bien, y escritores que no supieron cómo encaminarse. Escritores que se perdieron en la depresión ante la crítica. Escritores que entraron al juego del show. Escritores que se fueron al cielo como un globo de helio, hasta reventar de una manera patética frente al mundo. Balcells tenía perfectamente claro el impacto que iba a tener la novela de Jeremías. Tenía claros los términos y condiciones que debían negociarse con la editorial. Tenía clara la portada, que se definió en sus oficinas de la avenida Diagonal en Barcelona, junto al autor y al editor general de Random House, Claudio López Lamadrid. Tenía claro que aparecerían detractores del libro, y sabía cuándo Jeremías debía callar. Tenía claro todo.

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Ha salido en todos y cada uno de los perfiles de Carmen Balcells, antes y ahora, y no veo por qué debería ser este el único que omitiera la anécdota: es demasiado buena. Gabriel García Márquez (uno de los tres Nobel de la Agencia, junto con Camilo José Cela y Vargas Llosa), hablando por teléfono con Balcells, le pregunta, coqueto: «¿Me quieres, Carmen?» Y la agente, respondiendo con sequedad noir y a quemarropa, en un tono más propio de una agente secreta que de una agente literaria: «No te puedo contestar, eres el 36,2 por ciento de nuestros ingresos».

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Pero quedemos claros en que, si bien era una fiera en temas contractuales, si bien peleaba precios y condiciones, tuvo también su lado «maternal». Inmediatamente después de dejar anonadados a sus interlocutores con su habla tajante e imperiosa, ofrecía unos exquisitos panellets a la concurrencia. Marcaba bien sus tiempos, sus momentos, entre la intensidad laboral y la dulzura gastronómica. Cuando iba a Estocolmo a acompañar a sus autores ganadores, regalaba dulces de su pueblo a todos los miembros de la Academia Sueca.

También sentía una gran preocupación por el futuro. Hacía leer las cartas astrales a los autores. Me lo dijo Jeremías Gamboa, lo leí en el Facebook de la argentina Samanta Schweblin y se sabe que con la cubana Wendy Guerra lo hacía. Encargaba la fecha de nacimiento y un especialista italiano le enviaba la información. Quería ver cómo estaban sus astros para tomar decisiones. Te definía el linaje, el tipo de escritor que eras, te describía los cantos de sirena que te tentarían.

Cuando Carmen tuvo el infarto, había conversado hacía poco con Jeremías Gamboa. Se había despertado de madrugada, se había despertado a sus 84 años a escribirle a su joven escritor estrella. Le habían inquietado unos proyectos, unas ideas que podrían plantearse para el próximo libro del peruano.

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Siempre perseguí el mundo de Balcells con fascinación, con respeto. Hasta que un día me tocó negociar un libro con su agencia. Ella misma me escribió una carta donde me explicaba las condiciones en que debía llevar a cabo la publicación y lo que debía pagar. Carmen Balcells, retirada del retiro, explicando las reglas del juego a un joven editor del Perú. Me impresionó su juventud y elegancia para escribir, también su manera contundente de plantearme todos los puntos. Una cosa es oír las leyendas y otra recibir sus órdenes. Quise quitarme el traje de fan y escribirle como editor. «Pero con ella no se puede, es demasiado buena en explicar las cosas», algo así había dicho Carlos Barral. Entonces seguí con mi traje de fan del mundo editorial y acepté todo. Pagaría lo que fuera por seguir escribiéndome cartas con ella.