Ya octogenario, señalaba en un escrito de 1970 en que manifestaba su apoyo a Jorge Alessandri en la elección presidencial que su divisa ética era «Haz lo que debes, suceda lo que suceda». Siguiéndola, medio siglo antes, fue un abogado famoso por sus posturas disidentes, que tuvieron un fuerte influjo en la juventud más inquieta de la época, así como por su defensa de los oprimidos. Carlos Vicuña Fuentes, el autor de La tiranía en Chile, sería acusado de antipatriota, de comunista, de anarquista. Siguiendo esa divisa, luego, no solo adoptaría posiciones radicales sino que intervendría activamente en política: era un intelectual y un escritor, pero uno que no se restaría a la acción. Recibiría entonces otros acosos, amenazas y castigos.

Como un profeta
Desde joven usó bastón, y tuvo varios. Hay quienes dicen que tal vez los usaba para poder blandirlos como defensa en caso de que lo atacaran. Enemigos no le faltaban: había sabido ganárselos con los estallidos de su temperamento vehemente. Opositor irreductible de los gobiernos (militares, de hecho o legítimos pero opresivos) que se sucedieron en la década de 1920 en Chile, tuvo disputas y duelos -con pistolas y con palabras– a raíz de sus discursos e intervenciones públicas, sus libros y folletos, pronunciados o escritos contra el abuso del poder o a favor de las causas que consideró justas. Por sus ideas, expresadas de forma tan vibrante como mordaz, fue privado de cátedras, arriesgó su bienestar y, a veces, la vida. Por sus actuaciones, fue tomado prisionero y desterrado. Defensor de los perseguidos, él mismo llegaría a serlo.

Su obra mayor, La tiranía en Chile, escrita en el exilio entre 1928 y 1929 y publicada una década después, es el testimonio directo, ardiente, de los acontecimientos ocurridos en el país desde 1920, los golpes militares de 1924 y 1925 y la dictadura de Carlos Ibáñez del Campo, su bestia negra, el vórtice de su desdén. En la primera mención de Ibáñez en el libro, como parte de la Junta Militar de 1924, lo describe como «receloso y callado, con un rictus equívoco de dogo sin olfato y sin amo». Y continúa con la mordiente causticidad de su estilo: «Incapaz de entender nada que estuviese escrito y menos de escribir él mismo, halló vedado el oficio de artillero, y se hizo oficial de caballería. Entre los caballos sobresalió notablemente: domaba potros chúcaros, corría en pelo y se entendía maravillosamente con las bestias. Alto, macizo y huesudo, con una espantable cara de bandido convencional, atemorizaba sin esfuerzo a los equinos, y se le tuvo por maestro de equitación».

Palabras como bastonazos.

Además de bastón, Vicuña usó barba en varios períodos de su vida. Ataviado con ambos podía parecer un profeta bíblico con su cayado. Sabía hablar como uno y con voz tronante arrojar sus dicterios. En La caída del coronel y otros ensayos políticos, un opúsculo de 1951, cuando Ibáñez era senador y serio candidato a la Presidencia, Vicuña recordaba cómo veinte años antes, en 1931, se había enterado en el destierro de su caída («como cae de la horca el cadáver podrido del ajusticiado») y posterior exilio en Argentina. El librillo termina con un texto, «Solo» (epígrafe del Eclesiastés: «¡Ay del que está solo!»), en el que dice: «Estoy solo». «Solo contra el bandido, solo contra el troglodita, solo contra el salteador de la República, solo contra el vejador gratuito de hombres e instituciones, de leyes y principios…» Piensa que tal vez no esté solo, pero «si fuere así, desafiaré al Eclesiastés, y gritaré: ¡Gloria al que está solo! ¡Gloria al que no quiere la ayuda del traidor, ni del cobarde!». Augura que volverán a caer Ibáñez y sus secuaces, pero entonces no los protegerá la cordillera: «Esta vez la montaña misma, estremecida de justicia, los estrechará hasta matarlos entre sus piedras inmortales».

Como muchos profetas, falló en sus vaticinios. Ibáñez fue elegido en 1952 y gobernó su período, tambaleante, pero sin caer. La cordillera no se vio en la necesidad de acriminarse.

El escritor y la política

En 1935, en una semblanza de homenaje a la memoria de Emilio Vaïsse, el cura y crítico que firmaba como Omer Emeth –quien inauguró en cierto sentido la crítica periodística regular en Chile y también la tradición de curas críticos–, Carlos Vicuña Fuentes lo retrataba así: «Ideas firmes, pasiones fuertes». Lo mismo podría decirse del propio Vicuña.

Nacido en Rengo en 1889, sufrió la pérdida temprana de su madre y de su padre. Pudo educarse en el Instituto Nacional y en la Universidad de Chile. Se tituló en 1909 como profesor de francés del Instituto Pedagógico y en 1914 de abogado. Durante sus estudios de Derecho conoció a los hermanos Lagarrigue, adalides del positivismo comteano en Chile. Ellos se convirtieron como en una familia para él y de hecho serían parte de su familia, pues Vicuña se casará con una hija de Carlos Lagarrigue, Teresa, en 1917.

Desde su creación en 1906, Vicuña participó en la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile, Fech. En 1910 se desempeñó como profesor en la Escuela Nocturna para Obreros de la Federación. En 1912 fue uno de sus representantes en el Tercer Congreso de Estudiantes de América, en Lima. Episodios de este ambiente y época aparecen en su novela tardía Pasión y muerte de Rodrigo de Almaflor (1955).

Maestro en varios sentidos, Vicuña también lo fue en el más tradicional. Fue profesor, entre otras cosas, de castellano, francés, inglés, italiano, geografía, latín (en su libro de recuerdos literarios, Samuel A. Lillo lo menciona por sus profundos conocimientos como latinista). Sus primeras publicaciones tenían una orientación pedagógica; es el caso del Tratado elemental de análisis lógico de la proposición castellana (1915) o la Pequeña antología arcaica (1919).

Pronto se convierte en uno de los principales mentores del movimiento intelectual, amparado en la Fech, de 1920. Ese año es elegido director extraordinario de la organización. Ese año, también, se terminaba el gobierno de Juan Luis Sanfuentes y comenzaba el de Alessandri, lo que Vicuña consideraba un gran avance.

En 1921 presentó ante la Fech sus opiniones pacifistas (quizás anteriores). Planteaba, sobre la situación limítrofe en el norte, la devolución a Perú de Tacna y Arica y la cesión a Bolivia de un corredor que le diera salida al mar. Fue acusado de antipatriota y destituido de sus cargos de profesor (decreto firmado por Alessandri). Contaría algunos detalles de la historia en La libertad de opinar y el problema de Tacna y Arica (1921), como por ejemplo su respuesta a un ministro que aludió al patriotismo: «Me inclino a creer que los que siempre llevan el patriotismo en los labios tienen en el corazón un pudridero».

Se destacó durante el gobierno de Sanfuentes como defensor de los tipógrafos y de los dirigentes obreros perseguidos y procesados como «subversivos». En La cuestión social (1922), analizó algunos principios revolucionarios que consideraba falsos y perturbadores, como la lucha de clases o la destrucción de todo gobierno, que motivaban a los movimientos anarcosindicalistas vinculados con la Fech. «Defendí a anarquistas y todavía lo haría», dice en 1931 en Ante la Corte Marcial, aunque creía que estaban en un error. Los defendió de procesos infames y persecuciones; los defendió también, por piedad: «Yo sé lo que es sufrir; yo conozco la injusticia, yo no me creo como los oligarcas de esta tierra de una carne distinta de la del pueblo mismo, de otra especie zoológica diferente y superior».

El escritor José Santos González Vera –de fugaz aparición en La tiranía en Chile como uno de los jóvenes anarquistas apaleados en la Fech– cuenta en sus memorias cómo Vicuña influyó en la juventud de entonces. Y agrega sobre sus libros: «Hay páginas suyas que no debieran faltar en las antologías de prosa chilena. Entre nosotros, nadie ha dado tan tremendo poder al adjetivo y en lengua española no son muchos los que compitan con él».

«Ahí están, como en una justa, en los salones del Club de la Unión, los Errázuriz numerosos y tercos, los Ovalles campanudos, los austeros y secos Valdeses, los afables y elegantes del Río, los Lyon agusanados y huecos, los Amunátegui acomodaticios y fofos, los testarudos y codiciosos Echeniques, los linajudos y variados Figueroas, los vacíos y solemnes Tocornales…»

Golpe a golpe

Hasta el 5 de septiembre de 1924, afirma Vicuña en La tiranía en Chile, se había mantenido tenazmente alejado de la política: «Me repugnaba vivamente esa lucha pequeña y miserable de pasiones y piltrafas en que se consumían las energías de casi todos los hombres públicos». Le tocó vivir el «ruido de sables», los golpes militares de 1924 y 1925 y el primer gobierno de Ibáñez.

El 11 de septiembre de 1924 se produce una revolución militar y se establece una Junta de Gobierno presidida por Luis Altamirano. El 23 de enero de 1925 tiene lugar otro golpe, una suerte de contrarrevolución de oficiales encabezados por Carlos Ibáñez y Marmaduke Grove. Alessandri gobierna de facto bajo la tuición de Ibáñez como ministro de Guerra. Se producen algunos roces y Alessandri renuncia y se marcha. Gobierna Luis Barros Borgoño. Ibáñez aspiraba a gobernar, pero los partidos acordaron proponer a Emiliano Figueroa, con Ibáñez como ministro del Interior y hombre fuerte del gobierno; este último comenzó una persecución de sus adversarios y llegó al gobierno en la elección de 1927, en la que se presentó como candidato único.

Vicuña fue testigo y actor privilegiado en estos procesos de hondas transformaciones en Chile: el quiebre institucional, el cambio de régimen y reformas profundas en aspectos sociales y económicos; el fin del parlamentarismo y la superación de la oligarquía con la presencia de nuevos sectores sociales (clase media y obrera).

En septiembre de 1924 pensaba que se debían restablecer las autoridades desplazadas por la conspiración militar. No creía en los nuevos «apóstoles con botas». Y actuó en consecuencia. Con la vuelta de Alessandri, fue miembro de la Comisión Constituyente de 1925, que adoptó medidas como la separación de la Iglesia y el Estado y la reforma del régimen parlamentario hacia uno presidencial. En 1926 estuvo fuera de Chile, trabajando como profesor en Panamá. De regreso al país, con la entronización de Ibáñez en 1927, sufrió la persecución y el destierro.

Su esposa y sus seis hijos padecerían también, de manera indirecta, las inclemencias de esos acosos. No debe haber sido fácil ser hijo (o nieto) de un hombre que servía de pararrayos de diversos enconos y que era capaz, a su vez, de convertir sus animosidades en rayos verbales que lanzaba con precisión.

A pesar (o quizás a causa) de esto, hay una marcada veta artística en su familia. Uno de sus hijos fue el poeta José Miguel Vicuña. Y entre la casi veintena de nietos que tuvo, se cuentan el poeta y filósofo Miguel Vicuña, la fotógrafa Leonora Vicuña, la poeta Cecilia Vicuña y el actor y poeta Pedro Vicuña, entre otros. Su nieto Miguel, quien estuvo a cargo de la reedición de La tiranía en Chile (Lom, 2002), lo recuerda como un hombre muy bondadoso, pero estricto.

Con ira y estudio

No obstante su tono apremiante, Vicuña Fuentes siempre tuvo una mirada más amplia, algo teórica, quizá legado de su labor pedagógica. Por coyuntural que fuera el tema que tratase en sus pequeños libros o panfletos, había también siempre una reflexión más general. En La cosa agraria (1966), por ejemplo, empieza tratando el tema de las distinciones sociales, la filosofía positiva, para luego emprenderlas contra los demagogos o «plebícolas», y ante todo, contra la reforma agraria que, según él, confundía al agricultor con el campesino. En contrapartida, por árido o específico que fuese un tema, nunca faltó la estocada. Así, en un artículo del año 1965 sobre la gramática de Bello, para hablar de los usos anómalos, señala el siguiente ejemplo: «En Chile es donde hay más tontos ilustres».

El comienzo de La tiranía en Chile es una meditación, entre histórica y sociológica, sobre la división profunda de clases en la América hispana, la existencia de tres grupos antagónicos que han convivido como enemigos y se han relacionado a través del miedo y el odio mutuos, en una guerra sorda: la oligarquía, la clase media y una gran masa proletaria. En Chile, con una terminología más autóctona: «caballeros», «siúticos» y «rotos». (La distinción quizá fue por primera vez puesta en papel por Vicuña en el folleto La crisis moral de Chile, una conferencia dada en Buenos Aires en diciembre de 1928.) También es un recuento de la historia oligárquica antirrepublicana chilena. Mario Góngora, en su Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile (1981), cita como «un pasaje panfletario divertido» la enumeración que hace Vicuña de algunos miembros de la oligarquía: «Ahí están, como en una justa, en los salones del Club de la Unión, los Errázuriz numerosos y tercos, los Ovalles campanudos, los austeros y secos Valdeses, los afables y elegantes del Río, los Lyon agusanados y huecos, los Amunátegui acomodaticios y fofos, los testarudos y codiciosos Echeniques, los linajudos y variados Figueroas, los vacíos y solemnes Tocornales…». Panfleto, si lo es, de gran estilo, cuyas resonancias se percibirán en el Canto general de Neruda.

Inventario humano

Quizá si lo más sugerente de La tiranía en Chile está en los retratos, abrasivos, precisos, con nombres y apellidos, de algunos prohombres de la época, ya fueran oligarcas o partidarios de Ibáñez (o ambas cosas). A continuación, una muestra de su cáustica galería de hombres poco notables. Ladislao Errázuriz: «Hombre rico y honrado, tiene esa inteligencia vasca, despejada y concreta, sin profundidad ni fantasía, que permite administrar y conservar los bienes de la tierra». José Santos Salas: «Alto, joven, pelado, de mirada estrábica y vagabunda, hablaba, hablaba, hablaba, interminablemente, con un chisporroteo de frases rotundas y vacías, en que la necedad y la grandilocuencia se daban un beso espasmódico y sonoro». Ismael Tocornal: «Su inteligencia es menos que mediocre, su criterio infantil; su imaginación no ha funcionado nunca. El dinero le ha permitido algunas veces pronunciar discursos interesantes, pagados a buen precio». O las estampas poco lisonjeras de políticos como Manuel Rivas Vicuña o Eliodoro Yáñez; o de escritores como Pedro Prado y Eduardo Barrios (ministro de Educación con Ibáñez) o del «poeta opulento y estrafalario» Vicente Huidobro: «Era un joven bilingüe, que escribía nada mal en iberoide y en galoide, y lograba hacer sonreír a las damas incomprendidas».

Años después, al ser sometido a un juicio (pero no por difamación), Vicuña dirá: «Puedo declarar al Tribunal que no he sido desmentido jamás, porque jamás he faltado a la verdad». Puede ser. El libro es imprescindible como documento histórico, pero debe leerse con más de un grano de sal. No obstante su sinceridad, el ánimo de diatriba roza más de una vez la injuria. De Luis Barros Borgoño dice: «Perfecto pavo real, ostentoso como un advenedizo, solo le interesaba de la Presidencia, a que había aspirado durante toda su vida, la decoración y la pompa». Pero también lo acusa de secuestrar papeles y correspondencia familiar, y de haberse casado por motivos financieros con una mujer mayor.

Para qué hablar de Ibáñez y su «horda de espías, de chacales, de esbirros, de tontos y logreros», como los llama en La caída del coronel. Ventura Maturana, Pablo Ramírez, Conrado Ríos, Carlos Dávila, Mario Bravo y otros son parte de ella.

Una particular inquina tiene hacia Conrado Ríos Gallardo. Su primera aparición en La tiranía en Chile es en la noche del 8 de septiembre de 1924, en el diario La Nación, en general hostil al movimiento: «Solo simpatizaba con él un periodista presuntuoso y sin letras, sietemesino de un metro cincuenta de estatura, calvo y simiesco, que nadie tomaba en serio y era antes bien el blanco de todas las burlas. Lo llamaban Conrado y se le reían en su cara abusando de su cobardía». Cuando es nombrado canciller dice de este personaje: «Siendo solo un tití, casi, casi se sentía todo un gorila». Y lo seguirá en libros posteriores, por ejemplo, en La caída del coronel (1951): «El tonto más chico de cuerpo pero más estrepitoso de toda su comparsa, el lastimoso y mecánico Conradete».

Ibáñez, por supuesto, es el malquerido favorito. En La tiranía en Chile señala que figura entre la «juventud militar» de 1924 porque solo era sargento mayor, aunque «era ya hombre viejo, de cincuenta años pasados, de vida turbia y crapulosa». Lo describe: «Inteligencia opaca y sin letras, más ignorante que Conrado, no tenía otros estudios que la logofobia invencible de la Escuela Militar. Allí mismo había sido tan reacio al alfabeto y tan notoria su rudeza que lo apodaban “par de botas”». Por esa época algunos empezaron a llamarlo «el caballo». En 1952, en un arrebato de espíritu satírico, escribirá El caballo político y la escatocracia occidental, como una larga entrada enciclopédica: «Es un problema dilucidado con acierto por los padres de la Iglesia, los brujos medioevales, los capellanes castrenses, y los criadores zootécnicos, el de saber si un caballo, un verdadero caballo, hijo de potro y de yegua, puede tener o no figura humana». Y hablará desde la historia y la biología del caballo como un animal cobarde e insaciable.

Está también, poco después del golpe de 1924, el episodio con el teniente Mario Bravo. A raíz de un discurso de Vicuña, Bravo escribió en la prensa un largo artículo injurioso. Vicuña no le respondió, pero Bravo terminaría mandándole un mensaje con insultos y amenazas. Vicuña decidió responderle con una carta breve, que es imposible no citar en su totalidad:

Individuo:
Su carta es fiel reflejo de su persona moral y confirma el concepto que tengo de Ud.: grosero, estúpido, cobarde y prostituido.
Lo desprecio profundamente: grite, bufe, escarbe, patee, berree, aúlle y tire coces cuantas quiera, que yo no me preocuparé para nada de Ud. Por un resto de piedad humana le advierto que me siento a muchos miles de metros de altura sobre Ud., moral, social y políticamente, de modo que si trata de traducir en pretendidas actitudes caballerescas sus baladronadas groseras y ridículas, le será necesario para ello buscarse un personero adecuado.

Le queda abierto por lo demás el ancho camino del asesinato.

Cuente con el desprecio de

Carlos Vicuña

Esto terminó en duelo, pero con otro oficial, de apellido Picón, que intervino atacando a Vicuña por escrito; duelo con disparo al cielo de Vicuña y el disparo precipitado y errado de Picón…

Abogado de sí mismo

Casi como una continuación de La tiranía en Chile, unos escritos urgentes –tan urgentes que el primero fue la defensa de sí mismo ante el tribunal militar que lo juzgaba en diciembre de 1930–, Ante la Corte Marcial (1931) y En las prisiones políticas de Chile. Cuatro evasiones novelescas (1932)1 relatan cómo fue detenido y relegado a Punta Arenas por el gobierno de Ibáñez. Tres veces intentó escapar de allí, a pie la mayor parte del trayecto, pudiendo morir por el frío y la soledad. Solo en la tercera oportunidad tuvo éxito: llegó a Río Gallegos en Argentina y de ahí partió a Buenos Aires. Fue profesor de inglés en Mar del Plata y en ese destierro escribió sobre la tiranía en su país.

En Buenos Aires conoció al general Enrique Bravo. Y decidió participar en el «complot del avión rojo», un proyecto fallido para derrocar a la dictadura y por el cual abordó, junto con Bravo, Marmaduke Grove y Pedro León Ugalde, un avión arrendado, el Doce de Octubre («que todavía llaman algunos tontos daltónicos el avión rojo», dice en La caída del coronel), en el cual partieron desde Buenos Aires para unirse a la rebelión contra Ibáñez que se suponía iba a comenzar en el regimiento Chacabuco de Concepción. Pero los supuestos revolucionarios del regimiento se retractaron y, cuando el avión aterrizó en Concepción, nadie los estaba esperando. En las discusiones y escaramuzas que tuvieron lugar en el regimiento hubo disparos y la posibilidad cierta de morir. Los complotados fueron detenidos, permanecieron incomunicados más de dos meses en un buque de guerra y luego llevados ante un tribunal militar. Su autodefensa ante la Corte Marcial –recogida en el libro de igual nombre, que se lee como una gran pieza retórica– se cuenta entre las más célebres intervenciones en el foro de Vicuña: la pena de quince años y un día le fue conmutada por la de relegación en Isla de Pascua. Logró escapar de allí, su cuarta «evasión novelesca», rescatado por una expedición organizada por Arturo Alessandri, que envió una goleta que los llevó a Tahití y de ahí a Francia. En las prisiones políticas de Chile fue escrito en París.

En 1931, tras la caída de Ibáñez, regresó a Chile, llamado por el gobierno, y fue restablecido en sus cátedras. Sería profesor de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, director del Pedagógico y decano de la Facultad de Filosofía y Humanidades. Intervino en la fugaz República Socialista, actuando como asesor del ministro de Hacienda, Alfredo Lagarrigue. Fue uno de los fundadores del Partido Social Republicano, en representación del cual resultó elegido diputado por Santiago para el período 1933-1937. En un discurso en la Cámara de Diputados para negar las facultades extraordinarias al Presidente (Facultades extraordinarias, 1936) comenta los defectos del régimen del momento, pero señala que no pueden compararse con el de Ibáñez: «¡Si aquello era el crimen y la imbecilidad unidos!».

En 1948 criticó a González Videla por la ejecución de Ley de Defensa Permanente de la Democracia, la «ley maldita». En otra de sus causas célebres, defendió a Pablo Neruda en su proceso de desafuero. En su discurso «Yo acuso» (1948), Neruda menciona que Carlos Vicuña, en «la brillante defensa» de su causa ante la Corte de Apelaciones, sostuvo que el poeta había hecho cargos políticos al Presidente de la República, pero no podían considerarse injuria, «porque son perfectamente ciertos».

En 1952, a las puertas de la elección, escribe el folleto El problema presidencial sobre los cuatro candidatos («cuatro grupos de apetitos administrativos ya organizados para distribuirse los bienes del Estado»), pero que representan solo dos tendencias de gobierno: una razonada y que cree en la ley, y otra «enérgica, ciega, brutal, que quiere mandar a gritos, con una escoba en la mano para barrer la mugre –como si la República fuera una caballeriza–»; la tendencia de la escoba iracunda «tiene un solo candidato, el coronel Ibáñez, cuya historia de ayer es garantía de su gobierno de mañana». Los otros tres candidatos eran Pedro Enrique Alfonso, Salvador Allende y Arturo Matte, a quienes considera de antecedentes honorables y los llama a unirse contra Ibáñez.

En 1955 publica un libro que es una novela o una historia, dice Vicuña, porque «la historia y la novela son la leyenda de los muertos»: «Los vivos solo escribimos de los vivos para la polémica o para la literatura, o lo que es lo mismo, para la política o para el amor». En Pasión y muerte de Rodrigo de Almaflor escribe: «Esta novela se parece en algo a otra mía, más polémica, llamada La tiranía en Chile, llena de personajes inhumanos», pero aquí evoca a espíritus mejores. Aparecen los Lagarrigue y aparece el propio Vicuña joven, hacia 1912, cuando viaja a un congreso de estudiantes en Lima. Allí conoce al andaluz Rodrigo de Almaflor, hijo de un noble español y quien resulta ser un pariente. Mantienen discusiones filosóficas, hablan de latín y poemas, participan en tertulias santiaguinas (el noble viaja a Chile), aparecen mujeres de las que se enamoran de manera imposible. Almaflor va a la Primera Guerra Mundial a luchar por Francia, y allí muere.

Tiranías, no

En 1956, algunos jerarcas peronistas (entre ellos Jorge Antonio y Héctor Cámpora) se fugaron de la prisión en Río Gallegos y llegaron a Punta Arenas para solicitar asilo político. El gobierno argentino pidió la extradición. El juicio tuvo tal revuelo que la Corte Suprema se llenaba de gente, por lo que fue necesario instalar altavoces hacia el exterior. Dirigía la defensa de los peronistas Carlos Vicuña. El abogado que representaba al gobierno argentino era Arturo Alessandri Rodríguez, hijo del León, quien hizo ver la contradicción de Vicuña al defender peronistas. Pero en su alegato, recogido en el libro de René Olivares El proceso Jorge Antonio (1957), Vicuña señalaba que no defendía al peronismo, sino un asilo: «Si el señor Alessandri tiene curiosidad de saber lo que yo pienso,puedo decir en público –porque mis opiniones son francas– que era y soy antiperonista, como era y soy antiibañista». No es demócrata, dice, pero sí republicano y afirma que sigue pensando lo mismo: «Tiranías, no».

Por décadas Vicuña Fuentes había denunciado lo que llamaba el «mito» de la democracia. En La caída del coronel (1951) hacía la distinción entre república y democracia. No creía en la segunda: «El caos político de la democracia necesariamente se transforma en escatocracia, o sea, en el predominio de las deyecciones inferiores de la vida social». Y la primera encierra una precisión: «Toda república es necesariamente aristocrática en el viejo y noble sentido de esta palabra, pues aristocracia, según su significado griego, es el poder o mando de los mejores». En el librito Aristeia (1967) hablaba en favor de una elite moral o intelectual, la «aristeia social», cuyo mayor número se encuentra en los estratos superiores de la clase media. Allí planteaba que la democracia es un absurdo: «Es un sistema pseudopolítico en que los jefes decorativos de la vida pública son designados (…) porque reúnen a su favor los sufragios ciegos, apasionados, ordinariamente estúpidos y secretamente venales de los electores, rebaño ávido y anárquico de la espuma social…».

El paradójico alessandrismo de Vicuña Fuentes culmina en otro librillo, Política positiva (1970), que empieza con una carta de apoyo a Jorge Alessandri Rodríguez para la elección de ese año. El cuerpo del libro tiene consideraciones sobre la izquierda y la derecha, el orden y el progreso, la república y la estabilidad social, contra los «ungüentos de la demagogia», contra la revolución social y las doctrinas marxistas.

Fue contrario a Allende, obviamente. Su artículo «Llamamiento a la gente sensata» fue publicado en El Mercurio el 27 de junio de 1973. Allí hablaba de la ceguera que ha provocado «el momento angustioso» que se vive, «al borde de una catástrofe social». Señalaba la necesidad de entregar el gobierno a un corto número de hombres sensatos y honrados porque, de continuar la anarquía actual, «nada ni nadie podrá refrenar la demencia destructora, salvo una tiranía militar durísima, casi tan angustiosa como la anarquía ciega del socialismo demagógico». El deber de la gente sensata, decía, es poner fin al saqueo y al desorden estimulados y amparados «por el gobierno inepto o enloquecido» y propone entregar –y aquí hay una variante a sus planteamientos «aristárquicos» de siempre– a unos pocos «militares escogidos» la tarea de terminar con la anarquía. La sublevación militar contra Allende, conocida como «el tanquetazo», tuvo lugar dos días después, el 29 de junio. Lo que hay que aclarar es que el documento había circulado en fotocopias desde un año antes y se le pidió publicarlo entonces.

Su reacción al golpe de 1973 fue de total rechazo. Su último alegato ante la Corte Suprema fue un recurso de amparo (sin éxito) en defensa de su nieto, Juan Vicuña, detenido. Quienes lo vieron y escucharon cuentan que, como siempre, con voz estentórea, nombraba a Pinochet y decía que jamás habría imaginado que iba a terminar sus días alegando por la vida de su nieto, injustamente preso, como en los peores tiempos de Ibáñez.

En julio de 1976 estuvo postrado en cama por primera vez en su vida, por una bronconeumonía. Ya no escribía, porque veía poco. Murió en marzo de 1977, a los noventa años.

Vivir abiertamente

González Vera recuerda en Cuando era muchacho (1951) que trabajó en un diario de Valdivia en los años veinte y le encargaro acompañar en su estadía a un príncipe alemán, no muy interesante, de visita en la zona. En sus cavilaciones, piensa que si él fuera monarca procedería con más rigor. Así convierte en príncipe a uno de sus amigos, en barón a otro y en conde a un tercero. «Consideré justo dejar a don Carlos Vicuña de duque. Habla bien, escribe mejor, en donde esté el mayor sitio es el suyo y ¡quién no lo sabe!, su arrogancia ha triunfado de todas las pruebas.»

Era acertado el título nobiliario. El personaje Rodrigo de Almaflor, el que parece ser un trasunto o doble del propio Vicuña Fuentes, es hijo de un duque.

La nobleza de Vicuña se manifiesta en el lema tomado del positivismo «vivir abiertamente» (o«vivir a las claras», como dice en un recurso de amparo de 1924). En el discurso La crisis moral de Chile (1928) señalaba: «Nada causa a los tiranos tanto pavor como un hombre de espíritu libre capaz de hablar o de escribir». Para él la tiranía era la pretensión de disciplinar los actos y controlar las palabras. Carlos Vicuña desafió a los tiranos cada vez que tuvo la oportunidad, sin medir palabras ni consecuencias. Es quizás su mayor lección: decir lo que piensa, sin dobleces. Y vivir sin miedo.


 

1 En 2014, dos editoriales independientes chilenas, Tajamar y Libros del Laurel, descubrieron que habían tenido la misma idea –publicar ambos títulos– y se encontraron hablando con distintos nietos de Vicuña Fuentes. Finalmente, Laurel le dejó el camino libre a Tajamar, que había llegado primero. En la edición de Lom de La tiranía en Chile (2002) se anunciaba la continuación de la publicación de obras de Vicuña Fuentes, probablemente los mismos dos títulos, pero el proyecto no se continuó.