«Me hubiera gustado ser asesino», dice Carlos Pezoa Véliz, poeta precoz perseguido por la mala suerte, en medio del fuego, el barro y las llamas. Está malherido. Tiene las piernas rotas. Un terremoto ha destruido Valparaíso, se ha acabado el mundo, todo lo que existe ahora se hundirá o será arrasado. Lo acompaña Emile Dubois, un asesino en serie francés, una sombra que ha asesinado a cuatro comerciantes, una celebridad que ha asolado el puerto. Espera en esa prisión oscura del Cerro Cárcel, luego se volverá un santo de los ladrones. En esta versión de la historia el asesino y el poeta se topan, hablan, comparten, se hacen promesas. En medio del caos hablan de literatura o de la vida, que parecen ser lo mismo. Dubois lamenta no haber incluido a algún crítico literario entre sus víctimas.

Pezoa Véliz murmura un poema suyo. «Hoy no tengo esperanzas, mas tengo muchos años que lloran cosas idas, que cantan desengaños», dice. «Soy dueño de mí mismo como del universo», le responde Dubois en francés, robándole las palabras al emperador Augusto en Cinna.

Todo pasa en las últimas páginas de Todas esas muertes. Droguett la terminó de escribir el 23 de septiembre de 1970. El capítulo final era un cuento autónomo redactado en 1962, «La noche del jueves», y quizás completaba un libro sobre Pezoa Véliz que había planeado en 1953, o seguía una novela por entregas que había publicado en los cuarenta sobre Dubois. De ambos proyectos sólo habían quedado rescoldos, hojas sueltas. Nada nuevo: acostumbraba mezclar y reescribir su propia obra una y otra vez, haciéndola existir siempre en tiempo presente.

Salvador Allende ha ganado las elecciones pero falta que lo ratifique el Congreso; Droguett aún no recibe el Premio Nacional de Literatura y aún no gana el Premio Alfaguara; además acaba de morir uno de sus mejores amigos, Alfonso Escudero, sacerdote y profesor de Literatura.

En la ficción, Pezoa Véliz le propone a Dubois «un pacto de amistad, de complicidad, de horror, de duelo, de sufrimiento, de esperanza, de desesperanza», donde uno visitara la tumba del otro. «Tendría que ser muy pronto», responde el criminal. Y sí, hay algo de humor negro acá, si es que eso es posible en la escritura de Droguett, experto en héroes exhaustos, casi siempre sacrificiales. El poeta y el asesino están abandonados a la catástrofe; la destrucción de la ciudad metaforiza su propia destrucción, su heroísmo hecho de abandono. «¡Me hubiera gustado ser un poeta!», será la última frase de Dubois en el cuento y en la novela, en esa vida falsa que es la literatura, al lado de un herido Pezoa Véliz, los dos rodeados del humo y de los muertos. Palabras que volverán agazapadas en la voz del mismo Droguett en 1975, en una entrevista clandestina que le hará su amigo Ignacio Ossa, asesinado meses después por la DINA. Le dirá: «Fidel es un poeta, el Che fue un poeta. Tú me vas a preguntar, seguramente, ¿y cuáles son los poetas en Chile?».

Contaminado

¿Pero qué era la poesía para Droguett? ¿Qué era la literatura? Alguna vez había sido un fantasma, una presencia, la de Gabriela Mistral vagando por su casa cuando tenía dieciocho años. La Mistral estaba viva, daba clases en Estados Unidos. Pero él la veía: uno de sus compañeros en el liceo la había tenido de vecina; él había hecho el recuerdo suyo. «Yo presentía el miedo, adivinaba el miedo, parecía que el ruido de la sierra de la barraca vecina a nuestra casa se apaciguaba y se hacía más solemne, mi padre se desvanecía otra vez misteriosamente y la mampara de vidrios arrebolados, granates o verdes, se entreabría y caminaba ya por el pasadizo Gabriela Mistral en un tubo de silencio, sin mirar a nadie, sin darse cuenta de nada», escribió en un ensayo de 1968.

Había nacido en Santiago en 1912 y se había mudado a La Serena. Su padre, Adolfo, trabajaba en el telégrafo, donde había sido compañero del novelista Luis Durand. En algún momento volvieron a Santiago. Murió su madre, de la que no quedaron fotos. Carlos tenía seis años. Apenas recuerda; su hermana Elena apuntala un detalle: la madre tiene mal carácter. En el texto, su ausencia aún pesa, el recuerdo pretende ser prodigioso pero el novelista narra sin preocuparse de precisiones; flota sobre los hechos de su infancia y adolescencia como si fuese un sueño que adquiere espesura. Mistral aparece ahí. Él escucha a un compañero de curso hablar de ella y luego se le materializa. Está terminando la secundaria en el Liceo Federico Hanssen, la nocturna del Liceo de Aplicación. Ha dejado el Liceo San Agustín, que lo formó y lo deformó y donde fue alumno del novelista Mariano Latorre y del cura Escudero, que se volvería su maestro. Latorre apenas le interesará. Le parecerá casi ingenua su militancia en la novela criollista, sus visitas turísticas al campo. «Un falso», «un pije», dirá. Escudero, erudito en literatura francesa y latinoamericana, dueño de decenas de miles de volúmenes, se volverá su mentor, guía espiritual y asesor literario predilecto: lo hará aparecer como personaje en sus libros.

Entonces, cuando, robada de un recuerdo ajeno, la silueta de la poeta de Vicuña deambule por su casa y él sea sólo el alumno de un liceo nocturno en una ciudad que abandona la década del veinte, Droguett ya ha abrazado la literatura como una causa: ha pergeñado un cuento («¿Por qué se enfría la sopa?») del que conservará sólo el título para hacer de él un racconto de los patios del Liceo San Agustín y su casa de calle Copiapó. Antes ha enfermado y ha leído los libros de aventuras de Dumas y le han parecido «la vida, la literatura que refleja la vida, la verdadera vida, la verdadera literatura»; también a Homero, que se lo recomendó su padre; y a Galdós, todos en las tardes eternas del hospital.

Edgar Allan

Poe ya lo cambió: una tarde está solo en su casa y descubre en medio de los cajones una vieja revista donde viene «El gato negro». El relato «es la introducción a todo Poe, la introducción a todo el horror de mi niñez, a toda mi soledad que yo no sabía que era tanta», dice. Leerlo lo llena de miedo. Recuerda a su madre, alucina con un crimen posible, el horror lo atenaza. «Encendí las luces, pues el cuerpo me temblaba, aunque quería o necesitaba aparentar tranquilidad, hasta me atrevía a sonreír, pero mi sonrisa era falsa, superficial y grasosa, si me movía se caería al suelo y sonaría y el gato conocería al instante que estaba asustado y saltaría del nicho de la pared y entonces se apagaron las luces y las piernas se me caían también».

¿Por qué esas novelas que a ratos resultan insoportables, que se expanden como un monólogo que no deja respirar hasta que el lector entra en ellas como si fuese una bruma o una casa del terror o una exhibición de una violencia catártica?

De la nada aparece una tía y lo calma. Lo devuelve a la realidad: le sirve un sándwich de queso.

«Todo cuento tiene que traer un miedo. Si no no vale, y vaya, vaya, niño», le dice.

Laberinto de muerte

¿Por qué Droguett? Porque sí, porque no, porque era invisible, porque nunca se lo lee del todo, porque lo dieron por muerto o retirado varias veces, porque nadie lo conocía; porque nadie lo entendía, porque les caía mal a todos, porque estaba obsesionado con la sangre, que es lo mismo que estar obsesionado con la literatura chilena o la lengua chilena; porque se empecinaba en recordar, porque alguna vez fue periodista policial; porque era amigo de Pablo de Rokha y Manuel Rojas y Juan de Luigi, porque creía en Cristo con una fe neurótica, total y sacrificial; porque Eloy sigue ahí; porque Patas de perro sigue ahí, porque los muertos de Pinochet y el Seguro Obrero siguen ahí, porque no lo tomaban en serio o le tenían miedo hasta que era demasiado tarde; porque nunca hizo concesiones; porque era un maestro secreto, que escribía como si estuviese poseído; porque nunca pudo salir del laberinto de muerte en que la matanza del Seguro Obrero hundió a su generación mientras veía en ella un signo de identidad, una señal que se repetía a través de la historia de Chile desde el pasado remoto hasta poblar todo futuro, porque era una señal hecha de pobreza y violencia, de cuerpos ajusticiados, de formas del olvido; porque escribió de asesinos y de bandoleros, de obreros alucinados y jóvenes exterminados en un mundo donde la historia se volvía un loop asfixiante, el eterno retorno de una pesadilla simétrica disparada a lo largo de las décadas; porque habitó el lenguaje íntimo de la miseria y escribió sobre ella hasta la extenuación, con pensamientos suicidas, a máquina, en medio del insomnio, el exilio, la crianza de los hijos, los premios y el silencio que siempre siguió a los premios; porque su estilo era una forma de la conciencia, de la valentía, del empecinamiento. ¿Por qué Droguett?, ¿por qué esas novelas que a ratos resultan insoportables, que se expanden como un monólogo que no deja respirar hasta que el lector entra en ellas como si fuese una bruma o una casa del terror o una exhibición de una violencia catártica?

El Seguro Obrero

Cuando el libro salió quizás ya no tenía sentido. Ya todo había cambiado para siempre. «El señor Videla y su paraguas» se había publicado en la revista Hoy y fue recogido sin su autorización en Antología del verdadero cuento en Chile, que había compilado Miguel Serrano y donde aparecían Braulio Arenas, Juan Emar, Eduardo Anguita, todos rodeando los textos de Héctor Barreto, asesinado por un grupo lonazi en 1936. Dedicado a su memoria, el libro sale en 1938 y llega tarde, al final de ese año extremo. Había algo vencido en esa antología, por más que el recuerdo de Barreto pareciese empapar sus páginas: cierto vanguardismo siútico, esa originalidad de salón de té que Serrano esgrimía como un manotazo de ahogado de su clase antes que la promesa de una literatura venidera.

Droguett está a punto de titularse en Derecho en la Universidad de Chile, escribe en la prensa y trabaja como corrector en la editorial Ercilla, donde tiene que revisar las pruebas de imprenta de los libros de Virginia Woolf. Ya se ha casado con Isabel Lazo, para siempre, y arrienda una oficina en el centro.Tiene algo parecido a un futuro.

Entonces se estrella en la calle con la matanza del Seguro Obrero: el 5 de septiembre un grupo de jóvenes nacistas se toma la Casa Central de la Universidad de Chile y la Caja del Seguro Obrero, que queda a media cuadra de La Moneda. Es un intento de golpe de Estado en apoyo a Carlos Ibáñez del Campo. No resulta, se convierte en un baño de sangre: la policía reduce a los golpistas y los ejecuta ahí mismo, en el edificio del Seguro Obrero. Mueren 59 de los jovencísimos conjurados y los cuerpos son rematados a bayonetazos en el piso y las escaleras del edificio. Los disparos se oyen de lejos. «Que no quede nadie», habría dicho Arturo Alessandri, el Presidente. Días más tarde hay elecciones. En medio del escándalo, Alessandri cae en la ignominia, Ibáñez parte al extranjero y Pedro Aguirre Cerda es electo por el Frente Popular.

Droguett conoce a algunos de los muertos. Son compañeros suyos en Derecho, rostros que se topa en los pasillos y comedores de la Facultad, han compartido fragmentos de vida cotidiana. Al año siguiente escribe Los asesinados del Seguro Obrero, que se publica en el diario La Hora y sale como libro en 1940. Ya tiene cierta estabilidad económica, ha entrado a trabajar en la Caja de Previsión de los Ferrocarriles del Estado, de la cual se jubilará treinta años más tarde.

Aquellos jóvenes son su magdalena, su rosebud. Droguett es el hombre que anota, es quien recuerda. Escribe para vengar a las víctimas y descubrir a los victimarios, pero también para transformar la literatura chilena. El prólogo del libro es un análisis detallado de los fracasos de la novela nacional, de la brutalidad de habitar el presente polarizado de la década de 1930. No hay futuro, parece querer decir. Todo es falso. Lo único real son los muertos o, mejor dicho, la conciencia de los muertos, los escombros de sus biografías. No hay amnistías ni armisticios, la sangre actúa de modo más poético que mesiánico.

Los asesinados del Seguro Obrero es un certificado de defunción de la literatura chilena del período. «Todos exangües. Mariano Latorre, Luis Durand, Marta Brunet, Federico Gana, Fernando Santiván, Rafael Maluenda, todos, han mirado la cueca, pero no la sangre que corría al tacón de la cueca, han visto el vino, pero no la sangre que corría del borracho y que parecía que era vino, han visto al patrón enamorando a la chinita, aun le han ayudado a enamorarla, pero no han mirado la sangre del aborto, han visto los rodeos de los animales chúcaros, aun les han hecho su rondel patriótico para mirarlos mejor, pero no han visto la doma y el rodeo del trabajador de nuestros campos», escribe.

Arroja sobre todos baldes de sangre, como si gozara, lacerándose: «Siete muertos hubo ahí, pero no siete cadáveres, sólo quedaron muchos pedazos de cadáver, piernas solitarias, brazos huérfanos, ojos saltados, cráneos y cabellos hundidos sobre los sesos». De este modo compone un memorial de las víctimas. Pero no le interesa demasiado la ideología de los caídos, se concentra en el despliegue de la violencia, el cuadro atroz de una sangre que se esparce en los cuartos oscuros de la república.

Con eso, se opone a la novela criollista, pone en entredicho el naturalismo más automático y zafa de las pretensiones escapistas del lenguaje de las vanguardias. No se relaja jamás; no se lo permite. No se lo permitirá nunca. La tragedia transcurre en apenas unas cuantas manzanas del centro de la capital. Los edificios a los que se refiere todavía están ahí. Han cambiado de nombre: la torre del Seguro Obrero pertenece ahora al Ministerio de Justicia. La Universidad de Chile sigue en la Alameda, idéntica a sí misma.

«Amigos míos, yo no invento nada, sólo hablo de lo que existió y ocurrió, de lo que pasó una mañana de primavera en el Seguro Obrero, aquel edificio popular y funcional al cual acudían diariamente las madres, las viudas, los hijos del obrero de las minas de azufre, del norte, de las minas de carbón, del sur, de la fábrica de hilados, a cobrar el exiguo seguro de vida por su deudo muerto en la explosión en plena pampa o en la explosión e inundación de la fabulosa galería que transcurre bajo el mar en Concepción o triturado por la laminadora en la usina de artefactos de aluminio o muerto de tuberculosis, después de respirar 23 años y algunos meses, los ácidos de la curtiembre de cueros y pieles finas, ubicado en Yungay, camino del puerto. Nada más que de la existencia, de la vida y muerte que forman la existencia, hablo. Existieron una vez 63 muchachos. Pasaron unos hombres de uniforme, unos milicos, unos pacos, pasaron las metralletas, los sables, los revólveres, y quedó la sangre señalando el lugar en que ellos, antes de morir, existieron», escribe.

Los asesinados del Seguro Obrero termina inventando sus libros posteriores; el esqueleto volátil y la tensión que la literatura establece con lo real. Nunca esquiva el bulto. Para Droguett el lugar del crimen es el de la memoria. Esos muertos jóvenes se le convierten en leitmotiv al punto de que reescribe el texto varias veces: es el hilo conductor de Sesenta muertos en la escalera, que vuelve a revisar en 1972 y 1989; los jóvenes asesinados, esa lista que falta, que se borró en la edición original, aunque está consignada en el índice, aparecen en Matar a los viejos. Todo comienza en ese libro, donde el narrador se presenta como un testigo que se topa en la calle con la masacre. Luego retorna a su casa. En el camino atraviesa la historia de Chile, las formas del exterminio.

Días de folletín

Pasó la década completa invisible. Una foto en Villa Alemana lo muestra junto a Isabel Lazo, sonrientes, al lado de una cabra. Son jóvenes y ella lleva un paraguas y él sonríe; parecen sorprendidos, acaso felices. Tendrán dos hijos, Carlos y Marcelo. Ha abandonado el derecho, se dedica al periodismo: escribe en La Nación y Las Últimas Noticias. «Cada día y cada semana publiqué una cantidad exagerada de narraciones, monólogo, diálogos, delirio, fiebres, sarcasmos, historias, algunas logradas, otras a medio cocinar, pero todas dirigidas, como la luz de un foco en el escenario de un teatro oscuro, en mi propia oscuridad y tinieblas, a abrirme un camino pues me sentía vacunado, contaminado, condenado, elegido, apartado por la difícil vida».

«Han mirado la cueca, pero no la sangre que corría al tacón de la cueca, han visto el vino, pero no la sangre que corría del borracho…»

Así que está en la calle y se empapa del pulso de la década. Y mientras prepara su tesis descubre la biografía de Pedro de Valdivia escrita por Crescente Errázuriz, que llegó a ser arzobispo de Santiago. «¡Maldito y bendito sea el futuro arzobispo!», dice. Porque algo se abre. «Descubrí la historia, la verdadera, de Chile, de América, esa que no rola y corre en los manuales escolares. El infierno de la conquista de América, el infierno, en realidad el purgatorio, de la época colonial», dirá. Tenía a sus muertos del Seguro Obrero. Encuentra más: un rastro, un precedente; los de la Conquista, los que aparecerán en sus novelas Supay el cristiano, 100 gotas de sangre y 200 de sudor y El hombre que trasladaba ciudades. Obras invisibles, quedarán guardadas en el cajón por décadas a veces.

Será la labor nocturna de alguien que se dedica al ensayo literario, al comentario político, a reportear asesinatos, al folletín. De Las Últimas Noticias saldrá por escribir mal de Gabriela Mistral. Fundará Extra en 1946 con Juan de Luigi, crítico literario excepcional, maestro de esgrima y amigo de Pablo de Rokha. Ahí hará crítica, tendrá una columna satírica («El cementerio de los elefantes») y escribirá folletines por entregas con seudónimo: uno sobre Dubois y otro sobre Corina Rojas, quien en 1916 contrató a un sicario para que matara a su marido. De nuevo, la memoria narrada como crónica policial, como los restos de un escándalo. Admirador de Dumas, en algún ensayo defenderá el género y dirá que «el folletín es la primera fase, todavía informe, de la novela. En realidad, no es la novela sin terminar, sin pulimiento o cocimiento, sino la novela todavía no empezada. No es el edificio sino el andamiaje».

Pero seguirá en silencio. Será un desconocido que se junta con el cura Escudero, escucha los crímenes del día, hace malabares entre dos o tres trabajos, recorre la Biblioteca Nacional como un fantasma que cobra vida mientras escribe poseído por la fiebre de las palabras. Con De Rokha se harán amigos.

Los unirá la obsesión religiosa y la literatura como un arte de la profecía y de la violencia. Droguett entenderá como pocos la obra del poeta de Licantén, lo leerá como un precursor. Lo recomendará con Carlos Barral, el poeta y editor catalán. Le dirá que García Lorca es «un niño de tetas comparado con Pablo», y lo describirá como «la voz lírica más grande, más profunda, más trascendental que ha nacido en este continente después de Walt Whitman».

Eso será la década. El periodismo, la escritura privada, la vida cotidiana. La rabia y el frenesí íntimo, el silencio, la invisibilidad insoportable.

Amor

«Carlos:

Te deseo que tengas intelectualmente más éxito en la vida (y no después de muerto) que el Kafka.

Isabel Lazo de Droguett Mayo 1952»

La maldición de escribir

Sesenta muertos en la escalera gana el Premio Nascimento y el Municipal en 1954. La dedicó a Francis de Miomandre, escritor francés y amigo de Mistral, que había traducido algunos relatos suyos. Sentía una cercanía casi familiar con él. Su correspondencia lo alentaba, esperaba ansioso sus cartas como si le prometiesen una nueva vida, una posibilidad de éxito. Porque seguía siendo un escritor oculto. El prólogo de Sesenta muertos lo tilda de «casi desconocido hasta la fecha en su propia patria».

La novela era un ejercicio radical de reescritura de Los asesinados del Seguro Obrero, más varios cuentos y columnas, además de fragmentos del folletín sobre Corina Rojas. Rompecabezas resuelto en la voluntad de una conciencia, el relato hilaba los pedazos de esas otras escrituras como piezas de algo mayor, expandiéndolas, cambiando su peso, preguntándose por su valor en tanto materiales narrativos.

Se opone a la novela realista, pone en entredicho el naturalismo más automático y zafa de las pretensiones escapistas del lenguaje de las vanguardias. Droguett no se relaja jamás; no se lo permite.

Aquello decretaba su contemporaneidad pero también la distancia con sus pares. Droguett huía de cualquier militancia que no fuese la de los muertos. Hurgaba en ella de modo obsesivo: la denuncia era ahora parte de algo más íntimo; confirmaba los efectos de una violencia que existía en el lenguaje y que sólo podía percibirse desde la literatura.

En su complejidad exigía del lector un compromiso casi total. Volvía sobre la masacre, crecía hacia dentro, deshilachándose y volviendo a unirse una y otra vez, como si la matanza o la memoria de la matanza no se quedase quieta jamás, acicateada por el peso de la culpa y el recuerdo de las víctimas. Droguett tampoco se detiene. Poco importaba que él mismo corrigiese frenéticamente las pruebas de imprenta hasta dejar exhausto al portugués George Nascimento. Tampoco que el libro no se reeditara en más de medio siglo. Porque el autor ya no era un cronista o un periodista, ya no era una promesa ni el corresponsal oculto de un traductor francés. Era algo más terrible y desesperado: un novelista.

Estilo encontrado

Escribía rápido, casi poseído. Despachaba novelas como si nada. Juan de Luigi decía que ya tenía escritas seis en 1953. Al hilo: 100 gotas de sangre y 200 de sudor, Supay el cristiano, El hombre que trasladaba ciudades. Él mismo jugaba con ese mito, quizás. Lo exageraba para lucir más intenso, más extremo. Escribió Eloy en 1954 y luego, como de taquito, auspiciado por quizás qué viento interior, un ánima o un frenesí, El compadre. Se demoró cuarenta y cinco días en Todas esas muertes y un día en La señorita Lara.

El gesto de lanzarse sobre la página lo definía, pero juzgarlo como un polígrafo sería mezquino porque la escritura era su maldición. «No me cuesta nada. Escribo con facilidad días enteros, hasta terminar. Si mi situación económica lo permitiera podría perfectamente dedicar diez horas diarias disciplinadas a la literatura», dijo en una entrevista. Eso quizás define su estilo, que nunca cambia del todo, explica cómo huye por las ramas, cómo te presiona una y otra vez en esas frases que parecen no terminar porque él mismo no puede parar de ir hacia delante y hacia atrás, de asfixiarse y huir de la asfixia que es la propia conciencia. Ese gesto quizás lo atrapa. Sus personajes habitan en ese limbo. O son ese limbo. Leemos a Droguett para perdernos en ellos, para seguir el curso de la sangre, que también es su forma de la verdad. Narran porque no pueden hacer otra cosa, porque narrar es asumir un precario control del tiempo y de las cosas: la voz acosada del Ñato Eloy, el hombre soltero que adopta a un niño deforme, el estudiante de Derecho que debe dar un examen y se pierde en un Santiago donde aparecen cabezas cortadas de niños, la voz empapada de sangre, él mismo conversando con su amigo Hugo. Su estilo entronca con esas criaturas que elegirá quizás como médiums, como ríos turbios que nunca paran. Allí están Proust y Faulkner y Joyce y la novela contemporánea, esa tradición sobre la que discute una y otra vez con el padre Escudero. Sí, esa modernidad es lo que lee en él Miomandre, lo que descubre Ángel Rama, lo que ve Severo Sarduy décadas después al toparse con la traducción francesa de Patas de perro.

«Escribo así y no de otro modo, tal vez conozco el por qué, no el cómo. Mi estilo no es del montón, aunque sea un estilo amontonado, pero, contrariamente a lo que pudiera sospecharse o dictaminarse por los popes y sacerdotes de la soberana y auroral claridad, no es un estilo buscado por mí, nada más que encontrado», dirá en una larga entrevista póstuma que publicó Punto Final a modo de homenaje. Pocos narradores tienen esa habilidad, esa coherencia, esa sospecha permanente de sí mismos que sólo pueden resolver lanzándose al abismo, acumulando detalles y la sombra de esos detalles, atrapados por el vértigo que no los abandona y que adquiere el contorno de una epifanía, de una luz pesada que se posa sobre las personas y los objetos y la Historia para fijarlos para siempre.

Eloy

Con los años, le pediría a su amigo Escudero una misa para el Ñato Eloy, bandolero abatido por la policía en 1941. Sentía que se la debía. Eloy fue nalista del premio Seix Barral y se publicó primero en España, en 1960. En Chile el manuscrito estaba esperando ser leído en Zig- Zag. En la portada, feroz, una foto cruda de un hombre muerto potenciaba el efecto dramático y sintetizaba el espíritu del libro. Sería su obra más famosa, reeditada en una multitud de idiomas, un clásico instantáneo. Aún no existía el Boom, aún no se escribían esas novelas ejemplares latinoamericanas y la generación del 50 (Edwards, Giaconi, Lafourcade) escribía a la sombra de los árboles del Parque Forestal con una voz trémula que quería lucir destemplada pero era muchas veces alarde, pavoneo. Droguett no tenía que ver con ellos. Existía en un territorio propio y extraño que no evitaba la experimentación, tampoco el desconsuelo.

La violencia seguía ahí: Eloy narra las últimas horas de un bandolero acorralado por la policía, una noche de acoso que la voz de la novela atraviesa como tierra quemada, a base de recuerdos, de momentos quietos, de pedazos de lo cotidiano. Pero no se trata de un héroe. Eloy es violento y tierno, está hecho de deseo y de muerte, y avanza en su cuenta regresiva sin concesiones, empecinado en mantenerse con vida, haciendo de esa corriente de conciencia que ya podía verse como el estilo de Droguett un modo de entrar y salir de los hechos de su vida, todo iluminado por el cielo negro del campo chileno.

«La fiebre es la vida, toda la gente y sus carruajes, el rencor, el coraje, la memoria eternamente abierta, ese malestar, ese dolor partido me puede mantener despierto y no me duermo, no me puedo dormir, porque si ahora me quiebro y debilito, eso sería el comienzo de toda la infeliz y fácil muerte, ni destierro, ni cadena, ni silencio, ni sosiego, quiero vida y calor, unas gotas de sudor, unas gotas de vida que siempre han andado conmigo, que siempre, finalmente, me sobraban intactas, sólo unas pocas horas, dos o tres horas de oscuridad como ésta, esta oscuridad enrojecida que les recuerda a ellos la increíble suerte mía que tanto terror les ha dado todos estos años…».

Antes de comenzar, al modo de un epígrafe documental, se dice de Eloy: «… en los bolsillos de su ropa se encontraron las siguientes especies: un escapulario del Carmen, una medalla chica, un devocionario, un naipe chileno con pez castilla y jabón, dos pañuelos limpios, uno de color rosado y otro violeta, un portahojas Gilette; y dos hojas para afeitarse, una peineta, un espejo chico, un cortaplumas de concha de perla, una caja de fósforos, un cordel y una caja de pomada para limpiar la carabina…». O sea: datos forenses. Pero no había tragedia ahí, sino un gesto de libertad. La hazaña del héroe, del criminal, es la mera sobrevivencia, mantener la conciencia de sí mientras apuntaba hacia un mundo rural que desaparecía.

Porque Eloy era muchas cosas a la vez; un relato contemporáneo sobre la violencia, una fábula social sobre un héroe improbable, un objeto que tensaba al máximo la escritura poética en la novela. Quizás eso explica la fascinación que el libro suscita, su condición de clásico latinoamericano pero también la paradoja de su extrañeza local: ¿qué era Droguett en 1960? ¿A qué se parecía? Ángel Rama en Marcha no estaba seguro: celebraba «una admirable escritura literaria, una precisión rítmica de creador que tiene el idioma entre las manos», mientras criticaba los trucos modernistas del relato. Raúl Silva Castro, historiador de la literatura chilena, apenas la entendía: «… se cuenta en estilo muy confuso la historia de un bandido chileno, en una especie de largo monólogo interno». No podía ver cómo Eloy, amenazado por la llegada del día, escapaba hacia los accidentes de la memoria, se constituía como sujeto en la medida en que recordaba; fugándose del presente de su cuerpo (herido, exhausto, atrapado por la mala suerte) hacia las horas perdidas de su biografía, en escenas hechas de destellos de una paternidad contradictoria.

Ahí hay momentos en que el narrador se rompe y se hunde en una escritura casi abstracta: una foto sobrexpuesta de la experiencia. Porque el hallazgo de esta conciencia era también un hallazgo del estilo, una conquista literaria parecida a la que acometía De Rokha en Escritura de Raimundo Contreras, su libro de 1929: una hazaña del lenguaje, la vanguardia como la exploración de un espacio interior, del abismo irremontable del yo.

En 1970, Cortázar y Tomás Eloy Martínez alabarían Eloy y vendrían más traducciones, además de la edición cubana de la Casa de las Américas y una chilena de Quimantú. A comienzos de los ochenta, Luis Íñigo-Madrigal acometería una edición para Cátedra, pero la gestión se entramparía. Según un comentario que hace Jorge Cid de las cartas de Droguett que se conservan en la Universidad de Poitiers, tuvo que ver con Matar a los viejos, su novela posterior al golpe de Estado, además de con algún asunto relacionado con Carmen Balcells, la agente literaria. La razón era la dedicatoria, que Droguett se negó a sacar y que llenó de miedo a algunos editores:

«A Salvador Allende, asesinado el martes 11 de setiembre de 1973 por Augusto Pinochet Ugarte, José Toribio Merino Castro, Gustavo Leigh Guzmán y César Mendoza Durán».

Oleaginoso

«[C]atástrofes de punta a cabo sin resollar ni dejar que el desdichado lector resuelle», dijo Alone sobre 100 gotas de sangre y 200 de sudor en 1961. Otro al que no le había gustado o no lo había entendido. Alone quería más levedad, más ligereza; más consideración con el lector. No querían verlo: Silva Castro no lo menciona en su Panorama de la novela chilena de 1955, tampoco Montes y Orlandi en su Historia de la literatura chilena, de 1956. Pero su obra existe, gana premios afuera, es un rumor lejano. «Nací marcado, apestado, vomitado por el camino real de banqueros y feligreses. Yo no voy por la avenida central y oficial, por la gran vía de los ceremoniosos», dirá mientras masca la omisión como una herida que nunca cerrará, que no se le ocurrirá perdonar.

También dispara de vuelta. «Alone era un canalla sin talento. Una antología de frustraciones. Se lo dije en Chile y mientras estaba vivo. Es decir, aparencialmente vivo. No vale la pena insistir», rematará en 1996. Quizá lo comenta con De Rokha, al que ve a veces en el hotel Bristol, al frente de la Estación Mapocho, donde el amigo Piedra, ya héroe crepuscular, pasa temporadas, viudo y tristísimo, vendiendo cuadros y libros a través de Chile.

Pero se está produciendo el deshielo. El silencio era una cuestión de tiempo, lo que venía era una mutación secreta e irreversible, un cambio de piel en la ficción chilena, acaso la cuenta regresiva de una bomba. Mauricio Wacquez lo señala junto a María Luisa Bombal como los únicos precursores posibles, aunque se trata de un precursor fantasma, quizás tardío, «cuyo Eloy (…) nadie leyó en Chile, al menos los afrancesados de la Generación del 50, ni tampoco nosotros, los menores, para quienes la literatura o era francesa o rusa o sajona». Hay un abismo entre las lecturas de los críticos oficiales y las que acometerían lectores más jóvenes como Cedomil Goic, Armand Mattelart, Antonio Skármeta y Jaime Concha. «Denso, oleaginoso, hecho en oleadas espesas, el lenguaje de Droguett crea un clima sin igual, donde sorprendemos resortes patéticos de un alma nacional todavía inexpresada», dice Concha en Novelistas chilenos, su historia condensada de la ficción chilena que publicó Quimantú en julio de 1973, en la mítica colección Nosotros los Chilenos.

Es el momento para fijar su imagen característica: flaco, alto, vestido de oscuro como un funcionario secreto, un espía de lo humano, la mirada de un ave de presa.

Patas de perro

Patas de perro es un libro milagroso. Droguett lo sabía. Era la novela más cercana a su alma, dijo. La prefería a Eloy, a la que terminó viéndole defectos, sobre todo en el final. Publicada en 1965 por Zig-Zag, con una portada inolvidable de Mauricio Amster, la historia de Bobi, el niño que nace con pies caninos, hace aparecer su costado más lírico. La dedica a sus hijos:

«A mis hijos. Carlos, que busca una vida pura. Marcelo, que pide un tema puro».

Cuando salió, un gerente de la editorial le preguntó a un asesor literario por qué publicaban esa clase de libros, y en su reseña un escolar Silva Castro se quejó por la puntuación. Más precisa fue la lectura de Jaime Concha, que identificó precursores o ecos: Dostoievski, la picaresca, el Alsino de Pedro Prado como un modelo a deformar.

«El delgado y embriagado Merino se alzó azuloso y ceroso y corrió sollozando y Mendoza se tornó color guano, amarillento y moteado…»

La novela es un lamento impresionante, un retrato de la sociedad –la familia, la escuela, la policía– que quizás destila la mejor prosa del autor. Hay algo hiperreal en esta inmersión en el frío, en la intemperie, en la condición ilegible de la miseria. La violencia, esa violencia droguettiana que muchas veces es una forma de la fascinación, acá es una suerte de esqueleto que tensa el libro. También flota algo kafkiano, una metamorfosis consumada, acaso una ironía radicalizada sobre la escritura y la soltería, definida por el narrador, ese hombre soltero que es un trasunto de Droguett, que busca una casa y termina acogiendo a Bobi. Pero no hay nada ligero ahí. Donde Kafka zanja todo en una clausura que no poco tenía de sorna, de soledad, de chiste de patíbulo, en Patas de perro es una forma del encuentro en medio de la noche.

Aquello ata el libro a su época, permite leerlo en el Chile de 1965 como una bisagra de signos turbulentos. Bobi prefigura la claridad dolorosa del niño Luchín de Víctor Jara y el barroco deforme de El obsceno pájaro de la noche de José Donoso. Pero Patas de perro tiene poco que ver con el Boom. Lo excede y acaso lo vuelve irrelevante, vanidoso. No hay acá una fábula total, una ficción que explique el mundo. Más bien la pista de una ausencia, el trauma de recordar algo que está a punto de borrarse. Mientras en la novela llueve, el narrador cruza los barrios de un Santiago hostil y conversa con el padre Escudero, que aparece como personaje. No hay posibilidad de lo fantástico como mediación, como consuelo. Bobi es apenas un cuerpo extraño al que sólo le queda ser explotado y abusado. «No puedo dormir, no puedo olvidar, no puedo olvidarlo, sólo por eso escribo», dice el narrador, que no puede dejar que huyan de sí las palabras pues eso involucraría la extinción, un mundo desolado donde ni siquiera ha existido el dolor, donde todo estaría hecho de olvido.

Asesino en serie

Los apuntes sobre ese mundo, sobre ese Santiago feroz, continuarían con El hombre que había olvidado, novela perdida y apenas mencionada, que quedó finalista del Premio Nadal y no se publicó en España por la censura franquista;

terminó siendo editada en 1968 en Buenos Aires por Sudamericana. Ahí el terror aumenta de modo exponencial: el narrador trata de descubrir quién es el asesino en serie que va dejando cabezas degolladas de niños en barrios populares. Durísimo, Droguett extrema sus procedimientos y se hunde en la noche. Santiago de nuevo es un páramo alucinado; el narrador principal busca al asesino, lo intuye, lo lee como metáfora de algo: es un Cristo terrible o un ángel de la muerte. El policial se convierte en otra cosa. La sombra de Droguett aparece en el narrador, un joven periodista atrapado por la culpa de fracasar en un examen de derecho romano, que juzga al criminal como si se tratase de un místico, mientras muestra la vida íntima de los reporteros de crónica roja, que van y vienen de la cárcel o se entregan a la morfina entre poblaciones callampas y salas de redacción que parecen círculos del infierno.

Droguett persigue criminales para encontrar los atisbos de una religión particular, amalgama de muerte y fe, una teología de la liberación redactada a solas, una poética sacrificial que se extendía por el territorio.

En el cine

El prestigio latinomericano de Eloy y Patas de perro implica cierta visibilidad: ya no lo pueden omitir, transformar en una extravagancia. El Droguett de los sesenta se hace amigo de Manuel Rojas, da entrevistas en radio y televisión, es un referente. La de Rojas es una amistad tardía, pudorosa: el autor de Hijo de ladrón celebrará Patas de perro y ambos se fascinarán con la revolución cubana.

Publica El compadre, relato de un obrero de la construcción, que es un libro hermano de Eloy. «La seriedad y la honestidad del arte de Droguett consisten en que se prohíbe el derecho a la utopía en tiempos de derrota; por deber contra el derrotismo no postula un triunfalismo póstumo, el triunfalismo craso y demencial de los sobrevivientes, sino el silencio elocuente e inconmovible de las víctimas», dirá Concha. Zig-Zag hace una selección de sus mejores cuentos. Mientras, comienza a construirse una casa en Las Condes, cerca de donde vivía Juan de Luigi.

«Droguett conoce a algunos de los muertos. Son compañeros suyos en Derecho, rostros que se topa en los pasillos y comedores de la Facultad, han compartido fragmentos de vida cotidiana. Al año siguiente escribe Los asesinados del Seguro Obrero.»

De Rokha se vuela la cabeza una mañana de 1968. Hablará o gritará en ese funeral donde lo despedirán como a un último patriarca, como a un rey sin tierra.

En 1969 se estrena la versión cinematográfica de Eloy. Leonardo Favio y otros querían filmarla pero la terminó haciendo el boliviano Humberto Ríos. Está a medio camino entre el cine social y el western, con guión del director y del mismo Droguett. Le pagaron dos mil dólares por los derechos. La canción principal la compuso Ángel Parra. Pero hubo problemas. Un actor argentino interpretó al bandolero chileno. Droguett se sintió traicionado por la adaptación. Además fue a cobrar un cheque y no tenía fondos. Un escándalo amoroso entre actores derivó en el suicidio de la esposa del actor que tenía una amante. La policía casi detiene a dos actores durante el rodaje porque los encontró sospechosos, y en una escena cambiaron las armas por equivocación y casi se dispara una escopeta cargada. Todo eso aumenta la extrañeza de la película, donde el texto aparece flotando sobre el personaje y muchas escenas están desencajadas, como viñetas sueltas que tratan de resolver momentos de la novela. No hay misterio ahí: la película no sería capaz de hacerle justicia.

En una de las escenas actúa el mismo Droguett. Es un momento surreal donde, en medio del acoso, el Ñato Eloy sueña con su propio funeral. Es una pesadilla extraña, pesada. Antes hemos visto la herida abierta en la pierna del bandolero y las luces de algunas linternas rompiendo la oscuridad del campo. Pero ahora el escenario ha cambiado y todo transcurre afuera de la Iglesia de la Matriz, en pleno barrio puerto de Valparaíso. Eloy está abajo de las escaleras del frontis de la iglesia, en el suelo, muerto y rodeado de velas. La gente habla de él. Es una leyenda. Un mito, un enemigo, un héroe. Amigos, enemigos, algún abogado, el pueblo o algo parecido a un coro, todos comparecen ahí, a dar su testimonio del muerto. Entonces, llega Droguett y habla con una mujer vestida de luto. Los dos llevan un cirio en la mano. La toma es casi un contrapicado, la luz les pega en el rostro. «Dicen que era hombre de no dejarse humillar, y que cargaba con las maldades que otros cometían», dice la mujer.

«Qué importa ya. A mí me salió bueno», le responde Droguett.

Guerrilla literaria

«El premio es el mausoleo más total y absoluto de las letras chilenas. No me conocen los que creen que estoy alegre mientras estampo estas palabras.»

Eloy circulaba en varios idiomas, él asistía a congresos, tenía ascendiente, habitaba una guerrilla dolorosa. Había terminado Todas esas muertes dos días después del fallecimiento de Escudero, en 1970. Hablaría en el funeral a nombre de los amigos. Y entonces le dan el Premio Nacional de Literatura. Otro signo de tiempos convulsos, otra paradoja perfecta: él mismo vuelto una contradicción, un místico que leía en la revolución las claves de un martirio. Me imagino la coyuntura. La confusión. La energía. El modo en que se unían la vida y los libros.

El Nacional lo termina de consagrar. «El premio es una porquería», diría después. Mientras, dispara contra Nicanor Parra, al que desprecia. ¿Qué se siente al ocupar el sillón del Premio Nacional, donde se sentó el año pasado Nicanor Parra?, le preguntan. «¿Lo desinfectaron?», responde. De vuelta, Parra dijo de él que era «sólo un aspirante, no tiene condiciones para ser cogotero».

Le gustaba la guerrilla literaria. Tenía talento para la diatriba y el insulto procaz. Había acumulado odio, toda rabia era insuficiente. Porque el odio droguettiano era distinto del odio rokhiano, explosivo en su devastación, tierno en su violencia radical; o del odio mistraliano, una cuchillada en la sombra y a distancia; o del odio huidobriano, una bravata, una peripecia de cine mudo; o del odio parriano, la ironía mascando los dientes, el chiste como salida final.

Hubo escaramuzas por el premio: Droguett era un malagradecido, decían, no estaba a la altura del galardón, era cierta la leyenda que corría sobre su carácter avinagrado. Así, en los momentos exactos del triunfo de Allende, aprovecha su nuevo estatus para embestir en el debate sobre el lugar de los escritores en la sociedad. El remate sería en 1971 en «La literatura chilena de espaldas a la realidad nacional», un ensayo que publicó en Mensaje, la revista de los jesuitas. Allí dice: «¿Qué ha ocurrido en la literatura chilena en los últimos veinte años? La respuesta es tajante y definitiva, o definitoria más bien. No ha ocurrido nada».

Ya había escogido bando. Cuando en Cuba detuvieron y liberaron al poeta Heberto Padilla, quedó del lado del régimen. «Cuba es para nosotros, los escritores, nuestra verdadera arte poética», dijo en la revista Casa de las Américas. Luego sostuvo en una entrevista que «el escritor debe ofrecer su vida a la revolución, tal como los que no son escritores la ofrecen, porque es lo más valioso que tiene el hombre y también el hombre escritor, que lamentablemente en muchos casos está más cerca de la cobardía que de la inspiración».

Muere el Boom

Todas esas muertes había recibido el Premio Alfaguara. En 1971 viaja con Isabel. Va a Argentina y luego a Europa. El viaje, que es largo y bien podría ser turístico, termina en Escrito en el aire, publicado en Ediciones Universitarias de Valparaíso. En la portada, de Renzo Pecchenino, Lukas, tiene una bomba en la mano, casi sonríe.

La pieza más larga del volumen es «Repentina y trágica muerte de la novela hispanoamericana». Allí se inventa el fin de los autores del Boom en un accidente de avión en Palma de Mallorca, presentándola como un sueño. No sé si es una parodia neurótica o una elegía; pero sí es una caricatura densa y terminal.

Dice: «No podía dormir pensando en ellos, en todos ellos, en los grandes escritores, soñando, transpirando, caminando, bebiendo al borde de la desesperación y de la locura en los lejanos barrios, al otro lado del agua, de la gran agua». A partir de la visión del avión estrellado, el escritor va desgranando un relato se desmonta en una serie de conversaciones terminales, todo dentro de una cabina a la que le falta el aire. La voz de quien relata hace aparecer voces y per les supuestos, las de Rulfo, García Márquez y Lezama Lima. Cada una de ellas es una caricatura densa, cada silueta es una síntesis de un universo, de una colección de tropos pero también su desviación. Dice sobre Rulfo: «Rulfo siempre estuvo muerto, que jamás estuvo vivo, eso no lo supo nunca nadie, tampoco él y por eso sus libros, sus fabulosos cuentos, su incomparable e inextricable única novela». O sobre Lezama Lima: «Cómo lo dejaron subir, no digo ellos, sus amigos, sus colegas y hermanos en esta parte de América a Lezama, sino la compañía, la empresa (…) ¿cuánto pesaba el pobre?, ese ser enorme, tan ancho y potente, tan inmenso como sus inmensas novelas». En algún punto vemos una pelea entre García Márquez y Cortázar: «Se dice que se juraron la muerte, que Gabo quería batirse a cuchillo en plana plaza de Macondo y que Julio pedía que se batieran a pistola en la cuerda tendida entre los dos balcones, se dice que el boom, se asegura que el boom, se agrega que el boom, se dice que los dos tuvieron la culpa».

«Alone era un canalla sin talento. Una antología de frustraciones. Se lo dije en Chile y mientras estaba vivo.»

Ahí se refiere a las «páginas prescindibles» de Rayuela y, al referirse a Vargas Llosa, usa la voz de un falso Lezama Lima: «Ustedes no tienen miedo como Mario, pobre Mario, nunca se atrevió hasta topar, hasta ensuciarse con las marcas del coraje y de la vida, siempre estuvo enviando cartas, cables, telegramas, codicilos, cerrando y pegando sobres, pero lo mismo se murió, parecía personaje de Rulfo cuando lo vi metiéndose él mismo en la tumba, apretando contra su pecho la postrera carta, el último número de la revista».

Así, la tragedia se va convirtiendo en el relato fantasmagórico de esos minutos finales en la cabina de un avión que cae al vacío. Mientras, se cuelan las voces supuestas de los autores. Dice el Lezama de Droguett: «Sé que nos tenemos que morir todos, todos, absolutamente, ya los veo a todos los grandes escritores, los estremecedores novelistas, aun los que todavía están llenos de duda y pesadumbre, aun los que todavía golpean desesperados el interior oscuro de sus madres, ahí afuera, bajo el inmenso cielo formando las interminables, uno junto al otro, de seres inmóviles, inmovilizados para siempre».

El relato concluye con la decisión de los gobiernos dictatoriales latinoamericanos de prohibir las novelas del Boom. El relato se ha transformado, abandonando la parodia y la sospecha; parece una profecía. Droguett narra la muerte posible de los autores como si fueran mercancías y objetos, marcas registradas. Nunca será parte de nada, no existe un lugar para él ahí. El viaje por Europa no hace más que devolverlo a sí mismo.

El golpe

«Estamos grabando directamente desde el desierto de Atacama, y vamos a entrevistar a un grupo de camellos, que visita la zona como intercambio cultural entre Sudamérica y el Medio Oriente», dice Ignacio Ossa Galdames cuando entrevista a Carlos Droguett el 5 de julio de 1975, un día después de la lluvia, poco tiempo antes de que el escritor deje Chile. Conversan escondidos. Droguett le dice Llanero Solitario a Ossa. Están clandestinos. Son amigos. Ossa es profesor de Literatura, hace clases en un liceo nocturno y en la Universidad Católica y es miembro activo del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, el MIR. Droguett también es cercano al MIR, participa del grupo que Ossa ha montado en la universidad. Su objetivo, según un testimonio que Gabriel Salazar recoge en el segundo volumen de Voces profundas: Las compañeras y compañeros de Villa Grimaldi, era «desarrollar el teatro, la literatura y la poesía “comprometidos” con el proceso de cambio que estaba ocurriendo en Chile». Droguett estaba ahí con otros profesores y miembros del Instituto de Letras. En sus memorias, Manuel Cabieses, director de Punto Final, también recuerda a Droguett como alguien cercano a la organización.

Es julio de 1975, falta poco para que deje Chile. Ossa es su guardaespaldas. Lo cuida. Está en peligro, recibe llamadas, la vida cotidiana es una amenaza. Droguett es vicepresidente del Instituto Chileno-Cubano de Cultura. Los años de la Unidad Popular lo han convertido en una especie de maestro, un contemporáneo. Ha publicado Supay, el cristiano y El cementerio de los elefantes, además de Después del diluvio, una pieza teatral, y Quimantú ha reeditado Eloy. En Valparaíso salen Los asesinados del Seguro Obrero y El pecado social de la Biblia, de su hijo Carlos. Carlos ha estudiado Teología; Marcelo, Medicina.

El golpe destruye todo. En cierto modo era un déjà vu. Todo esto ha pasado y volverá a pasar. «En Chile todos nos habíamos olvidado de los antiguos muertos, de los muertos en el Seguro Obrero, la población José María Caro, la matanza de la Coruña, la matanza de San Gregorio, la matanza de la Escuela, que ellos, esos muertos nos estaban hablando, pues estaban mirando a través de los años y del olvido y advirtiéndonos, aconsejándonos, poniéndonos la mano en el hombro, poniéndonos su recuerdo ensangrentado encima de la mano para que no nos durmiéramos», anotará en su novela póstuma sobre Allende.

A Ossa le dice que se siente humillado pero al mismo tiempo regocijado por haber permanecido en Chile, porque lo ha obligado a seguir siendo testigo. La historia de Chile es cíclica, repite sus masacres, el mismo teatro de sangre vuelve a abrir los cortinajes. Su hijo Carlos se exilia y Marcelo es detenido en Valdivia y trasladado a Isla Teja. Va a verlo hasta que lo liberan y sale al extranjero también. Regala una colección de sus libros a los presos. Mientras, trabaja en el Comité Pro-Paz, donde se ha presentado como voluntario; redacta recursos de amparo y apelaciones. Ha sido abogado o un proyecto de abogado y la burocracia es una lengua que maneja.

Vuelven la violencia, el horror, la revancha. La sangre. Una imagen se le impone, lo obsesiona: la del Tedéum que encarga la Junta Militar en 1973. Lo asquea. Vomita su asco en Sobre la ausencia, cuya primera versión publicó Camilo José Cela en 1976 en su revista Papeles de Son Armadans. Droguett ya estaba afuera. En el texto, pura escatología, los cuerpos de la Junta Militar se retuercen y la imagen del Tedéum sintetiza el horror de la época, la continuidad de la violencia que Droguett intuyó como un destino nacional.

«El delgado y embriagado Merino se alzó azuloso y ceroso y corrió sollozando y Mendoza se tornó color guano, amarillento y moteado y se dio cuenta de que se estaba haciendo caca y se levantó mirándose los pantalones y se posó con mesura sobre sus excrementos y se miró los pantalones y miró los pantalones de Leigh empapados, mientras Leigh transpiraba orines y se diluía más y salpicaba a Pinochet y Pinochet estaba sucio y tenebroso y se retorcía en su agua, hundido hasta el pescuezo en una gamella de sangre y se quitaba los guantes y de los guantes surgían surtidores y suspiró hondo y se sentó primero en un confesionario y después en las gradas y se quitó las botas y las botas huyendo por los peldaños vertían pitones de sangre que regaban el altar y buscaban las piernas del obispo abrazado todavía al copón, llorando por encima, sin querer mirarlo, restregando candoroso sus manos en la alba y larga estola. En el silencio se sintió gotear la sangre y todos la vieron brillar nítida y limpia entre los oros del altar y escucharon el grito», escribe el narrador antes de contar cómo Jesucristo cobra vida y trata de desclavarse de la cruz. «Cristo clamaba como un maldito y mientras llamaba y vociferaba se había desclavado violentamente, un brazo le colgaba inerte y malvado de los maderos de la cruz vacíos y ahora estaba pugnando por desclavarse entero», explica.

Enrique Lafourcade no soportó el texto. «Lafrustade», lo llamaría Droguett. Había empezado Sobre la ausencia en Santiago el 75 y lo había terminado en Italia el 76. Entre las dos fechas estaba el asesinato de Ossa, detenido en la universidad por la DINA, «cuyo cadáver desnudo y martirizado, sin uñas y sin ojos, fue rescatado de la morgue el 22 de diciembre». A Ossa estaba dedicado el libro. En 2009 la editorial Lanzallamas publica la versión final del relato junto con una entrevista que le hizo Ossa el 75. Leer las dos piezas juntos era feroz: Chile sólo podía ser narrado como una pesadilla, como una colección de masacres, como una ceremonia de la república profanada.

El tren que no se detiene

Escribió sobre el exilio en 1981, en la revista Texto Crítico. «Todo escritor o artista, por su incapacidad de adaptarse a moldes, patrones, consignas y esquemas, por su inadaptadabilidad esencial, es un exiliado; sólo que, cuando se exilia verdaderamente, cuando sale por su cuerpo medianamente vivo de la tierra que lo formó, que lo sustenta, se nota más». El ensayo era un lamento que se desgranaba, la marca de un trauma. Acusaba a Nicanor Parra de delator. Incluía fragmentos de un poema que le había escrito alguna vez. «Me acuerdo de Violeta y tengo miedo», decía. El ensayo, la confesión, lo que fuese, establecía un horizonte de abandono, de devastación, de añoranza, y terminaba con tres poemas, escritos por un preso político, un desaparecido y un hombre muerto en la tortura, que él glosaba a modo de testimonio.

A esas alturas ya se ha instalado en Suiza, donde reside su hijo Marcelo. Escribe y reescribe de modo obsesivo, negocia con agentes, publica en las revistas del exilio, viaja a congresos, da conferencias. Por ahí hay poemas dedicados a Pinochet que eran parodias de Neruda: «Oigo tus desfiles y tus abrazos nauseabundos/ y la sombra de Allende te salpica/ como champagne rubia ensangrentada,/ vienes volando».

Cecilia Zokner cuenta detalles de su vida cotidiana en un número de 1988 de Casa de las Américas. Ordena papeles, pasa en limpio, se edita, se pierde en los laberintos de la repetición infinita. Trata de terminar quince o veinte páginas diarias. Si no lo logra cae en una depresión casi suicida, dice. Su letra es «casi espléndida, muy buenamoza, especial para ser fotocopiado».

Le dijo a Zokner que había escrito más de cuatro mil páginas, «la mayoría inéditas, entre ellas una novela de mil páginas dedicadas a Salvador Allende».

Eso era el exilio, la patria que le quedaba, la máquina de escribir como un tren que no se detiene. Trabajó mucho y poco salió a la luz. Eso era Droguett también: una larga lista de obras que quedaron en el aire. Lo invitaban, lo traducían. Pattes de chien salió por Denöel. En 1981, la Universidad de Poitiers hizo un coloquio sobre su obra. Mientras el Boom se convertía en una franquicia, él parecía desaparecer, refugiarse en la pulsión que lo había guiado toda su vida. Quizás la muerte que había soñado para ellos era real, una jaula de oropeles. Él era otra cosa: una especie de padre Lacunza iracundo, alguien que había soñado con el apocalipsis y ahora sólo vivía suspendido en la pena de extrañamiento.

La escalera

Murió en 1996. Tenía 84 años. Isabel había fallecido en 1989 y él guardaba sus cenizas en el velador. Cayó por una escalera no señalizada en un museo dedicado a Sherlock Holmes cerca de las cataratas de Reichenbach. Droguett tenía la costumbre de visitar lugares turísticos con sus amigos. Le gustaban los Alpes, Florencia y el lago Como. Europa podía ser un paisaje literario. Hay una foto de él con Isabel en Raron, donde murió Rilke; alguna vez acompañó a Zokner a ver la tumba de Allan Kardec en Père Lachaise.

Sus cenizas fueron arrojadas a un río. Me gustaría saber cuál.

Ese mismo año había dejado todo su archivo, que era gigantesco, al cuidado del Centre de Recherches Latino-Américaines de la Universidad de Poitiers. En los últimos años varios sellos independientes han recuperado sus obras. Sigue siendo una experiencia límite leerlo.

No hay una fábula acá. No hay moraleja. Lo que hay es el sonido de una máquina de escribir que nunca se detiene. Insomne a través del siglo, el proyecto total de Droguett nos interpela desde su abismo: nos recuerda que el origen de nuestros sueños también es la materia trágica que concentra lo chileno. Su tensión es una señal de reconocimiento, y su violencia un santo y seña, pues habitamos las mismas calles y tenemos las mismas pesadillas.