Rose Moss: Narrando a Sudáfrica desde el otro lado del Atlántico

Presentación

Rose Moss nació el seno de una familia inmigrante en el año 1937, en la ciudad de Johannesburgo. En 1956 debutó como narradora en el primer número de la revista literaria The Purple Renoster, editada por el afamado poeta y crítico Lionel Abrahams. Esa revista se convertiría, a partir de ese mismo año, en una plataforma de difusión de nuevos autores negros, como Oswald Mtshali y también Mongane Wally Serote, en el contexto de división de una Sudáfrica que vivía bajo el apartheid. De este modo, Rose Moss integra una generación marcada por Abrahams, por esa revista y ese año, en lo que se conoce como la Escuela de Johannesburgo. El año siguiente, como estudiante de la Universidad de Witwatersrand, Moss ganó el primer premio literario del festival de todas las artes. El jurado que la distinguió estaba presidido por Nadine Gordimer.

En 1964 emigró a Estados Unidos y desde entonces continúa su carrera literaria en ese país. Publicó su primera novela, The Family Reunion, con Scribner’s en 1974, año en que también fue finalista para el premio nacional de literatura de Estados Unidos. Posteriormente ha publicado la novela The Terrorist en 1979, y luego una compilación de textos de no ficción titulada Shouting at the Crocodile, publicada en Beacon Press el año 1990. Este libro refleja por medio de testimonios, crónicas y documentos uno de los últimos juicios por traición en Sudáfrica, antes de la llegada de la democracia.

Desde la década de los setenta es la encargada de reclutar nuevos talentos literarios de Sudáfrica para la publicación World Literature Today; ha contribuido también como periodista con diversas publicaciones en Estados Unidos, tales como Atlantic Monthly, The New York Times, The Boston Globe. Su narrativa ha sido recogida por prestigiosas publicaciones de ese país, entre ellas The Massachusetts Review, The Prairie Schooner y Other Voices. Su cuento «Exilio» ganó el premio Quill en 1971, lo que le valió ser incluida ese año en una antología de los mejores cuentos del país.

Actualmente es editora asociada en Harvard Review, dicta talleres de narrativa en la Escuela de Derecho de Harvard y en la Fundación Nieman para el Periodismo de la misma universidad, y es integrante activa del Pen Club de Estados Unidos.

Cara contra cara: literatura versus periodismo

Rose Moss

Durante veinte años enseñé en la Fundación Nieman escritura creativa –ficción, no-ficción literaria, memorias– a periodistas que estaban a mitad de su carrera. En la Fundación hay una casa donde los becados se juntan y discuten acerca de cómo se hicieron periodistas y hablan de los logros de sus carreras. El trabajo en conjunto y las conversaciones personales suelen estimular amistades para toda la vida, algunas con funcionarios, además de las entre pares.

Entre 1979 y 1980 la esposa del curador inventó mi puesto de trabajo. Convenció a su esposo y a Harvard de que el cincuenta por ciento de los becados tenían que ser internacionales. Hasta entonces el grupo consistía en una mayoría importante de becados norteamericanos y un becado sudafricano cada año, sumado a algunos otros internacionales. Ella convenció a todo Harvard de que, con el permiso de algunos profesores importantes, las parejas de los becados debían tomar algunos cursos y hacer otras actividades, igual que los becados. Y convenció a quien fuera necesario de que los becados tenían que tomar cursos de escritura creativa, y dictó por muchos años esos cursos. Luego su esposo murió, pero la Fundación siguió poniendo en práctica esas ideas.

En 1992 dicté un curso de escritura en el programa de Harvard llamado Continuing Education, y un becado Nieman lo tomó, aunque era uno de los pocos programas en que se suponía que los becados no tomaban cursos.

La primera tarea que les di fue que escribieran «una historia que no puedan contar». Quería que se tentaran. El becado escribió una buena historia, nos hicimos amigos y me sugirió que podía enseñar en la Fundación. Habló con el curador para que me invitara, pronto estaba hecho y me quedé, enseñando principalmente a becados internacionales, incluyendo algunos de Chile y de otros países de Latinoamérica. Ha sido un gran aprendizaje.

Al principio de cada semestre me presentaba ante potenciales estudiantes y describía el curso diciendo que sus objetivos principales eran aprender a mentir y a robar. A mentir, porque mucha ficción no es verdadera a los ojos de los periodistas, y a robar, porque muchas historias son versiones de otras más antiguas, por ejemplo, de las historias que nuestros padres nos contaban cuando éramos niños.

Géneros completos como la ciencia ficción, la ficción histórica y la fantasía desaparecerían si tuvieran la obligación de ser verdaderas, en el sentido en que lo entiende un periodista. Edith Pearlman escribió un cuento en que un escritor de viajes inventa los lugares sobre los que escribe. Estoy bastante segura, en ese caso, de que inventó al escritor de viajes, pero la cosa no termina ahí, y a veces las personas inventan hasta noticias de primera plana.

Esperaba provocar un poco, tomar a mis estudiantes por sorpresa. Antes de enseñar en la Fundación Nieman trabajé en una consultora que pretendía enseñar creatividad, principalmente a empresas. Me sorprendió que, para mucha gente, cualquier idea que pareciera nueva llegaba acompañada de una sensación de riesgo e ilegitimidad. Las ideas riesgosas traían problemas y había que ocultarlas. En las sesiones de lluvia de ideas los clientes hacían confesiones que parecían clichés estúpidos e inofensivos, pero en vez de tomarlos con humor, como ameritaban, concluían agregando: «No le vayan a decir a mi jefe», e incluso me tocó escuchar: «me muero si mi esposa se entera».

Conecté este fenómeno con otro trabajo que hice años antes de la consultoría. Como verán, estoy contando mi propia historia al revés, porque así es como aprendemos historia, primero X y luego lo que ocurrió antes de X, que nos ayuda a entender X. Ese trabajo anterior era estudiar a Piaget, quien se dio cuenta de que los niños se enfrentan a un problema de manera distinta a diferentes edades. Si vertemos, ante un niño de dos o tres años, agua de un vaso alto y estrecho a uno bajo y ancho, no creerá jamás que en ambos hay la misma cantidad de agua. Uno puede hacer malabares con los vasos una y otra vez, pero hasta como los siete años el niño no lo entenderá. Un niño de menos de siete piensa también que una persona que bota una bandeja por accidente y rompe cinco vasos es más malo y merece un castigo peor que él mismo, que rompió solo uno, pero a propósito. Después de los siete, los niños negocian los castigos y aprenden que estos se pueden evitar. Dios está, a veces, dormido, y es momento de salirse con la suya.

De Piaget aprendí que la creatividad viene acompañada de una sensación de riesgo, y que experimentamos las ideas nuevas como peligrosas, prohibidas e incluso inmorales.

Quería que mis estudiantes se atrevieran a ser inmorales, al menos en el pensamiento, si no era posible que lo fueran también en la vida.

Y empecé a pensar que las historias guían a las personas hacia el aprendizaje y el crecimiento y nos hablan de lo que significa aprender. Huckleberry Finn es un ejemplo, en especial sus discusiones con Jim –un esclavo que intenta escapar– sobre si el mundo fue creado o simplemente ocurrió, sobre la legitimidad de «tomar prestada» una fruta de las granjas al pasar; y, por supuesto, lo es también la lucha de Huck consigo mismo, preguntándose si traicionar a Jim porque sería injusto con su dueño ayudarlo a escapar.

La Elizabeth Bennet de Jane Austen, comienza rica y hermosa, condenando a Darcy por ser orgulloso y prejuicioso y, a través de la acción de la historia, descubre que ella misma está plagada de prejuicios, y que la disposición distante de Darcy es legítima. Ambos aprenden que el amor trasciende el orgullo.

Etcétera, etcétera. Una y otra vez la ficción se nos presenta con personajes que ordenan a las personas y los problemas según estrictas cadenas de oposiciones. Al ver sus órdenes desafiados, aprenden a replantearse sus propios presupuestos. A veces terminan en el lugar contrario al del comienzo. A veces van hacia el lugar contrario y vuelven a donde partieron, pero entendiendo las cosas de forma distinta.

Sigo a Coleridge. En su Biografía literaria contrasta imaginación y fantasía, y reconoce lo propio de la imaginación en la reconciliación de los opuestos. Esa reconciliación es entre fuerzas, y es irrelevante si los hechos son reales o no. En la obra En busca del tiempo perdido, casi todos los personajes y situaciones corren en paralelo a la vida del autor. Cuando era niño, el narrador solía andar por los caminos con su padre. Uno de esos caminos es el de Swann, en el primer volumen, y ahí se encuentra ciertos personajes. El otro es el de Guermantes, en el tercer volumen, atado a otro grupo de personajes. Luego de varios volúmenes, siete en total, en los que Proust muestra el desarrollo de cada reparto en el tiempo, una enorme exploración de las pasiones y la sociedad humana y su naturaleza, el narrador descubre, para su sorpresa, que ambos caminos se cruzan. Se siente, cuando uno lee, como una epifanía, una reconciliación entre opuestos enormes. Pero se necesita todo ese texto interminable para hacernos sentir que se trata de nuestra propia verdad y la del mundo, y no de un mero acto de cartografía, un punto específico trazado en un mapa. Ese era el camino que quería para mis estudiantes: que aprendieran a reconocer y escribir trabajos de imaginación.

He hablado un poco de las ideas que tenía sobre la escritura antes de codearme con periodistas. Ahora viene lo que aprendí sobre ellos en la Fundación Nieman. Primero, y seré clara, me siento feliz de declarar que muchos periodistas son amigos míos, pero no sé nada de periodismo. He publicado un poco de no ficción, escritos de opinión y de viajes, y un libro sobre dos acusados en un importante juicio por traición durante los últimos años del Apartheid en Sudáfrica, pero nunca he ejercido como periodista.

Déjenme decir también que, tal como muchas personas que conozco, me apoyo enormemente en el periodismo para hacerme una idea de lo que está pasando, así como en las ideas de muchos periodistas que filtran la información al comentarla. Tengo un profundo respeto por las diferentes disciplinas del buen periodismo: confirmar lo que se dice con evidencia, buscar múltiples fuentes para poder corroborar la veracidad de una noticia. Y respeto el trabajo, a veces tedioso, de ordenar datos numéricos o leer documentos llenos de una espesa jerga profesional, que, en una vuelta inesperada, terminan por ser detalles iluminadores en el contexto de la narración. A veces requiere enorme imaginación, como cuando se necesita descubrir quién tiene y otorga información sobre temas que otros preferirían que se quedara en lo oscuro.

El buen periodismo deja claro por qué los temas que trata son importantes. Pienso en periodistas como Charlie Savage, que solía trabajar en The Boston Globe y ahora está en The New York Times. Él reporteó sobre las torturas que perpetró el gobierno de Estados Unidos, y dejó claro que su preocupación era que la práctica de la tortura amenazaba con destruir el sentido del proyecto norteamericano para sus ciudadanos y el mundo.

Me siento sobrecogida y agradecida hacia los periodistas que arriesgan la vida y la libertad para contar historias que consideran importante dar a conocer. Como saben, este oficio se ha vuelto peligroso. Muchos de esos periodistas valientes pasaron por la Fundación Nieman y fue un privilegio conocer a algunos. No todos salieron ilesos. Un asunto triste. Y las historias por las que sufrieron no siempre tuvieron un efecto fuera del que causaron sobre ellos mismos.

Respeto profundamente, admiro a los periodistas que se dedican a destapar el sinsentido y el crimen, sirviendo al interés público. Poseen una voz clara, humana e individual, además de pasión y un punto de vista. Eso me produce confianza tanto en el periodismo como en la escritura creativa: la voz de un ser humano.

Se habrán dado cuenta, gracias a este aparte, que me toca ahora explicar lo que encuentro extraño, o al menos enigmático, del periodismo.

Me tomó por sorpresa, en la Fundación, aprender sobre la pirámide invertida. Me pareció que a los periodistas se les enseñaba a contar historias al revés. Primero el punto crítico de una noticia y luego lo que lleva a ese momento. Primero la respuesta, luego la pregunta. El titular o la bajada dicen todo lo que uno necesita saber.

También empecé a darme cuenta de que el estilo periodístico dominante en Estados Unidos se concentra, principalmente, en unos cuantos políticos y celebridades que están expuestos de manera constante a la televisión y las cámaras; luego, en un círculo más amplio de otras especies de personajes «importantes», como cierta gente que detenta cargos de medio rango, o los presidentes de grandes compañías, de los cuales tenemos pocas o ninguna imagen; y en tercer lugar, en fuerzas abstractas como «la economía», «la ciencia», «el Medio Oriente», e ideologías como «el socialismo» o «el fundamentalismo islámico». Sobre estos personajes, incluso aquellos que conocemos a través de imágenes, como Clinton, Obama o Boehner, sabemos muy poco en el sentido sensorial. Por decirlo así, no tienen cuerpos. Y pocas emociones. Sería imposible hacer farándula sobre un romance entre «el sistema de reserva federal» y «la historia latinoamericana». Sería más fácil hablar de esos temas si, como ocurre ahora en la ficción, todos de golpe se volvieran vampiros. Al menos podríamos estar seguros de que chupan sangre.

Dejando las bromas quiero decir que estoy empezando a pensar que, al no presentar personajes humanizados y tangibles, los periodistas alimentan malos hábitos en la audiencia. Los que consumen ese periodismo se enfrentan con simplificaciones e idealizaciones totalmente lejanas a la realidad. Por un lado están los «buenos» y, por el otro, eternos estereotipos que intentan desesperadamente establecer la maldad de los «malos». Durante la invasión a Irak, escuché a periodistas respetados hablando de los aliados de Estados Unidos como los «buenos» y de sus oponentes como los «malos». Quedé un tanto escandalizada. Por el lenguaje infantilizado, y por el pensamiento preadolescente que subyacía. El lenguaje de los buenos y los malos no deja lugar para la ambigüedad, el misterio humano o la empatía. El idioma de la imaginación es más sutil y atraviesa, como una sensación visceral, todo el cuerpo húmedo y la frágil piel.

Comencé a pensar que la audiencia, al necesitar figuras públicas que pudiera imaginar, desarrolla lo que Wordsworth, en su prólogo a las Baladas líricas, llamó «un apetito depravado por la estimulación ilimitada». En nuestros tiempos ese apetito se convierte en una enorme, sobrecogedora, un tanto lasciva curiosidad por la farándula. Al menos los famosos parecen humanos.

El tipo de periodismo del que hablo, temas sin personaje y personajes sin cuerpo, busca anular su voz humana. Especulo que se justifica con la intención de ser imparcial. Muchos periodistas creen que ser neutros es ser imparciales.

Confieso que, como muchos escritores, me he servido del periodismo en mi ficción. Escribí una novela, El terrorista, también llamada El profesor de colegio, en Sudáfrica, sobre hechos que supe gracias a una noticia. Otros escritores han usado historias que encuentran en el periódico y algunos, como Dickens o Tolstói, practicaron ellos mismos el oficio y desarrollaron buenos hábitos de observación y pensamiento al hacerlo. Como a los periodistas, a los escritores creativos les interesa la violencia y el sexo, y cualquier gesto que vuelva significativos los sentimientos y los hábitos. Buscamos lo que carga a esos gestos de sentido en la vida y en la sociedad, e intentamos darles a los lectores placer al reconocer y comprender la forma en que actúan los personajes.

En su gran novela Casa desolada, Dickens muestra a un joven temerario que atrapa una moneda que alguien le lanza. La hace girar en el aire, la muerde y la guarda en el bolsillo. Conocemos a ese personaje, sabemos cómo vive y siente y podemos predecir lo que haría en otros contextos. Sabemos lo que significa ese gesto, aparentemente irrelevante.

A veces veo periodistas que escriben como novelistas. Recuerdo en particular un artículo de Joseph Lelyveld, de diciembre de 1965, que me hizo pensar que había aprendido de Dickens. Reporteando desde Sudáfrica, describía a un grupo de blancos arrestados por entrar en un área negra, un área seca y desolada en el veldt con casas de barro y casonas de metal corrugado, rodeada de cercas de alambre de púas. Era Navidad y habían llevado comida, ropa y juguetes. Su crimen fue entrar al área negra sin la documentación correspondiente.

En términos generales, aprendí que el periodismo y la escritura creativa tienen diferentes objetivos, además de las obvias diferencias en el estilo y la estructura. Para los periodistas, me di cuenta, el premio es una primicia. No hay primicias en la ficción o en otros tipos de escritura creativa. La primicia adquiere su valor al tener un efecto en la gente, en las políticas y en la forma en que se están haciendo las cosas. Es un instrumento de poder social. El premio para quienes expusieron los intentos de Nixon de falsificar los resultados de las votaciones fue que el presidente renunció.

A veces la escritura creativa hace que pasen cosas. Harriet Beecher Stowe, autora de La cabaña del tío Tom, produjo tanta empatía por un esclavo negro que Lincoln la culpó de la guerra civil. Pero en su conjunto, la escritura creativa no cambia nada. Ni siquiera lo intenta.

Los periodistas dicen poner la verdad primero, y encontrarla en lo que llaman los hechos. A los escritores creativos les interesa, a veces, la sensación que produce el hecho, la forma en que sucede, pero no les interesa como estatuto de verdad. Un reportero una vez le preguntó a Edward Jones, el autor de El mundo conocido, de dónde sacaba las estadísticas que aparecen en su historia de un negro esclavista en la década de 1840. Él contestó: «las inventé».

En una conversación conmigo, Jones dijo que la ficción va «de corazón en corazón». Esa es la verdad que nos importa.

Esas diferencias me recuerdan una de las historias de mi padre, de los días en que la radio era nueva. Un hombre, Dov, en una aldea de Europa del Este, le preguntaba a otro, llamado Moishe:

–Dígame, ¿qué es este aparato que llaman radio?

Moishe respondía:

–¿Conoce el telegrama?

– Claro. Usted tira de la cola de un perro en un lugar y ladra en otro.

Moishe decía:

– Exacto. La radio es tal cual, pero sin perro.

Traducción de Cristóbal Riego