América Latina tal vez nos hizo así. Tenemos mucho más asociada la acción política a la adrenalina de las marchas y al rugido de las masas que a la rutina de los procesos electorales. En nuestra épica e imaginario político figura antes el Che que Salvador Allende. No solo eso: normalmente hay mayor admiración para los mártires de la derrota que para los negociadores del triunfo. Estando así de distorsionada la cancha, no tiene nada de raro que en algún momento haya calificado mejor un oportunista como Chávez que un político hijo de la ética de la responsabilidad como Patricio Aylwin.

Por antigua que sea, esta confusión no es sana. El sostenido desprestigio que ha experimentado en los últimos años la política profesional, negociadora y de pasillos, es directamente proporcional a la fascinación adolescente por las grandes movilizaciones. Nos gusta la profesionalización de todo, hasta de las putas, pero nos parece inaceptable en la política. El fenómeno es complejo porque remite no solo a una extendida decepción con los mecanismos de la democracia representativa sino también –y esto ya puede ser más serio– con la lógica de la democracia a secas. No nos engañemos: el fragor de las asambleas insurrectas se aviene mejor con la unanimidad o las votaciones puño en alto que con los aburridos resguardos burocráticos del sufragio universal informado, anónimo y secreto.

La pregunta de rigor es en qué momento nos picó este bicho. ¿Qué hicimos mal en la transición para terminar con tanta aversión a las instituciones y tanto culto a la movilización?

Si bien existen muchas respuestas a estas preguntas, el sentido común no debiera subestimar el peso de las expectativas. Tras 17 años de dictadura era difícil que la coalición triunfante pudiera partir de cero. Al aceptar tácitamente la Concertación una solución pactada, ciertamente se hizo inevitable la desilusión de los que pensaron que con la victoria todo iba a ser distinto. En rigor, lo fue y no lo fue. Lo fue porque cambió el discurso y cambiaron los interlocutores y los énfasis. No lo fue porque el éxito de la transición chilena radicaría precisamente en la continuidad, no en la ruptura.

¿Fue eso lo que nos metió en este incordio? Como quiera que sea, ahora andamos preguntándonos qué diablos tenemos que hacer para devolverle a la política la carga de ideales y sueños que 20 años de transición cómoda, entreguista y apoltronada le arrebataron. Y preguntándonos también cómo canalizar hacia un sistema político francamente artrítico la renovada energía que irrigó al espacio público el conflicto de la educación. Si lo primero entraña un desafío para la conciencia política, lo segundo es un reto a la imaginación leguleya. Se diría que aquello es lo que cuenta y que esto otro es secundario. Pero la verdad es que si aspiramos a una democracia estable los dos desafíos debieran ir juntos.

Atendida la esclerosis del sistema político, a lo mejor es cierto que se necesitaba inflamar la calle. Pero ahora lo importante no es el asalto al Palacio de Invierno sino la renovación y el fortalecimiento de las instituciones. Es allí donde las democracias se hacen fuertes. No nos engañemos: como lo sabe cualquier estudioso de los populismos y las dictaduras, es en la calle donde la democracia corre más riesgos. Hoy por hoy anda mucho cuchillero suelto.

Lo que ha estado ocurriendo en Chile no es sino el resultado de la enorme brecha que se fue abriendo entre las necesidades de la gente y las prioridades del sistema político. Desde luego que es estimulante que las movilizaciones induzcan a juntar una hebra con la otra. Pero no cabe duda de que el trabajo va a ser largo.

La crisis estalló no por abajo sino por el medio. El movimiento hizo fracasar otra vez la teoría de la olla a presión, en función de la cual iban a ser los excluidos los llamados a hacer trizas el sistema. Pero no ocurrió así. Los que dijeron hasta aquí nomás fueron los sectores medios. Y no es que estén seducidos por algo nuevo; lo que ocurre es que se cansaron de la desigualdad, algo bastante viejo.