Cinco tensiones

Presentación de Héctor Soto

Mi tarea como presentador es relativamente fácil. Si hay alguien que no necesita presentación, ese es precisamente Alberto Fuguet. Y no la necesita porque es un pájaro demasiado conocido en nuestra escena cultural. Eso me ahorra tener que contarles de dónde viene, qué es lo que ha hecho o cómo ha evolucionado su obra. De lo que no me exime, creo, es de la conveniencia de anotar algunas tensiones que la distinguen. Posiblemente en esas tensiones, a mi modo de ver, se juega lo más vivo, lo más intenso y lo más jugado de la literatura de Fuguet.

Yo diría que la primera gran tensión de su obra está asociada a la cultura pop. Buena parte de los libros y de los relatos de Fuguet responden a la conjetura de si acaso es posible rescatar algún destello de verdad, de humanidad, de emociones genuinas incluso, entre el caudal de basura y banalidades de la cultura provista por los medios masivos, que él y sus personajes consumen como peces nadando en un acuario de aguas envenenadas. ¿Cabe hacer literatura, cabe hacer humanismo, allí donde pareciera no haber cabida sino para Hollywood, para la tele, para el rock, para la publicidad y para las expresiones más degradadas de la industria cultural contemporánea?

La apuesta de Fuguet es que sí, que se puede. La apuesta de Fuguet es que puede haber vida después de la estupidez, puede haber verdad después de las mentiras y puede haber emoción bajo el cretinismo y la basura.

Varios de sus relatos son un potente esfuerzo por demostrar que en estas tierras baldías en términos de lirismo y destituidas de todo refinamiento e inspiración puede haber un encuentro con emociones auténticas y con verdades dolorosas y sentidas.

Advierto un segundo frente de tensiones en la obra de Fuguet, en función del espacio donde se levanta. Esta no es la obra de un escritor que se retira del mundo para confinarse en las capillas de la literatura y el arte. Este no es el trabajo de quien rechaza por anticipado, sea por ideología, sea por sensibilidad, las corrientes más globalizadoras, más enajenantes y más estandarizadoras del consumo cultural contemporáneo. Esta es la dimensión seguramente más equívoca de la obra de Alberto. Es la dimensión, sin ir más lejos, que llevó en su momento a Ignacio Valente a considerarlo un bicho despreciable en la república de las letras, un producto desechable y deleznable del márketing y la publicidad, un portador de los peores virus del materialismo zafio y de una sociedad extraviada y descreída. Es curiosa esta lectura. Es curiosa porque confunde la mirada con lo visto, el lugar desde donde se parte con el lugar a donde se llega. Sí, es cierto, los héroes de Fuguet no son poetas ni revolucionarios que quieran cambiar el mundo. No son apóstoles ni profetas de una renovación. No son redentores de las disociaciones de la modernidad ni de la degradación capitalista. Al revés, son más bien víctimas, son más bien reflejos, son más bien excrecencias. Solo que ellos no lo saben. Solo que ellos son como esas polillas descerebradas que, atraídas por la luz –la luz artificial, no la luz de las verdades eternas–, se acercan demasiado a la ampolleta hasta quemarse. Corren la misma suerte de Alsino, pero no porque tengan las alas de cera, sino porque tienen demasiadas hamburguesas en el cerebro.

Su tercera brecha de tensión está, diría yo, entre la inspiración y la experiencia. Como Germán Marín, como Carver, como Gonzalo Contreras, como Bukowski, como James Ellroy, como Carlos León, como Joyce –por poner en el mismo saco, y con absoluta arbitrariedad, escritores de muy distinto peso y pelaje, chilenos y extranjeros, moros y cristianos que comparten, creo yo, este rasgo–, Fuguet no puede escribir sino a partir de su experiencia. Yo diría que tampoco lo podía hacer Roberto Bolaño, no obstante la enorme amplitud de su paleta de colores y de los mundos de los que sus libros hablan. Fuguet no es como Vargas Llosa, que es capaz de novelar distintos mundos. Fuguet novela solamente el suyo. Fuguet no hace investigación para escribir los libros. No necesita ir a las bibliotecas. No es de los que andan buscando testimonios postreros y directos de lo que ocurrió. Entre otras cosas, porque su mejor archivo y sus mejores fuentes están en su memoria. Su mejor fuente e interlocutor es él mismo. Desde luego, esta correlación entre la inspiración y su propia experiencia no es literal. Por cierto que Fuguet inventa, agrega y distorsiona. Por cierto que adultera los hechos. Pero la base de todo está en lo que él vio, en lo que él conoció, en lo que él experimentó, en lo que él percibió o advirtió. Debe ser por esto que su mundo se le parece tanto. Debe ser por eso que por su prosa circula tanta sangre. Debe por eso –supongo– que es un escritor con tanta convocatoria generacional, puesto que siempre escribe desde sí, desde su época, desde su generación.

¿Es bueno o es malo esto? Un escritor que escribe básicamente desde el yo (la verdad es que todos lo hacen desde ahí, esta es solo una cuestión de percepción), ¿será necesariamente más limitado que otro que puede escribir sobre faraones, que puede volar al siglo veintitrés o sumergirse en los últimos secretos de los monasterios de la Edad Media? Yo diría que no es ni bueno ni malo: que se puede hacer buena literatura con lo que me ocurrió ayer y con lo que le ocurrió al bueno de Tutankamón. Bueno, con eso también se puede hacer muy mala literatura. En rigor, entonces, esta no es exactamente una limitación. Pero claro, el registro de temas y de mundos de los escritores como Fuguet es mucho menos variado que el de quienes van a mundos y a tiempos enteramente distintos del suyo y a voces también distintas de la suya.

No sé cómo decirlo sin que suene a reduccionismo. De alguna manera, todos los escritores están liquidados. Tienen que lidiar con la imaginación, con la prosa, con la voz, con el punto de vista, con su pasado, con su futuro, con la fidelidad a sus personajes, con la verosimilitud, con la autenticidad, con la conexión con su público, con la fidelidad a ellos mismos. Es un trabajo de mierda, perdónenme la expresión. Pero están mucho peor los que no saben escribir sino desde sí y desde lo que a ellos les consta. En ese sentido quizás sea cierto que están más limitados.

La cuarta brecha de tensión del mundo creativo de Fuguet se origina en su doble militancia en la literatura y el cine. Esto, al menos en Chile, es bastante atípico. La cinefilia es una peste de la cual nuestros hombres de letras –con alguna que otra excepción– se han mantenido en general inmunes. En Chile no tenemos un Cabrera Infante. Tampoco un Manuel Puig. Nuestros escritores son gente sensata que va al cine a divertirse, pero no a cortarse las venas por Scorsese, David Fincher o Gus Van Sant. Bien podría ser otro motivo fuguetiano de soledad. De soledad y de confusión. Porque a este respecto él ha dicho leseras algunas veces. Ha dicho que nunca quiso ser escritor sino cineasta. Ha dicho que escribió cuentos y novelas porque no podía hacer películas. Y la verdad es que en esto a veces se pierde. Se pierde quizás porque ama demasiado el cine. Se pierde porque se deja llevar por el entusiasmo. Se pierde también –él mismo lo dijo por ahí– porque la literatura es un oficio demasiado exigente, demasiado solitario, demasiado absorbente y el cine, en cambio, a veces da la sensación (yo creo que un poco engañosa) de ser un desafío más plural, más acompañado, más arropado en términos de apoyos, de respaldos, de complicidades con otros o en términos de dinámica de grupo. Para un solitario como Alberto, para un artista de contextura a veces autista como la suya, esta dimensión no es un pelo de la cola y no es tampoco anecdótica. Al contrario: es una dimensión que importa y que para él vale mucho.

Sirvan estas consideraciones, entonces, para excusar las declaraciones de Alberto que inducen a creer que él está de prestado en el mundo de la literatura porque su verdadera patria es el cine. Nadie que haya escrito Mala onda o Missing está de prestado o de picnic en el mundo de las letras. Estas son obras intransferibles. No son obras construidas en subsidio. Si no puedo con las imágenes, qué diablos, intentemos con las palabras. Como diciendo, peor es mascar lauchas.

La última zona de fricción que yo veo en el trabajo de Alberto se relaciona con los impensados senderos a través de los cuales ha estado desarrollando su obra creativa. El que alguna vez fue presentado (y satanizado) como el más marquetero de los escritores nacionales, el chico digitado por la industria de Hollywood y el imperialismo gringo, el escritor inmaduro y facilón alguna vez expulsado del taller de Donoso por no conocer a Dostoievski, ha venido levantando a pulso una obra que tiene orientaciones extrañas, desarrollos raros, registros minoritarios y pulsiones a lo mejor poco vendedoras y extremadamente personales. ¿Qué es Las películas de mi vida sino una sistemática demolición del sueño americano, del que en principio Alberto Fuguet era el gran agente en Chile? ¿Qué es Missing, una novela, un libro testimonial, un reportaje, una transacción entre el periodismo y la ficción? ¿Qué es Locaciones, la película que Fuguet filmó en Tulsa sobre lo que significó para él y su grupo de pertenencia generacional la película La ley de la calle, de Ford Coppola? ¿Es un documental, es una confesión, es un reportaje jugado a fondo en las licencias de la subjetividad? Yo creo que estas obras raras son todo eso y más. Por lo mismo creo que Fuguet, como quiera que sea y lo que sea que eso signifique, es un artista que ha corrido fronteras.

No tengo imparcialidad para hablar de Alberto Fuguet. Debo reconocer que nada de lo que he dicho hasta aquí está libre de los sesgos de la amistad y el cariño que le tengo. En el prólogo que escribí para mi libro Una vida crítica, que Alberto y Christian Ramírez seleccionaron, editaron y produjeron, dije –y lo leo textual, porque no creo que pueda decirlo mucho mejor– que «no creo haber conocido a un cinéfilo más compulsivo y entusiasta de lo que era él a los veinte años. Lo veía todo, lo consumía todo, lo leía todo. Sigue igual, pero, claro, los años le han dado más distancia. Un poco, no tanta. Solo cuando odia o ama una película con la pasión que sabe hacerlo él vuelve a ser la fiera que era entonces. Yo tenía de Fuguet la idea de un chico que se comunicaba mucho mejor con las películas que con el mundo. Bueno, pocas emociones respecto de un amigo he tenido más intensas que el día en que fue a mi casa a conversar de estrenos o de películas viejas, como ya era habitual, y al irse me dejó un sobre en una mesa lateral que yo creo que vine a ver al día siguiente. Lo abrí con curiosidad y contenía varios de sus primeros cuentos. No solo me impresionaron y me remitieron a los terrenos de las emociones más descompensadas. No tenía la menor idea de que escribía ficción. Me recriminé por no haber sabido darme cuenta de que el joven que yo conocía era mucho más que un tragapelículas y que tenía un enorme mundo interior que le secretaba literalmente por todos lados».

Me emociona que Alberto llegue hoy a esta Cátedra constituida en homenaje a Roberto Bolaño, por la que han pasado tantos y tan distinguidos escritores. Y creo que no es una casualidad que venga a hablar de él, a partir de un artículo buenísimo que figura en su libro Tránsitos, donde ha reunido la totalidad de los artículos que ha escrito sobre literatura y escritores. Es hora entonces de terminar esta presentación y cederle la palabra a él.

Bolaño

Alberto Fuguet

No es lo mismo leer a un escritor vivo que a un escritor muerto. Sobre todo a un escritor que está muy vivo, escudriñado, entrevistado, premiado, traducido. Leer a alguien que está de moda es una experiencia radicalmente distinta a encontrar un libro en una librería de segunda mano en San Diego o en esas galerías cerca de las Torres de Tajamar y creer que uno ha descubierto algo que solo unos pocos con suerte conocen. A veces acceder a lo nuevo es uno de los componentes más deseables: por fin volver a encontrarse con una voz con la que conectaste. Otras veces el saber que demasiada gente está invitada a esa fiesta te hace querer quedarte en casa. Leer una novedad no es lo mismo que leer una novela que salió hace años. Leer a un contemporáneo es una experiencia bien distinta que leer a alguien que estuvo narrando hace cincuenta o cien o doscientos años. El lazo cambia, se altera. Para qué hablar del factor mediático, prensa, Twitter. A veces uno no desea participar de algo porque está muy candente, porque es muy parte de «la conversación social».

No sé si existe algo así como la objetividad al leer o al elegir leer algo, pero sin duda los dados se cargan cuando ese autor además es local, es conocido o es célebre. Y al revés: cuando un autor es totalmente desconocido, lejano (lituano, malayo, noruego) o su nombre no acarrea nada excepto misterio, el acercamiento también varía. Y ya que estamos en esto: desde el momento en que uno escribe y publica, se lee de otra manera. Se lee peor, se lee más atento, se lee por necesidad, por pega, por curiosidad. Se lee para robar, para sacar ideas, por morbo. Se lee con mala fe, mala leche, paranoia, distancia, ironía. Se lee también con hambre, para limpiar el paladar, para entretenerte, para alejarte de ti. Y para qué mentir: el factor competencia siempre está. Quizás uno siempre está compitiendo (y de paso, perdiendo) con Borges o Hemingway o Coetzee, pero todo se altera cuando te toca leer a los que son más cercanos. Mientras menos es la distancia de edad y de kilómetros, más se altera y poluta todo. Edmundo Paz Soldán, uno de mis pocos amigos escritores, me lo dijo una vez, casi sin pensarlo, y nos reímos: si yo fuera chileno te odiaría, me comentó. Y quizás yo también, le dije, al segundo, para noquearlo.

Las afinidades o amistades o enemistades literarias dan para mucho. Y acá en Chile, donde la población no es tan numerosa pero la cantidad de escritores, tanto exitosos como con ganas de serlo, sí lo es, estas rencillas han sido incluso escritas y analizadas. Tanto Faride Zerán como Andrés Gómez Bravo han escrito sabrosos libros sobre rencillas, peleas, tropezones y guerrillas literarias. Jorge Edwards una vez me comentó que la razón de tanta animosidad es que el pastel es demasiado chico para tanto comensal y todos quieren una tajada. Además, agregó, como ese pastel es, al final, simbólico, pues no se traduce en dinero ni poder y ni siquiera en muchos lectores, el asunto es una lucha cuerpo a cuerpo, ego a ego, por algo así como el prestigio o un cupo.

Haber leído a Bolaño antes que Bolaño se transformara en Bolaño es algo de lo cual me alegro. Haberlo leído antes de que su figura pasara de ser un secreto a ser algo así como el primer punk mediático, el detective salvaje que anda detrás de la caza, el poeta que no tiene Nobel o colección de casas y cree que los versos de odio son tan válidos como los de amor («No sé cuánta capacidad tengo de querer, pero, evidentemente, es muchísimo mayor que mi capacidad de odiar. En rigor, creo que no estoy hecho o preparado para el odio sostenido, que es el verdadero odio»). Antes de morir a la edad de 50 años consiguió algo no tan fácil para un autor vivo: ser objeto de adoración entre los escritores cachorros («A los 20 años se quiere a los escritores. A los 46, como tengo ahora yo, a lo más que llegas es a admirarlos, pero no a quererlos. Yo lo que siento ahora es cariño por jóvenes escritores»). Bolaño se alzó como un escritor que parecía imitable (pero no lo era) y que sin duda contaminó mucha prosa fresca, ingenua, de quienes pensaron que de verdad leyendo devotamente a Bolaño podían mejorar sus emprendimientos. Mi lazo real –literario, de lector que se impresiona– con Bolaño ocurrió antes, creo, que estallara el mito. Así al menos lo creo. Luego, por cierto, lo seguí leyendo, estuve atento y, por qué no confesarlo, a la defensiva.

Durante los últimos cuatro años de su vida, poca gente logró tanto en tan poco tiempo. Su ascenso fue exponencial, tal como fue su acoso kamikaze y asesino a todos los escritores de la plaza, vivos o muertos. Y no solo de la plaza, del continente entero. La energía y la manera como logró ir bombardeando vacas sagradas, superventas («escribidoras») y autores ligados al sistema terminó en un impresionante trabajo de infi ación y conquista. Su victoria fue poética, como el poeta que era; logró no solo imponer su nombre sino su obra (su poética).

Nada fue igual post Bolaño, ¿pero cuándo exactamente sucedió eso?

¿Cuándo Roberto Bolaño, el escritor ajeno, foráneo, un escritor para escritores, se transforma en Bolaño?

No lo tengo del todo claro, pero la aparición de Los detectives salvajes fue clave, por cierto. Se ha exagerado en sostener que ganar el Rómulo Gallegos fue el hito, el tipping point. No me lo compro. Sin duda, el premio contribuyó porque el que le dio importancia y relevancia al premio fue él, no al revés. El Gallegos fue el inicio, de alguna manera, el fin de la consagración y el inicio del mito mundial. Bolaño usó la plataforma y el foco del premio y le sacó el mayor de los provechos. Hoy el premio no importa demasiado y da lo mismo quién lo gane o lo pierda; Bolaño usó esa tribuna para rockear, molestar, saldar cuentas, hacer justicia, poner los puntos sobre las íes que él consideraba importantes.

Mi impresión es que, al menos en Chile, que es donde yo creo que Bolaño se transformó en Bolaño, fue a fines de los años noventa o incluso ya en el nuevo milenio que se produjo el big bang y un escritor para unos pocos se transformó en una manera de ver y concebir el mundo. Fue el propio Bolaño el que se encargó de quemar las malezas y expropiar las casas tomadas para cultivar su inmensa parcela. El abono fue él mismo, su figura tan irascible como entrañable, y sus libros inclasificables y ajenos al canon de lo que se estaba escribiendo y leyendo en español (híbridos, liminales, globales, fronterizos, viajeros; vueltas de tuerca a la no ficción; una verdadera celebración de elementos pop despreciados por la intelligentsia).

Sumadas a todo esto estaban sus columnas, sus opiniones literarias sin filtro y su absoluta libertad e incorrección política. Antes que muchos lo leyeran, ya lo querían. Y otros, claro, le temían. Sus libros (prestados, robados, en bolsillo, fotocopiados) comenzaron a leerse y subrayarse e imitarse ya con la figura del autor presente antes de abrir una página. O dicho de otro modo: esto es lo que escribe Bolaño, «uno de los nuestros», un tipo de fiar, un ser libre que no se vende al sistema, que viene tanto de la calle como de la biblioteca, un autor siglo XXI que no tiene realmente nacionalidad y que se siente cómodo en cualquier territorio.

Antes de que el fenómeno Bolaño estallara, La literatura nazi en América se vendía a precio de saldos. Seix Barral la editó, en una versión desechable cuyas páginas se deshojaban, el año 1996. En 1998, Carlos Orellana, el editor de Planeta Chile, lanzó una reedición de La pista de hielo y pasó poco. Quizás nada. Nada comparado con los libros de los autores locales que por ese entonces vendían, convocaban, provocaban tanto debate como devoción. Incluso los míos. Esto es raro. No es inexplicable pero es curioso. Dicen que una de las maneras de testear si un autor posee «lo que se necesita» es ver si es capaz de crear-alimentar-fomentar a su propio público. A sus propios lectores sin demasiada ayuda externa. Bolaño claramente lo hizo: inventó no solo a los bolañitos sino que se hizo indispensable para un grupo de lectores que no estaban leyendo o estaban esperando leer algo como lo que escribía Bolaño. Este intuyó que lo estaban esperando y así fue. En un país donde el éxito debe ser instantáneo, la aparición de un «extranjero» o «semiexiliado» que «nadie conoce» y con el cual, además, ocurre algo que no sucede mucho, lo que pasó con Bolaño se puede leer como la base de un guión para provocar la «venganza» futura. Nunca más sus libros serían saldados, ninguneados, lanzados sin pena ni gloria. Ahora reaparecía de la mano de Anagrama (algo que en Chile, por cierto, no molesta sino por el contrario, te sube los bonos ostensiblemente) y ya no se iría más. El escritor marginal pasaría a ser de culto para rápidamente transformarse en un referente, en clásico y en uno de aquellos artistas que terminan dividiendo la historia en un antes y un después.

Un mito no se arma solo con los libros. Bolaño, que era un cinéfilo consumado (varios VHS y luego DVD cada noche) y había crecido en medio de un mundo pop, logró mezclar la alta cultura (lo meta, libros sobre libros, el contexto político, las referencias a otros escritores) con un mundo lleno de trivia y obsesiones pop casi adolescentes sin alejarse de lo netamente literario. «Para escribir una novela lo primero que hay que empezar a tirar por la borda es la respetabilidad. Escribir es un ejercicio arriesgado. Y la respetabilidad es un lastre brutal», escribió y, de paso, lo cumplió. Ese extra, eso de ser él también un detective salvaje y no solo escribir sobre ellos, sin duda creó una conexión entre un lector y un autor, ambos desesperados por conectar. Bolaño entendió lo que era un autor del siglo XX y, además, el poder de los medios. Tuvo claro que un escritor de igual forma se perfila con aquello que hace, dice o escribe fuera de los libros: en los medios, la televisión o la radio, en conferencias. Ya en México, de muy joven, puso en práctica los happenings y performances para boicotear a autores como Octavio Paz, que le parecían el enemigo por estar muy cerca del poder o vivir una vida aburguesada y sin riesgos.

Me acuerdo de que Bolaño empezó a dejar de ser simplemente un buen escritor chileno (¿era chileno realmente?) que vivía en España y al que «le estaba yendo bien» cuando escribió su célebre y «venenosa» crónica «El pasillo sin salida aparente», publicada en la revista posmoderna catalana Ajoblanco en mayo de 1998. Allí narra una invitación a cenar a la casa ñuñoína de Diamela Eltit y el entonces ministro secretario general de la Presidencia Jorge Arrate, que además entonces era un aspirante a escritor y había asistido a los talleres de Eltit (al parecer –y con razón– Bolaño le tenía fobia a la idea de dictar y asistir a talleres). La crónica me fue faxeada desde Estados Unidos, por un amigo al que le llegó desde Barcelona, con una nota escrita en plumón: LEE URGENTE: This is true gossip! Releyendo la crónica (aparece en el compilado Entre paréntesis) parece no solo certera sino simpática, llena de un veneno inglés, algo liviano casi sacado de The Talk of the Town de The New Yorker, revista que terminó rendida a sus pies y verdadero eje creador de la idea de Bolaño como una suerte de Kerouac latinoamericano. Algo así como un merecido ajuste de cuentas, pero con humor y no poco de mala fe, aunque escrito por alguien que quizás estaba tentado de la risa mientras lo escribía.

El supuesto acto de terrorismo literario no es tal. Pero así se vio en su momento: ¿cómo se atrevía a escribir así de sus invitados?, ¿acaso no era una cena privada?, ¿y no advirtió quiénes eran los anfitriones? Era Diamela Elit, no Isabel Allende, ¿no captó que hay diferencias? Sí, captó. Le quedó más que claro. Y lo que quizás le molestó fue eso del poder. Y la fama y la vida burguesa. Una vida poco salvaje de gente de la que quizás él esperaba mucho más. Si bien el artículo se publicó en España, Bolaño estaba muy consciente de su público objetivo: el mundillo literario chileno. Nadie estaba a salvo, a todos les iba a tocar, ese fue el mensaje.

No cabe duda de que así fue.

Releyendo sus artículos, columnas, crónicas y reseñas, se ve su casi majadera obsesión por separar a los buenos de los malos y, a medida que iba aumentando su fama, protegerse con un sincero deseo de dejar en claro que él no iba a cambiar ni había cambiado. Él no se sentía parte de lo que estaba ocurriendo acá: «Los escritores chilenos, con alguna excepción, no quieren tener ningún problema. Solo quieren que se les quiera, que de ser posible un día se vean instalados en una agregaduría cultural, que hablen bien de ellos. Escalar, escalar siempre, buscar y conseguir el éxito, aunque el éxito sea tan pequeño como Chile mismo. En esta feria de vanidades, en este baile de salón entre los siúticos y los cuicos, brilla todo, menos la literatura».

Pero las cosas sí estaban cambiando y el que provocó en buena medida ese ajuste en las placas tectónicas fue él, tanto con su talento literario como con su capacidad para armar polémicas y hacer estallar bombas. A aquel chico frágil que dejó Chile no le bastaba «triunfar» afuera; quería algo más: ser el más importante de todos los narradores locales. O quizás lo justo sería decir el más respetado, acaso el más querido por los escritores en ciernes y por los que se sienten y se sentían fuera del sistema. Lo logró. Qué duda cabe. Lo logró en vida y, al morir, al transformarse en mito, logró algo más: quizás convertirse en el más internacional y admirado y leído de los contemporáneos que escriben en español o, incluso, en cualquier idioma. Con el ingreso y coronación/ canonización post mortem de Bolaño en Estados Unidos, su figura y sus libros se alzaron entre los grandes del fin de siglo, punto.

Cuando Roberto Bolaño murió, ese 15 de julio de 2003, me escribió o quizás me llamó Andrés Gómez Bravo, entonces reportero literario de La Tercera, donde las entrevistas y opiniones de Bolaño se lucían y tenían la plataforma que necesitaban, para que comentara algo. Quedé helado, impactado. No sabía mucho qué decir. No era amigo (tenía tantos amigos, tantos cercanos, a tantos que apoyó y lo apoyaron) y si bien había partido siendo un gran fan, hacia su muerte me había alejado algo de su persona. O quizás puse distancia. Pensé no contestar nada. Tenía claro que otros, más cercanos, podían decir cosas tan generosas como emocionantes, pero al final envié un mail corto. Dos o tres líneas, pero una de ellas es la que recuerdo: «Lo admiré tanto como le temí». Lo que era cierto. Tanto la admiración (aunque me gustó poco Nocturno de Chile, a pesar de que era un libro acerca y en contra de un archienemigo en común: el cura Valente) como el temor.

Lo vi solo una vez, de lejos, al final de una sala, en una premiación de un Concurso de Cuentos Paula, si mi memoria no me traiciona. Quizás fue a fi del 98, no sé. Ya su fi a se estaba volviendo tan omnipresente como agotadora. Me acuerdo de lo que publicó en la revista Paula y en ese momento me pareció intensamente resentido y hasta predecible. Hoy releo «Fragmentos de un regreso al país natal» y sonrío. «Esto es lo que aprendí de la literatura chilena. Nada pidas que nada se te dará. No te enfermes que nadie te ayudará. No pidas entrar en ninguna antología que tu nombre siempre se ocultará. No luches que siempre serás vencido. No le des la espalda al poder porque el poder lo es todo. No escatimes halagos a los imbéciles, a los dogmáticos, a los mediocres, si no quieres vivir una temporada en el infierno. La vida sigue aquí, más o menos igual.»

Tenía claro que me llegaría un combo de parte suya pronto; un ataque duro, algo que pudiera lanzarme al ring y dejarme algo mareado y quizás incluso noqueado. Bolaño tenía ese don. Yo no tenía libro nuevo. La última vez que había publicado una novela, Tinta roja, fue el 96. A fines de 2002 aparecería Las películas de mi vida y yo estaba seguro de que él me iba a destrozar a pesar de que, por otro lado, tenía claro que en el fondo él era un socio honorario de McOndo. Así lo creo, así lo siento, así lo estudiamos y rastreamos con un curso de graduados en la UCLA.

Bolaño tiene muchos más elementos pop de lo que comúnmente se cree: un escritor sin fronteras; un narrador obsesionado con la frontera, algo que culminaría con Ciudad Juárez y 2666; su capacidad de citar sin aviso a Jean Claude Van Damme o la actriz mexicana Isela Vega (parte esencial del mundo de Sam Peckinpah); o de fijarse en Whoopi Goldberg y Demi Moore y la cinta Ghost (en el cuento «El retorno»); su fascinación con la película sobre libreros 84, Charing Cross Road, con Anthony Hopkins y Anne Bancroft, y luego ser capaz de escribir lúcidamente acerca de Parra o Huidobro o Lamborghini o Gombrowicz, pero también de James Ellroy («Mis lugares oscuros es de lo mejor que se ha escrito en la literatura en cualquier lengua de los últimos treinta años…») o Philip K. Dick o Walter Mosley. Bolaño se internó en temas despreciados o marginados y los transformó en literatura: el mundo del cine porno, los nazis, los asesinos en serie, el cine B, los luchadores libres. Los detectives salvajes fusiona la guerrilla literaria del DF en los setenta con centenas de citas, y a medida que los Belano y Lima empiezan a viajar, ingresan Kerouac e incluso Dennis Hopper y Peter Fonda de Easy Rider. En entrevistas, Bolaño declaró que su película favorita era El club de la pelea de David Fincher, y que no tenía claro si su actriz favorita era Lily Tomlin o Lili Taylor (dos opciones extrañas y excéntricas, por decir lo menos, y que se salen totalmente de lo esperado). Al momento de elegir un personaje de ficción, no opta por ningún héroe literario sino por los animados Súper Ratón, Bugs Bunny y Speedy González. Sabía que sus lectores manejaban mucha información como él y que incluso podía hacer citas sin mencionar la fuente y todos (al menos, sus lectores) iban a entender. En una columna intenta impartirse a sí mismo un curso instantáneo acerca de Nueva Literatura Chilena. No lo pasa bien: «Aunque a veces mi flojera como alumno me provoca repentinos ataques de sueño. Esos ataques se llaman narcolepsia y los sufrió River Phoenix en aquella película de Gus Van Sant. Pero River Phoenix tenía a Keanu Reeves, o dicho de otra manera: Phoenix tenía dónde apoyar su cabeza dormida y yo solo puedo apoyarla en los libros».

Aun así, con esos lazos y «trivia en común», yo ya había aprendido hacía rato que no porque uno admire el trabajo de otro eso implica automáticamente que la cosa sea recíproca. Me acuerdo de una anécdota en una librería. No estaba Bolaño pero de alguna manera fue lo que provocó el miedo a su persona. Había aparecido Una novelita lumpen y pasé por una librería boutique a comprarla. El que atendía era joven, al parecer fan de Bolaño, y me reconoció. Le dije que cuánto era. Me dijo que no me la podía vender, que no quería vendérmela, no quería que un libro de Bolaño estuviera en mis manos. «No te lo mereces», me dijo. «Yaaaa», le respondí, molesto. «Él no querría que lo leyeras. Él cuida a su público.» Había más gente. En vez de enojarme o molestarme, callé y dejé el libro. Algo humillado, dejé la tienda, odiando más a Bolaño que al pedante dependiente. Años después, en la FNAC de Madrid, encontré el libro y lo leí de una sentada tomando sangría.

Su muerte me pilló desprevenido porque, entre otras cosas, varios amigos míos habían estado con él en Sevilla, en el congreso de escritores

«jóvenes» de donde salió la comentada y ácida conferencia «Sevilla me mata», que luego aparecería en su libro El gaucho insufrible. Yo casi llego a Sevilla. Quería ir, ver amigos, arrancarme del invierno santiaguino y estar unos días encerrado en un edificio medieval. De hecho, me invitaron. Todo pagado. Pero al final dije no. Y la razón fue tener que enfrentar a Bolaño. Me daba pánico. Terror. No me veía allí, a los dos encerrados por tanto tiempo en un lugar tan pequeño. Me dije: para qué. Para qué ir a ser víctima de un bullying

innecesario. Ya me había mencionado por ahí aunque nunca me atacó de frente. Pero sí sabía o me llegó vía mail algo respecto a un discurso («Los mitos de Cthulhu») que leyó en Barcelona, en 2002, en el Institut Catalá de Cooperación Iberoamericana. Ese discurso, al que accedí en parte, o por comentarios de terceros, fue el que me hizo desistir de subirme al avión e ir al Primer Encuentro de Escritores Latinoamericanos que organizaba Seix Barral. Sabía o creía saber que había mencionado que uno tenía que venderse al mejor postor o tener un agente poderoso o aparecer en la portada de Newsweek. Algo así fue lo que me llegó; me bastó para no ir. Ya lo había pasado bastante mal apareciendo, sin haberlo solicitado, en la portada de esa revista. Ya no me importaba que un reportero cultural me preguntase «cómo lo había logrado», sino que a Bolaño le pareciera que era más un gesto de mal gusto que algo para celebrar.

A los pocos meses de su muerte llegó a las librerías El gaucho insufrible y, para cuidarme, le pedí a una amiga que fuera y me lo comprara. Quedé enfurecido, enredado, atontado. Por un lado, estaba el texto de «Sevilla me mata» donde, la verdad, no quedo tan mal. Capaz que bien. Perdonen lo sincero o necesitado o autocomplaciente, pero supongo que ver tu nombre impreso en el libro de otro siempre provoca una sensación de vulnerabilidad y morbo. «¿De dónde viene la nueva literatura latinoamericana? La respuesta es sencillísima. Viene del miedo. Viene del horrible miedo de trabajar en una oficina o vendiendo baratijas en el paseo Ahumada». Algo de eso es cierto. Luego se lanza más adelante con una lista de narradores que debieron estar presentes en Sevilla:

…por supuesto, faltan escritores sin los cuales no
se entendería esta entelequia que por comodidad
llamamos nueva literatura latinoamericana. Es
de justicia citarlos. Comenzaré por el más difícil,
un autor radical donde los haya: Daniel Sada. Y
luego debo nombrar a César Aira, a Juan Villoro,
a Alan Pauls, a Rodrigo Rey Rosa, a Ibsen Martínez,
a Carmen Boullosa, al jovencísimo Antonio Ungar,
a los chilenos Gonzalo Contreras,
Pedro Lemebel, Jaime Collyer, Alberto Fuguet, a
María Moreno, a Mario Bellatin… ¿Cuántos se
ahogarán? Yo creo que todos.

En su momento, quedé entre aliviado y molesto. ¿Cuántos se ahogarán? ¿Qué onda? ¿Por qué tan mala leche? Si vas a citar o mencionar a escritores por los que apuestas, ¿por qué entonces mandarlos cortados de una? Hoy entiendo más su humor, algo que él mismo deja claro en el texto:

Espero que nadie tome a mal mis palabras.
Era broma. Lo escribí, lo dije, sin querer. A estas
alturas de mi vida ya no quiero más enemigos
gratuitos.

El otro texto belicoso era el ansiado «Los mitos de Cthulhu». Por fin impreso, ahora sí que podía saber qué dijo realmente de tanta gente. Bolaño, incluso muerto, podía herir. Pero también exageraba, berreaba y proclamaba todo, preso de una paranoia que hoy me parece entre adolescente y de persona seriamente lastimada. Diez años después, muchas de sus preocupaciones apocalípticas quedaron en eso: ansiedades que no se cumplieron. No ganaron los malos. Es más: el que ganó fue él y, de alguna manera, los suyos. Veamos:

¿Qué pueden hacer Sergio Pitol, Fernando
Vallejo y Ricardo Piglia contra la avalancha de
glamour? Poca cosa. Literatura. Pero la literatura
no vale nada si no va acompañada de algo más
refulgente que el mero acto de sobrevivir. La
literatura, sobre todo en Latinoamérica, y sospecho
que también en España, es éxito, éxito social,
claro, es decir es grandes tirajes, traducciones
a más de treinta idiomas (…) casa en Nueva
York o Los Angeles, cenas con grandes magnatarios (…)
portadas en Newsweek y anticipos
millonarios.

Esto ya no es tan así. Los premios literarios son recibidos como actos criminales; un anticipo millonario es casi sinónimo de basura; las grandes editoriales pierden prestigio y autores frente a pequeñas editoriales a pulso. Y ya salir en una portada es algo casi imposible porque ya casi no hay revistas (Newsweek es digital, ya no se imprime en papel). Y mejor no hablar de anticipos millonarios y prensa. Bolaño ahora tiene todo eso, pero es cierto: no lo buscó. Le llegó. Y tarde. Pero Pitol, Vallejo y Piglia están muy bien. Se leen, influyen e incluso venden. Y lo que hacen es lo que Bolaño dice: literatura. Algo que no es poca cosa. Y todo aquello que es extraliterario cada vez funciona menos. El verdadero glamour es no tener glamour. Sigo: «La obra de Reinaldo Arenas ya está perdida. La de Puig, la de Copi, la de Roberto Arlt…». Ahí también se adelantó en forma alarmista. ¿Puig perdido? Para nada. Arenas o Arlt o Copi, tampoco. Otra arenga:

Todo es, al final de cuentas, folclore. Somos buenos
para pelear y somos malos para la cama. ¿O
tal vez era al revés, Maquieira? Ya no me acuerdo.
Tiene razón Fuguet: hay que conseguir becas
y anticipos sustanciosos. Hay que venderse antes de que ellos,
quienes sean, pierdan el interés por comprarte.

No comment. O sí, un comment: nunca dije eso. Nunca lo diría. He conseguido pocas becas, menos premios, una vez tuve un adelanto no tan malo, es cierto, pero que ni se compara con los que ahora logra para sus herederos el superpoderoso agente Andrew «el Chacal» Wylie desde un rascacielos de Nueva York. Otra cosa: en 2005 estrené una película llamada Se arrienda, no Se vende. Pero nada: como dije, una cosa es lo que un autor piense o diga de ti, otra es lo que uno piensa de él. No todo cuerpo accede a la sangre del amor correspondido. Es una de las leyes de la vida y uno de los elementos básicos del drama.

Hace un par de años, también en el diario La Tercera, se publicó una entrevista inédita a Bolaño. La bajada decía: «Era noviembre de 1998 y el novelista chileno se encontraba en su país de origen. El escritor de Llamadas telefónicas habló entonces con el periodista René Gajardo». En medio de la entrevista me topo con mi nombre:

«Fuguet tiene cierta ternura que lo hace por momentos entrañable. Noto una especie de fragilidad en el autor, en lo que está escribiendo y sobre todo en la relación autor-escritura».

En ese momento pensé: por qué no fui a Sevilla.

¿Me hubiera matado haber ido?

Capaz que me hubiera bullyeado o atacado un poco, pero quizás con humor, buena fe. El año 1993 quizás no hubiera sido capaz de resistirlo; el 2003 perfectamente pude decirle «no me jodas; me voy a ir a caminar por los vericuetos de Sevilla a oler los azahares».

Error de mi parte, pero ya es demasiado tarde. Todos me dicen e insisten en que era extremadamente tímido, afable, un gran amigo que podía hablar horas de literatura o del tema freak que surgiera. Que capaz que hubiéramos enganchado. Quién sabe. Sus ataques parecían sangrientos pero él los decía en un tono menor, como en una conversación. Debí ir a Sevilla, debí confiar un poco más en mí, debí darme la posibilidad de conocerlo, de pedirle que me firmara un par de libros; de hablar de Fat City, la cinta setentera de boxeadores de John Huston que a ambos nos gusta tanto; de hablarle de mis ganas de filmar algún día uno de mis cuentos favoritos en castellano: un relato escrito por él, que curiosamente no figura mucho en su greatest hits, y que tiene el impresionante y poético nombre de «Últimos atardeceres en la tierra».

Si hay un texto entrañable de Roberto Bolaño, ese es «Últimos atardeceres en la tierra», un cuento que forma parte del libro de relatos Putas asesinas, del 2001, pero que apareció por primera vez en agosto de 1998 en una modesta antología local editada por Planeta Chile llamada Honrarás a tu padre, que tuvo poca repercusión y en la cual casi participo. Quise ser parte pero no pude. Hoy lo lamento. Quizás hubiera sido una manera de estar cerca de Bolaño, quizás a él le hubiera gustado lo que escribiese y se podría haber organizado algún encuentro una de las veces que regresó a Chile. Pero la verdad es que no tenía nada digno que entregar. La idea (cuentos originales chilenos que exploraran el lazo padre-hijo) fue del crítico Mariano Aguirre, asesor de la colección Biblioteca del Sur. Aguirre murió antes de que se terminara el proyecto. Lo terminó el escritor y crítico Mario Valdovinos, que se hizo cargo del prólogo. No recuerdo quién fue mi interlocutor. Quizás Carlos Orellana, de Planeta. Parece que conversamos por teléfono con Valdovinos y me dio un plazo extra. No lo tengo claro. Me acuerdo de que lo intenté. Incluso pensé enviar un trozo de la novela que nunca pude terminar y que estaba escribiendo en ese instante (Perder el norte), pues pensé que podría ser una buena manera de «probarla», de aprovechar esta oportunidad para testear el libro-in-progress. No tenía idea de que Bolaño iba a ser uno de los colaboradores. Bolaño a fines del 97 o comienzos del 98 no era, como he dicho, alguien tan importante. Los detectives salvajes apareció después y al otro lado del mundo: a fines de ese año y en Barcelona, luego de ganar el premio Herralde. Pero Bolaño, al momento de decidir o no entregar un cuento, no era tema. No es que atrajera o conviniese estar cerca de él, digamos, en un mismo libro. Bolaño me parecía distinto, excéntrico, juguetón, creativo, muy pop (basta releer La literatura nazi en América), pero nada más. No era parte de la liga de caballeros extraordinarios, por llamarlo de un modo, ese reducido grupo privado de autores con los que uno conecta, transita un viaje personal, vive algo trascendente y personal porque, entre otras cosas, te emocionaron desde dentro y no solo te deslumbraron desde afuera. Con los años, la literatura de Bolaño se volvió más cerebral y lejana, más creativa y ambiciosa, más europea que americana. Mi Bolaño favorito siempre ha sido el de un tono algo menor y está más en los cuentos y en los inspirados momentos que recorren todos sus libros. Pero al final uno debe elegir y claro, me cuesta optar por Los detectives salvajes, con todo lo que me impresionó, porque lo leí después de «Últimos atardeceres en la tierra».

La razón final por la que no participé fue porque no tenía nada que me gustara y porque aquello que estaba escribiendo no iba aún a ninguna parte. Estaba por partir a Washington DC, vía una Fulbright, para justamente investigar el tema de los lazos padre-hijo entre Michael Townley y su padre y, luego, entre el hijo de Townley y Callejas con el asesino, ahora escondido y con otro nombre circulando por algún sitio como Kansas o Nebraska. Ya tenía cierta capacidad para captar cuáles eran «mis temas» y en ese momento ese tema era claramente «mi tema». Tanto Mala onda como Tinta roja indagaban en ese lazo. Al final dije no. No tenía nada y además, para qué. Ya había escrito bastante del tema y si no tenía nada nuevo que me gustara, para qué publicar algo, y en una antología colectiva además.

Hoy me alegro de no haberlo hecho pues la «colaboración» de Bolaño, titulada «Últimos atardeceres en la tierra», es sencillamente una obra maestra. Ya leerlo sin persignarse es una herejía. Haber estado siquiera cerca de ese texto hubiera sido indigno para mí, insultante para él. No sé qué pensaran los otros escritores locales que participaron pero deduzco que tampoco sabían que se iban a encontrar con tamaña joya en una antología que, a lo más, aspiraba a explorar un tema poco explorado en la narrativa chilena pues, según el prólogo de Valdovinos, «el padre no es un tema obsesivo pero está allí». Luego cita novelas como Martín Rivas, Hijo de ladrón y, para mi sorpresa, Mala onda.

La antología me la pasaron en la editorial Planeta, donde fui a buscar unas regalías que iba a transformar en dólares para llevarme a Washington. Carlos Orellana me entregó el libro, recién impreso. Me llamó la atención la portada de De Chirico. Me fijé en los autores que al final quedaron: una suerte de mix de los nombres más visibles de la llamada Nueva Narrativa Chilena que ya iba de salida (Carlos Franz, Arturo Fontaine Talavera, Jaime Collyer) con nombres más bisagras (Sergio Gómez), con escritores ajenos al invento mediático (como Ramón Díaz Eterovic), más varios autores nuevos que recién estaban sacando sus primeros libros de relatos (René Arcos Levi –que falleció muy joven–, Luis López Aliaga, Tito Matamala). Roberto Bolaño, ¿qué hacía ahí? ¿En qué grupo estaba? No era necesario explicarlo ni justificarlo. Su minibiografía en la página que enfrenta el comienzo de su cuento deja claro que era chileno (Santiago, 1953) y que era casi más poeta que novelista. Cita cinco libros de poemas publicados en México, menciona Llamadas telefónicas y Estrella distante y anuncia, a modo de tráiler, La pista de hielo, que Planeta publicaría en Chile en 1998 (hay una edición publicada con anterioridad en Alcalá de Henares, 1993).

«Últimos atardeceres en la tierra» no solo es el mejor cuento de la antología Honrarás a tu padre (aunque el de René Arcos y el de Carlos Franz me gustaron mucho), sino también quizás –qué quizás, sin duda lo es– el mejor cuento publicado en castellano durante los noventa, un cuento tan misterioso como perfecto, tan cercano como distante, tan despojado como emocionalmente cargado y que bien puede ser considerado una obra maestra y tal vez uno de los motivos por los que ese título, traducido, fue el nombre del volumen de cuentos con que debutó en Estados Unidos años más tarde (es lamentable, un verdadero error que Putas asesinas, algo así como un título titilante y supuestamente fuerte y jugado sea el nombre del volumen en el que, para el mundo hispano,

«Últimos atardeceres en la tierra» debutó varios años después).

Leí el libro en una larga escala, esperando una conexión a Washington, tomando café cubano en el aeropuerto de Miami. Me acuerdo porque luego salí, medio tambaleando, sudado y acongojado adonde se cogen los taxis y me senté en un escaño a releer ese cuento para ver si era cierto, si era tan bueno, si lo que estaba viviendo era de verdad un momento clave y epifánico en vida. El de Bolaño era el relato número tres (no seguí leyendo el resto hasta meses después). Respiré el caluroso y húmedo aire tropical de Florida a fines de agosto. Un aire pegote, resbaloso, denso, como el de Acapulco, donde transcurre este impresionante cuento. Volví a leer, a subrayar. Mientras releía capté que yo nunca iba a escribir un relato tan sentido como ese, que la Nueva Narrativa se había hundido en un instante y que quizás Perder el norte se iba a perder. En efecto, se perdió luego de que, tras dos conversaciones con el propio Townley, este desapareció del mapa una vez que apresaron a Pinochet en Londres.

Todo en «Últimos atardeceres en la tierra» funciona, y para aquel que leyó el cuento mucho antes que Los detectives salvajes o Amberes o 2666, este Bolaño no es exactamente el mismo de los otros libros. Acá hay más tristeza que rabia; más autobiografía que una inventiva galopante; más cercanía que proeza literaria. El cuento parte así:

La situación es esta: B y el padre de B salen de
vacaciones a Acapulco. Parten muy temprano,
a las seis de la mañana. Esa noche, B duerme en
casa de su padre. No tiene sueños o si los tiene
los olvida nada más abrir los ojos. Oye a su padre
en el baño. Mira por la ventana, aún está oscuro.
B no enciende la luz y se viste. Cuando sale de
su habitación su padre está sentado a la mesa,
leyendo un periódico deportivo del día anterior y
el desayuno está hecho. Café y huevos a la ranchera.
B saluda a su padre y entra en el baño.

Qué comienzo: «La situación es esta». Dos puntos. Toma «Lo que sucede es terrible», el comienzo de Papelucho, y lo lleva más lejos. Lo que sucederá será terrible y sin embargo será trivial. Nada de asesinatos o conspiraciones, nada de nazis o pedófilos o críticos literarios descontrolados. La situación es clara y simple: B y su padre partirán de vacaciones y no se llevan bien y nunca se han entendido y quizás esta es la última vez que vivirán algo así. Dos chilenos, uno que lee y el otro que desprecia a los que son artistas, parten a un Acapulco tan húmedo como crepuscular, fuera de temporada, donde los bronceados turistas norteamericanos se han fugado y lo que queda es el lado B, peligroso y decadente, del Acapulco profundo. En el cuento no sucede demasiado y sucede de todo. Es una road story desde el DF al Pacífico y la más tensa y triste de las vacaciones descritas entre un padre y un hijo. Los dos son chilenos. saben que no volverán pero también está claro que no son de ahí y que no se tienen realmente. Hay aventuras, mariscos, mezcal, playa; ingresan a sitios tenebrosos como las cantinas de Bajo el volcán, pero es la voz, esa sensación de que un mundo se está acabando (la adolescencia tardía de B, el lazo entre ellos, algo de inocencia que aún posee B) lo que te atrapa, embriaga y te deja habitando en ese cuento para siempre. Padre e hijo terminan en un hotelucho aspiracional con una piscina que se llama La Brisa y que intenta colgarse del nombre del gran hotel jet set Las Brisas que está en la misma costa.

Todos miran hacia el mar, de pie, menos B que
sigue sentado. En el cielo aparece, de forma por
demás silenciosa, un avión de pasajeros. B deja
de mirar el mar y contempla el avión hasta que
este desaparece detrás de una suave colina llena
de vegetación. B recuerda un despertar, justo un
año atrás, en el aeropuerto de Acapulco. Él venía
de Chile, solo, y el avión hizo escala en Acapulco.
Cuando B abrió los ojos, recuerda, vio una luz
anaranjada, con tonalidades rosas y azules, como
una vieja película cuyos colores estuvieran desapareciendo,
y entonces supo que estaba en México y
que estaba, de alguna manera, salvado. Esto ocurrió
en 1974 y B aún no había cumplido los veintiún años.
Ahora tiene veintidós y su padre debe
andar por los cuarentainueve. B cierra los ojos. El
viento hace ininteligibles las voces de alarma del
pescador y de los niños. La arena está fría. Cuando
abre los ojos ve a su padre que sale del mar.

No hacen falta datos extra para entender que es autobiográfico. Si no lo fuera, posee esa fuerza de lo personal que hace que todo parezca biográfico, cercano, real, esa fuerza que poseen ciertos relatos que vienen de adentro y de la memoria en que uno cree que todo fue cierto, que todo se padeció, que cada sensación y cada instante fue verdad, ocurrió, le sucedió a B, aunque da lo mismo que no fuese así o que fuese a medias o que algunas cosas se alterasen. B claramente es Bolaño y Bolaño empezó a jugar con eso, adelantándose al Belano que aparecería ese mismo año. En la que fuera su última entrevista, aparecida en Playboy, la periodista Mónica Maristain le hizo una extraña pregunta:

–¿Ha visto peces de colores debajo del agua?

–Por supuesto. En Acapulco, sin ir más lejos, en el año 1974 o 1975.

Claramente, Maristain se refería a este cuento. En el cuento, B arrienda varias veces una tabla de surf y se va flotando hasta una isla en la bahía:

La calle del hotel baja perpendicularmente hacia

la playa. Allí solo hay un adolescente que alquila
tablas. B le pregunta el precio por una hora. El
adolescente dice una cifra que a B le parece razonable,
así que alquila una tabla y se mete en el
mar. Enfrente de la playa hay una pequeña isla y
hacia allí dirige B su embarcación. Al principio
le cuesta un poco, pero no tarda en dominarla. El
mar, a esa hora, es cristalino y antes de llegar a
la isla B cree ver peces rojos bajo su tabla, peces
de unos cincuenta centímetros de longitud que
se dirigen hacia la playa mientras él rema hacia la isla.

En el libro El hijo de Mr. Playa, de Mónica Maristain, aproximación a una biografía de Bolaño, el padre del escritor, León Bolaño, cuenta: «Así fue, así fue tal cual lo cuenta en el libro (…) Los dos estábamos solos en casa, pescamos el coche y nos fuimos. A Roberto nunca le gustó manejar. El coche del cuento era un Dodge, después me compré un Mercedes y le di las llaves del Dodge, pero él no las quiso. Me dijo: “Papá, tome las llaves, en la India la gente se está muriendo de hambre y usted me quiere regalar un coche”». Pero estos datos han aparecido muchos años después de ese agosto de 1998. Insisto: da lo mismo que el cuento haya ocurrido o no; lo importante es cómo está contado, cómo conecta, cómo se hace cargo del lazo padre-hijo, cómo te deja en un estado en que uno siente que también algo le pasó a la tierra, y a uno, y que sí, está atardeciendo por última vez y el nuevo día será radicalmente distinto.

Hay cosas que se pueden contar y hay cosas que
no se pueden contar, piensa B, abatido. A partir
de este momento él sabe que se está aproximando
el desastre.

Acapulco, los clavadistas, el mar bravo, los precipicios. Nunca he estado en el ya decrépito balneario estrella del estado de Guerrero, pero deseo ir algún día y buscar el destartalado hotel La Brisa. Hay cosas que se pueden contar y hay cosas que no se pueden contar. Esa es la clave del cuento. No es que sea un secreto, algo imposible de revelar. B (Bolaño) se refiere más bien –creo, intuyo– a que hay cosas que son posibles de narrar y otras que no, que es mejor no contarlas, no ponerlas en papel porque corren el riesgo de perder fuerza, de caer quizás en el melodrama, en lo kitsch.

«Últimos atardeceres en la tierra» es, en ese sentido, pura contención y pura sangre llena de tequila y rencor que logra derramarse; es un cortometraje donde lo que importa es la geografía, el clima intolerable, la acción, y donde no hay voz en off, no todo se explicita, lo que importa –lo que nos deja tristes y confusos– queda fuera de cuadro, no se muestra, es decir, no se escribe. Para qué. Pero lo intenta, a pesar de que tiene claro, como buen poeta que es, que hay cosas que es mejor no contar, que en rigor no se pueden contar, punto.

B recuerda entonces una ocasión, antes de que él
se marchara para Chile, en que su padre le dijo
«tú eres un artista y yo soy un trabajador». ¿Qué
quiso decir con eso?, piensa. La puerta del baño
se abre y la puta vestida de blanco vuelve a aparecer,
esta vez con los zapatos impolutos,
y atraviesa el local hasta la mesa en donde juegan a las
cartas y allí se queda, de pie, junto a uno de los
desconocidos. ¿Por qué tenemos que irnos?, dice
B. La mujer lo mira de reojo y no le contesta.
Hay cosas que se pueden contar, piensa B, y hay
cosas que no se pueden contar. Cierra los ojos.

Se han escrito bastantes cuentos y novelas después, tanto en Chile como en América Latina, que intentan explorar el lazo que esta antología se propuso explorar. No es un tema nuevo, pero Bolaño lo hizo suyo, creó la matriz, cimentó el cuento cumbre frente al cual todo cuento o novela corta o novela larga se medirá. Hay cosas que no se pueden contar y los autores siguen intentándolo. Tienen –tenemos– derecho. Se habla mucho de la influencia de Bolaño: mi impresión es que este cuento, del que se ha escrito y que se ha estudiado poco, es el cuento cumbre y quizás más cumbre que todo el resto de su inmensa obra que al final ha terminado siendo más imitada. Mucho más cumbre, más certero incluso que la estructura de sus libros más conocidos y ambiciosos. La razón es simple: la empatía que se arma entre un escritor (joven o que fue joven) y el texto que lee, que leemos acá es tremenda. Todos los que escriben han vivido una historia así; quizás no la han escrito, pero la han vivido o hubieran querido vivirla. Todo parece simple y lo es; lo que no es tan simple es cómo llega a niveles tan profundos. Un chico dañado, que va a ser artista; un padre trabajador que no lo entiende porque no puede. Y una playa, la sensación de estar en ninguna parte, en un sitio ajeno. Eso es todo y no hace falta más. Sé que hay mucho de ese cuento en mí, en lo que he escrito, que he robado. Bolaño me liberó para poder cambiar de escenario; dejar Santiago a veces por otros sitios. Y no necesito ir a terapia para saber que «Últimos atardeceres en la tierra» impregnó Missing y quizás Aeropuertos y el corto 2 horas. Sé que nunca lo voy a confesar o admitir porque podría quedar como pedante o wannabe o arribista o trepador. No estoy comparando: solo digo que me inspiró. Lo sé porque siempre vuelvo a él, siempre intento encontrarle el secreto, el engranaje.

A veces me pregunto si ese cuento existía y lo envió a Santiago o si, gatillado por el desafío de Aguirre y de Orellana, se lanzó a escribir este cuento para poder ser parte de una modesta antología publicada al otro lado del mundo. No lo sé. Podría averiguarlo. Guglearlo. No quiero. He vuelto a conectar con lo que ha escrito. He vuelto a releerlo. Me parece aun mejor ahora. El título es tan ambicioso como humilde, la obra tanto de un poeta tímido como de un megalómano que intuye que capaz que termine siendo dueño de la tierra pero que se quedará solo.

¿Estás borracho?, le pregunta su padre mientras
pide una carta. No, dice B, ya no. ¿Estás
>drogado?, dice su padre. No, dice B. Entonces su
padre sonríe y pide un tequila y B se levanta y
va hacia la barra y desde allí observa con ojos de
loco el escenario del crimen. En ese momento B
sabe que aquel es el último viaje que hará con su
padre. Abre los ojos, cierra los ojos. Las putas lo
miran con curiosidad, una le ofrece un trago que
B rechaza con un gesto. A veces, cuando tiene
los ojos cerrados, puede ver a su padre con una
pistola en cada mano saliendo de una puerta que
está en un lugar en donde jamás debía estar una
puerta. Sin embargo su padre aparece por allí,
de prisa, con los ojos grises brillantes y el pelo
>despeinado. Nunca más volverán a viajar juntos
piensa B. Eso es todo.

Pero no es todo. No puede serlo. Eso es todo y claramente no es todo. Es el inicio de un nuevo estado de las cosas. B es muy joven para saber y a la vez sabe demasiado para no darse cuenta. Ha leído mucho, esa también es su condena. Es un artista, no un trabajador. Abre los ojos, cierra los ojos. A cada rato lo dice. Lo repite como un mantra: «Hay cosas que no se pueden contar». Cierto. Y falso. Todo debe contarse: el silencio, los secretos, la no reciprocidad es lo que daña. El infierno es aquel lugar oscuro donde nada está claro. Abrir los ojos. El durmiente debe despertar, el durmiente quiere volver a dormir para escapar. Curioso que un cuento que está a la altura de «Los muertos» de Joyce sea playero, transcurra en un balneario, esté plagado de toallas y trajes de baño, lleno de arena y sal y tablas de surf y huela a bronceador y a tequila. Me parece tan perfecto y transparente como misterioso, extraño e impenetrable. Esa es su gracia: lo que lo hace cercano y a la vez inasible. Como un atardecer. Sigo con ganas de filmarlo. ¿Podría? ¿Me atreveré? Hay cosas que es mejor no filmar, quizás. Cosas que es mejor no contar. Pero uno lo intenta. Cómo no. Bolaño lo intentó. Y lo hizo.

Por Dios que lo hizo.
Por Dios que lo logró.