Los humanos inventamos la mundialización, pero en ese terreno la naturaleza nos saca varios milenios de ventaja. El mundo era uno antes de que los continentes se desmembraran y se convirtieran en espacios relativamente autónomos. Se conoce a ese momento preadánico como la separación de Pangea. Árboles y plantas no esperaron a que los hombres apareciesen sobre la faz de la Tierra y decidiesen ir de un continente a otro para seguirlos.

Se dice que en el alba de los tiempos las montañas del centro de China fueron una gigantesca incubadora para la mayoría de las flores que encontramos hoy por el ancho mundo: tanto las añañucas andinas como las gencianas alpinas tendrían, en ese entendido, ancestros chinos. En cuanto a los árboles, se cree que en suelo europeo hay por partes iguales especies oriundas de Europa, América, Asia y África. Lo mismo puede decirse de América, Asia y África, y el redondeo final corresponderá a Oceanía, por mor de la amplia difusión del eucalipto australiano.
Una ojeada por las calles de una ciudad como Santiago llevando como guía El árbol urbano en Chile, la clásica guía de Adriana Hoffmann, mostraría un resultado similar.

Si los vaivenes de los vegetales son ancestrales –está demostrado que los camotes americanos, por ejemplo, no esperaron a que llegaran los barcos europeos para circular por la Polinesia–,el movimiento cobró una rápida aceleración con la expansión colonial a partir del Renacimiento. Semillas, brotes, esquejes, plantas, arbustos y árboles comenzaron a cruzar los océanos en un ir y venir que fue haciéndose cada vez más intenso.

Los libros de historia escolar lo cuentan así: si Colón buscó abrir la ruta de las Indias occidentales fue porque el comercio de las especias orientales, a las que los europeos se habían vuelto adictos, se encarecía por el control que los turcos otomanos ejercían sobre él en la frontera eurasiática. Había que buscar otro camino.

Abierta así la navegación hacia el Caribe y América a través del Atlántico, y al sudeste asiático y la Polinesia vía el Cabo de Buena Esperanza, el trasiego de los vegetales alcanzaría su apogeo entre los siglos xvii y xix. Tanto así que en 1907 el botánico belga Émile De Wilderman pudo establecer que del medio millar de plantas más utilizadas en el Congo, en el corazón del África negra, solo dieciséis eran africanas. El resto, principalmente asiáticas y un tercio americanas: cacao, tomate, tabaco, camote y un largo etcétera.

El crecimiento demográfico obligó a los europeos a diversificar su agricultura y su comercio, lo que lograron apropiándose de vastos territorios y domesticando incontables especies allí habidas. En esa gigantesca dinámica, que derivó más tarde en la Revolución Industrial, se mezclaron la curiosidad, la codicia, la rapiña, las hazañas y los chascos de los que la historia humana es pródiga. Para ir lejos y acercar tantas materias primas, en el empeño por construir navíos, muelles y embarcaderos, los europeos debieron abatir muchos árboles, bosques enteros. Luego, durante la Revolución Industrial, necesitaron de ingentes cantidades de madera fosilizada en forma de carbón para moverlos.

Los españoles suelen decir que antaño una ardilla podía ir de rama en rama desde los Pirineos hasta Gibraltar, sin tocar el suelo de la península ibérica. Italo Calvino acomoda esa historieta a su manera y en El barón rampante pone a un mono yendo entre Roma y España de árbol en árbol, y en gracioso movimiento. No hubo tal ardilla, seguramente, y menos tal mono, pero algo así como un esbozo paradójico queda en pie: en botánica, como en tantas otras cosas, para hacerse con un nuevo mundo –y producir azúcar, algodón, té, café, tabaco, soya, celulosa, aceite y tanto más– los europeos consumieron buena parte del mundo anterior.

Barcos cargados de árboles

Corre el año 1789. Un velero inglés, el Bounty, deja la Polinesia rumbo a Jamaica cargado con cientos de ejemplares jóvenes del árbol de pan. Un armador londinense lo había enviado a cumplir ese cometido buscando un medio barato con que alimentar a los esclavos que cortaban caña de azúcar en el Caribe, caña que a su vez endulza la dieta de los europeos. La travesía es dura y el capitán exigente. Como a bordo el agua escasea y las plantas sufren, el capitán raciona el consumo de los marineros. Excedida, la tripulación se amotina, liderada por el segundo oficial. El cine ha fijado esas figuras en la memoria: Marlon Brando es el joven oficial Fletcher Christian, rebelde que espada en mano sube al jefe insoportable en una balsa, lo envía a la deriva en pleno océano y pone proa de regreso al paraíso polinésico donde lo espera la hija del rey.

Como esa historia, decenas: el francés Charles Plumier, «descubridor» del magnolio, a su regreso de América embarca sus colecciones de plantas y semillas en un navío y sus cuadernos de apuntes y dibujos de esas mismas plantas en otro. Uno de los dos barcos naufraga. De haber podido elegir, ¿qué hubiese preferido perder?

Otro naufragio, en el mar de Japón esta vez, en 1829, llevó a los japoneses a expulsar al botanista Philipp Franz von Siebold al descubrir que su barco transportaba a Europa semillas del árbol del té, Camelia sinensis, y notas para facilitar su cultivo. Chinos y japoneses lograron impedir, hasta el siglo xix, que se implantara fuera del Extremo Oriente el cultivo de té, hoy la bebida más consumida en el mundo después del agua. Los consumidores europeos creyeron durante siglos que el té era una infusión de hierbas –y el té verde y el té negro, dos hierbas diferentes– e ignoraban la existencia de este árbol.

El botín botánico enciende las pasiones. A lo menos que aspiran los conquistadores del nuevo reino vegetal es a dar su nombre a una planta que llene el Viejo Mundo de colores, sabores y aromas hasta entonces desconocidos. Y si esa planta reciente acaba con las consuetudinarias hambrunas, tanto mejor.

Después de todo, el famoso capitán Cook, primer europeo en llegar a Hawái, Australia y Nueva Zelanda, bautizó como Bahía Botánica el lugar donde hoy se levanta Sídney, allá por 1770. Mientras su segundo, Joseph Banks, recolectaba plantas y semillas locales, cerca de allí la tripulación del Endeavour entró en contacto con la tribu de los gugu. Los ingleses vieron a un muy curioso animal dar saltos, preguntaron a los nativos cómo se llamaba y los australianos respondieron: «Canguro». Canguro, que en lengua gugu quiere decir «no te entiendo».

Lejos de allí, en el Caribe mexicano, un par de siglos antes: «¿Cómo se llama este lugar?», preguntó el conquistador. «Yucatán», respondió el indio. Y la península se llamó Yucatán, que en lengua maya quiere decir «¿me repite la pregunta?».

Equívocos como esos se dan también en botánica. La flor de la corona, llamada jacinto azul en algunos lugares, es una especie mediterránea que llegó a Holanda a fines del siglo xviii. Allí el sueco Carlos Linneo, padre de la nomenclatura científica moderna, la llamó Scilla peruviana, nombre científico con el que se la conoce hasta hoy. ¿Por qué? El jacinto azul había llegado en un barco español llamado Perú.

La tuna es otro caso enredoso. Es mexicana, como aprendimos escuchando la canción de Jorge Negrete y mirando el escudo de México. Cruzó el océano hasta topar con las Islas Canarias, desde donde pasó al norte de África, por lo que los magrebíes la llaman «higo de los cristianos». Pero luego pasó a Francia desde el Magreb, y por esta razón los galos la llaman «higo de Barbería». Barbería: tierra de los beréberes, habitantes del Magreb.

¿Cabría suponer que novelistas hispánicos anglófilos e influenciados por la narrativa anglosajona manejaran también la diversidad del mundo vegetal? No siempre es así. Javier Marías, por ejemplo: ni una brizna de hierba en sus trece novelas.

Los portugueses, pueblo templado donde los haya, se apasionaron por las novedades zoológicas y botánicas traídas por los navegantes desde tierras lejanas, al punto de colgar enormes cocodrilos sobre los altares de las iglesias. Cuenta Erik Orsenna en L’Entreprise des Indes que los lusos de entonces no se contentaban con llamar a los prodigios animales y vegetales con los nombres que les daban los habitantes de sus lugares de origen, y decidieron rebautizarlos en la lengua de Camoens. La primera misión de un esbozo de Academia de la Lengua (curiosamente en el Portugal moderno no la hay) estaba servida, y un primer diccionario iba así a ser escrito. Un árbol de madera roja, que los africanos de Gabón llamaban zaminguila, fue rebautizado caoba (acajú), y a una especie de gran foca que lloraba la llamaron manatí. Por cierto, caoba y manatí son voces tupí y caribe, de modo que la historia es incierta, como inciertos son a menudo los nombres comunes de plantas y árboles, porque es habitual que se designe con la misma denominación a plantas o árboles diferentes, y casi siempre estos tienen más de un nombre cada uno.

Libros cargados de árboles

En la raíz de lo expuesto hasta ahora se encuentra la idea de que árboles y plantas son más de lo que parecen porque son consubstanciales a la aventura humana. A partir de esa idea podemos irnos por las ramas, en cuyos extremos suelen encontrarse flores y frutos. Y pinturas. Y violines. Y libros.

Hablando de frutos, tomemos un bodegón. Uno de Carabacho, de fines del siglo xvi. En la cesta de la abundancia que el personaje sostiene está la fruta de la que entonces se disponía en la Europa del Mediterráneo: uvas, manzanas, peras, higos, membrillos. No tardarían en llegar a esa canasta los plátanos asiáticos, las sandías africanas y un grueso contingente americano en forma de piñas, papayas, paltas, tomates y chirimoyas.

El recientemente fallecido Umberto Eco, teó- rico del saber enciclopédico y de su relación con la ficción, se arriesga en Apostillas a El nombre de la rosa, a propósito de otro novelista italiano: «Los personajes de Salgari huyen a la selva perseguidos por los enemigos y tropiezan con una raíz de baobab, y de pronto el narrador suspende la acción para darnos una lección de botánica sobre el baobab», escribe. ¿Un baobab en la selva? El baobab de El Principito, de Saint-Exupéry, el árbol botella de las postales de Madagascar, no crece en selvas húmedas y umbrías sino en zonas secas y arenosas. Tampoco es común tropezar con una de sus raíces, porque no son aparentes, como las del ombú americano o las del ficus bania asiático.

Salgari nunca salió de Italia, lo que no le impidió describir lugares tan dispares como Paraguay, Filipinas, Malasia o Siberia. Eco viajó mucho, pero lo cierto es que no basta viajar para ver y saber. ¿Cuántos visitantes extranjeros dejarán Chile convencidos de que el copihue es la flor de la araucaria? De la chilenísima araucaria que, por cierto, adorna con su porte inconfundible muchos jardines europeos. En las regiones de habla francesa, y en atención a sus hojas espinudas, se le da el curioso nombre de Désespoir des Singes («desesperación de los monos», Monkeypuzzle tree, en inglés), por la impotencia que sentiría un improbable mono que quisiera treparse a uno de estos árboles.

¿Una araucaria en Holanda?, se pregunta el narrador de Material rodante, de Gonzalo Maier, al ver un ejemplar (no) «en medio de un bosque en Coñaripe ni en una de esas tristes plazas de provincia, sino en Etten-Leur, una ciudad perdida en el interior de Holanda». Todo se explica: a mediados del siglo xix, los hermanos galeses Thomas y Edward Lobb recorrieron Chile en pos de curiosidades botánicas que serían luego rápidamente adoptadas por los jardineros europeos. Entre otras, además de la araucaria, el curioso arbusto Desfontainia spinosa, al que los británicos bautizaron como Chilean Holly, que luce en el Atlas de Gay su combinación de encendidas flores rojas y hojas verdes sempiternas.

Abundando en la idea de que árboles y plantas son más de lo que parecen, el británico Cyril Connolly suponía que, como ciertas plantas se valen de los insectos para reproducirse, las más exitosas, las más competitivas –como el tabaco, la vid y el café–, se valen de la adicción de los hombres a los bares para el mismo fin.

Nadie como los escritores anglosajones para volcar su saber botánico en sus libros. ¿Cabría suponer que novelistas hispánicos anglófilos e influenciados por la narrativa anglosajona manejaran también la diversidad del mundo vegetal? No siempre es así. Javier Marías, por ejemplo: ni una brizna de hierba en sus trece novelas. En la última, Así empieza lo malo, en una jocosa escena en que el protagonista, para espiar a una pareja adúltera, trepa a un árbol en pleno Madrid, frente a un santuario pinochetista, y es descubierto en ese árbol por una monja, Marías se contenta con hablar de un árbol sencillamente, sin especificar si se trata de un plátano oriental, de una acacia o de un arce, especies usuales en las calles madrileñas.

Vargas Llosa, en cambio, evidencia una más que aceptable sensibilidad vegetal cuando describe su barrio de Miraflores en la Lima de los años cincuenta, en Travesuras de la niña mala: «Jardines con los infaltables geranios, las poncianas, los laureles, las buganvillas, el césped y las terrazas por las que trepaban las madreselvas o la hiedra, con mecedoras donde los vecinos esperaban la noche comadreando y oliendo el perfume del jazmín. En algunos parques había ceibos espinosos de flores rojas y rosadas, y las rectas, limpias veredas tenían arbolitos de suche, jacarandás, moras».

El árbol del suche en Perú, franchipaniero (oloroso a pan francés) bajo otros cielos, resume a su manera lo que tratamos de mostrar: es un magnolio, bautizado Plumeria rubra por el francés Pluier, el mismo del naufragio. Es centroamericano de origen pero es en la India donde su capacidad para producir flores y brotes ha tenido mayor acogida, al punto de que lo llaman el árbol del templo: con sus flores se hacen ofrendas a los dioses, se alfombran los edificios dedicados al culto, por lo que siempre hay franchipanieros en los jardines en torno a los templos hinduistas.

El dramaturgo sueco August Strindberg pasaba apuros económicos en París en 1888 –el mismo año en que escribió su célebre Señorita Julia–, por lo que se vio obligado a publicar una serie de artículos sobre horticultura, reunidos luego en un tomo llamado Mi jardín y otras historias naturales. Allí expone sus observaciones sobre la sexualidad del pepino y de la correhuela, y no se priva de discutir de tú a tú algunas de las tesis de Darwin.

Marguerite Yourcenar, en el primero de sus Cuentos orientales, describe un jardín en el palacio del emperador de China en tiempos del reino Han, en el que cada flor de sus arboledas pertenece a una especie rara traída de allende los mares. Y en el último relato de la serie, «La tristeza de Cornelius Berg», cuenta cómo el protagonista, un mediocre pintor holandés, coetáneo de Rembrandt, a la vista de una variedad de tulipán, rico en colores, recuerda otro jardín lejano, visitado en uno de sus viajes, el de un bajá turco cuyo orgullo por sus tulipanes lo hacía llamarlo «su harén».

De las flores han abusado no solo los bajás. Nadie se ha burlado del abuso infligido por los poetas al reino vegetal con tanta gracia como Rimbaud, que, a los diecisiete años, en Lo que se dice al poeta a propósito de flores, llama a los lirios «clisteres de éxtasis» y a las violetas «salivazos dulces de las ninfas negras».

Nicanor Parra, por su parte, tratándose de árboles y hábitats, es preciso y contundente: «Aleluya. Sauces en el desierto de Atacama». Qué menos.

En un parque junto al lago del pueblo donde vivo, en el centro de Bélgica, hay una raíz de alcanforero dispuesta en forma de escultura por un maestro japonés. Esa raíz derivó seiscientos años por el mar de China y hoy, pasados treinta años de estar expuesta a los vientos del noreste y ser lavada a diario por la lluvia belga, aún huele.
Huele de maravilla, quiero decir.

Los libros, como esa escultura de la raíz del alcanforero, se hacen con árboles. Por eso huelen como huelen cuando desplegamos sus páginas. También la música y sus instrumentos. Los mejores violines, los Stradivarius, se hicieron hace más de trescientos años  con madera de arces y abetos que habían crecido lentamente en los fríos contrafuertes de los Alpes. Y hay quien dice que Antonio Stradivari utilizó para crearlos madera de barcos naufragados.

Borges, por las mismas. Uno de sus relatos más conocidos se llama «El jardín de los senderos que se bifurcan», pero dentro no hay un mísero musgo. A no ser que se deje el libro en el patio una húmeda noche de invierno. Alejandro Zambra llamó a su primera novela Bonsái, por un árbol miniaturizado que describe e incluso dibuja. Pero ni siquiera observando el dibujo de cerca hay manera de saber de qué especie se trata, si bien parece un árbol chileno, digamos una patagua. En Bonsái se menciona un relato de Macedonio Fernández, «Tantalia», en el que el protagonista también debe vérselas con la poda extrema de una especie vegetal. Tanto Macedonio como Zambra se refieren a ella como «una plantita», aunque el narrador trasandino tiene el detalle de agregar «de trébol».