El jaguar

En el Orinoco, el extremo más oriental de Colombia, un viajero alemán me habló de un jaguar que tenían en una reserva del Pací- fico, el extremo más occidental de Colombia. Me dijo que lo sacaban a caminar como a un perro, con collar y correa. Los jaguares no son animales domesticables; yo tenía que verlo.

Atravesé el país en bus –los llanos extensos, las tres cordilleras y los valles ardientes– y llegué al puerto de Buenaventura, donde todo es gris porque vive lloviendo. Ahí tomé una lancha rápida a Juanchaco, la última parada antes de la reserva del jaguar. El viaje, por un mar verde lleno de crestas, duró una hora.

Juanchaco es una comunidad negra con casas de tablas de madera y un muelle de hormigón que custodian los militares de una base naval que hay cerca. El Paisa, un blanco que organiza los paseos turísticos en la zona, me llevó a la reserva del jaguar. Primero fuimos en moto hasta un embarcadero en medio de la selva y luego navegamos en una lancha de madera por un estero de aguas turbias que nos condujo a mi destino.

El administrador de la reserva me dio la bienvenida sin entusiasmo. Al jaguar lo tenían en una jaula pequeña, de transporte, donde a duras penas podía estirarse y darse la vuelta y ya no lo sacaban a caminar como a un perro porque le había dado un zarpazo a un turista y herido la pierna. Me dieron ganas de llorar. Pero el voluntario que se encargaba de él, es decir, que le tiraba la comida por entre las rejas, me dijo que iba a construirle una jaula digna. Se había rasurado la cabeza y prometido no dejarse crecer el pelo hasta no haberla terminado.

Pajaritos y mariposas

El voluntario era rubísimo y el pelo casi le llegaba a la oreja. La jaula tenía un árbol que el jaguar trepaba, una plataforma elevada que usaba para dormir y una piscina donde se bañaba. Había sido un reto construirla por las condiciones de la selva, la lluvia, el sol, los caminos empantanados y el transporte de los materiales desde Buenaventura, pero aun teniendo eso en cuenta le había tomado más tiempo del necesario porque se la pasaba fumando marihuana. Tenía un lema: «Yo no trabajo todos los días, pero cuando lo hago, trabajo duro».

Lo ayudé lo más que pude con trabajo físico y una donación en efectivo. Ya no quedaba nada que hacer por el jaguar, aparte de tirarle la comida por entre las rejas, de lo que nos encargábamos él o yo, los únicos voluntarios que permanecíamos. Anuncié que había llegado la hora de irme y él me dijo que estaba pensando arreglar la casa abandonada. Como no quise entender lo que insinuaba, agregó: «Arreglarla para ti, para nosotros».

La casa abandonada queda en lo profundo de la reserva, lejos del jaguar, los senderos, la administración y el hospedaje de turistas y voluntarios. Tenía un jardín de plataneras y un árbol con frutos que atraían a los pajaritos de colores y a las mariposas Morpho, enormes, con alas de color azul metalizado. Era de material y había sido blanca, una casa con todas las de la ley en medio de la selva, construida en los tiempos de la explotación maderera para alojar a los ingenieros.

Me debatí. Si me quedaba iba a gastarme el resto de mi plata y no podría seguir viajando. Pero, por otro lado, estaban la casa abandonada con sus pajaritos y mariposas y ese hombre fuerte que andaba descalzo en la selva. Lo miré preocupada y le dije que se cuidara, no fuera a morderlo una equis.

Cucarachas, ratas y murciélagos

La casa llevaba tanto tiempo abandonada que por dentro estaba plagada de cucarachas, ratas y murciélagos. Nos pasamos los primeros días fumigando, arrancando las malezas que crecían en el concreto debilitado, sacando la tierra negra de los huecos que se habían formado y tratando de blanquear el moho de las humedades. Tenía goteras en todos lados.

Con el paso de las semanas, él se entregó a la pereza y a la marihuana. No me había engañado, pero nunca esperé que empeorara. Olvidó su lema y ya no trabajaba duro ni nunca. Se la pasaba todo el día en la hamaca mientras por la noche llovía adentro de la casa. Habíamos tenido que poner la cama en la sala, en el único punto donde no caía agua.

Le dije que ahora sí me iba y él se paró de la hamaca, prometió arreglar la casa esta vez sí de verdad y se puso a tapar las goteras.

Diez meses después solo había tapado las goteras y, cada vez que me desesperaba y amenazaba con irme, arreglaba las nuevas que se iban formando. Pero la casa seguía igual: tomada por el moho, las humedades, los huecos, la tierra negra y, si me descuidaba, las malezas y las alimañas que vivían al acecho.

El pelo le llegaba por debajo de la oreja. Al jaguar ya no lo visitaba nadie y nosotros lo seguíamos alimentando con las provisiones que enviaba el administrador, que hacía tiempo había abandonado su puesto. A mí se me había acabado la plata pero se me ocurrió que si recuperaba el jardín de las plataneras podría vender la cosecha.

La equis

Los racimos de plátano son tan pesados que no podía cargarlos yo misma. Luego de muchos ruegos y amenazas y de prometerle un porcentaje de las ganancias, se fue a cortarlos. Regresó casi de inmediato, sin los plátanos, y se desplomó en el camino de entrada. Estaba tan mal que no pudo explicarme lo que le había pasado pero yo lo supe enseguida: lo había mordido una equis.

Las equis son unas serpientes venenosas del mismo color de la hojarasca, que se llaman así porque tienen una fila de equis en el lomo. Lo revisé. Tenía la mordedura en el tobillo derecho.

Ahora estoy decidiendo qué hacer. Sé que tendría que llevarlo a Juanchaco y rogarles a los militares que lo saquen en helicóptero al hospital más cercano. Les diría: «Es el voluntario que le construyó la jaula al jaguar» y ellos no podrían rehusarse. Pero Juanchaco está muy lejos, en la reserva no hay nadie que pueda ayudarme a cargarlo y no tengo cómo llamar al Paisa, que tendría que llevarnos en su lancha.

Así que estoy pensando dejarlo tirado ahí mismo. La otra vez un venado murió por aquí cerca, los gallinazos y los gusanos se comieron el cuerpo y al cabo de tres días solo quedaban huesos y pelo.