Entre febrero y noviembre de 2001 Televisa emitió una teleserie que luego resultaría histórica: Amigas y Rivales, una telecebolla que trataba de la relación entre varias jóvenes que se empinaban en la veintena, provenían de distintos estratos sociales y, por esas cosas del azar, se harían camaradas y enemigas al mismo tiempo. Amén de las apariciones notables de actoras como Ludwika Paleta (María Joaquina en Carrusel y Alejandra Díaz-Uribe en El abuelo y yo, en que compartía roles con un jovencísimo Gael García Bernal) o Joana Benedek (como la inolvidable supervillana Roxana Brito de la O), la novela daba en el clavo en uno de los resortes melodramáticos más sofisticados que puedan existir: la enemistad que surge de la amistad, por rivalidad.

O, como se dice en inglés, las frenemies.

Traducido a veces como «amienemigo» o «amienemiga», frenemy se usó por primera vez en 1953. Fue en una columna periodística firmada por Walter Winchell en el Nevada State Journal, respecto de las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética, pero su uso habitual no se refiere tanto a las tensiones geopolíticas como a todos esos espacios en que personas que pueden ser amigas bajo ciertas circunstancias se terminan enemistando. Es cierto que sobre este curioso oxímoron ya han escrito hace muchos siglos autores como Maquiavelo o don Juan Manuel (en El conde Lucanor), pero es en la actualidad y en medio de todas esas corrientes de psicología pop que el término y su fondo se han vuelto populares.

Quizá una de las primeras aproximaciones contemporáneas a las lógicas de los amienemigos fuera el libro de 1986 de la lingüista Deborah Tannen, ¡Yo no quise decir eso!, donde reparaba en que todas las personas requerimos de aliados íntimos, de personas que nos apañen cuando nos relacionamos con otros. A menudo es la pareja. Dice Tannen que no es nada de infrecuente que esta figura se transforme:

«La mayoría de las veces, el aliado íntimo se convierte en un crítico íntimo. No solo tu pareja no te ve como alguien encantador a pesar de tus fallas sociales. Es peor, tu pareja ve fallas cuando nadie más las ve, o, lo peor de todo, ve fallas cuando no has cometido ningún error, sino que simplemente has hecho o dicho algo de una manera que es peculiar y reconociblemente tuya».

Con una agudeza propia de las intelectuales neoyorquinas, dice Tannen que, «por una extraña alquimia, las peculiaridades y los modales que molestan a los críticos íntimos son los mismos elementos del estilo personal que parecían irresistiblemente encantadores al principio. Pequeñas indiscreciones, notas falsas menores que pasarían desapercibidas o serían olvidadas si hubieras estado solo en la fiesta, se destacan, destellan, estampan en la memoria, a menudo en análisis extendidos en el auto camino a casa, ampliados casi siempre por asociaciones con fallas pasadas».

Hay especialmente dos circunstancias en que se pueden formar amienemistades: los momentos en que personas que eran pares dejan de serlo, como el ascenso a un puesto de mayor poder de aquella compañera de trabajo con la que tomábamos café y comentábamos la teleserie turca; y la obligada cotidianeidad en que nos sumergimos con personas que no conocíamos tanto y que de pronto están ahí todo el santo día, como los compañeros de mochileos o el amigo con el que pensábamos que compartir departamento sería una delicia.

Esta última es la condicionante de todas esas amienemistades que han surgido en estos últimos meses gracias al Covid-19: estar encerrados para siempre, como en A puerta cerrada, de Sartre, en una habitación con alguien que las más de las veces nos querría enterrar el cuchillo cocinero por la espalda. Probablemente la única solución para reparar estos desencuentros sea volver a las maneras que se tenían antes: en la cabaña de la nostalgia por ese pasado mejor puede habitar la cura para esa amienemistad que nos tiene desasosegados en 2020.