Durante un año, hace muchos años atrás, jugué con fuego.

Supongo que me quemé pero también me transformé en escritor.

¿Acaso no es lo mismo?

Aprendí todo lo bueno, todo lo malo, todos los trucos, todas las trampas y supe qué implicaba ser famoso con el beneficio de no serlo. Escribí un cuento (o cuentecillo) o crónica social falsa cada viernes sí o sí, pasara lo que pasara, estuviera como estuviera, con o sin ganas, inspirado o no. Antes de ser invitado a publicar ese librillo que al final salió a la calle con el deleznable pero quizás comercial título de Sobredosis, entendí que una cosa era escribir y otra era escribir sabiendo que te leen o que te van a leer; otra cosa –además– era captar que te leían de verdad. Con atención. Subrayando frases. Creyendo que muchas de las mentiras eran verdad y que casi todas las verdades eran mentiras. Deduje –sin aviso casi– que yo (¿yo?) era capaz de seducir con las palabras, que podía ser querido y hasta deseado por escrito. No sabía, claro, que también podía ser odiado-despreciado-ninguneado-ridiculizado por esas mismas palabras pero eso fue después, un poco después, y esto va de mi año con seudónimo y no de cómo dejé de tener un nombre para tener un apellido-adjetivo.

Ese año, esos 12 meses, desde mediados del 89 a mediados del 90, fue un año extremamente sensual, supongo. Un año del cual me acuerdo de poco, casi como si hubiera estado en una guerra. Ese año, el año de la columna Capitalinos en el suplemento “Wikén” del diario El Mercurio, el año digamos en que fui Enrique Alekán, me hice escritor en forma pública. La intimidad de los dos talleres a los que asistía (dos, sí, un poco mucho, pero sí, dos) se volvió un escenario público y ahí, supongo, frente a todos, cada viernes, me forjé. De alguna manera escribí una novela trash por entrega, desechable pero al parecer compulsiva, que poco a poco se volvió tema.

Tema.

A veces el único tema.

Poco a poco la columna-personaje de mierda se volvió indispensable. Y Enrique Alekán, el narrador-protagonista de estas crónicas, uno de los tipos más buscados y solicitados y observados y analizados y seguidos de toda la ciudad (o de parte de ella). Alekán era la estrella y yo, como Bruce Wayne en Batman, el tipo escondido en la cueva que no podía entender por qué ese tipejo tan básico y, por otro lado, tan humano y normal, pero cuico, facho, arrogante y demasiado-a-la-moda podía competir mano a mano con una telenovela. Alekán recorría la ciudad y se topaba con personajes del Nuevo Chile y vivía cosas que yo apenas veía de lejos. A veces me daban plata para ir a comer a un restorán nuevo y luego inventaba una gran cena con idilio de por medio. Semana a semana contaba datos e iba –él iba– a los lugares adonde iba todo el mundo (esto lo lograba conversando por teléfono con fuentes, como cuando EA asistió a la boda de la Bolocco). Entre tanta tontera, entre tanto trago y modelo, entre tanta línea, Alekán confesaba, casi al azar, que deseba otra cosa. La vida estaba en otra parte, según él y Kundera, que estaba de moda. Alekán admitía por escrito que estaba solo, que se sentía vulnerable, que no entendía bien a las mujeres de su círculo, que deseaba ser padre y que claramente quería otra cosa.

Esa fisura fue el éxito de Alekán y la razón por la cual empezó a ser cotizado como “mino”. Las cartas –sí, cartas, con sellos y escritas a mano– empezaron a aumentar de manera exponencial y pronto todos en el “Wikén” captamos que esto era un fenómeno y yo, claro, me aterré cuando la prensa quería saber quién era realmente EA. Lo que me ayudó fue que, en rigor, yo no era nadie por lo que decir que XX era Enrique Alekán era inútil. De hecho, muchas veces en el diario lo admitieron: un cabro, un colaborador que escribe de los VHS nuevos, un periodista joven. Imposible: Alekán era alguien importante y su traición a los suyos era a la vez su redención.

Alekán (porque la columna siempre fue Alekán, nunca nadie le decía Capitalinos) fue, por un momento, una suerte de héroe ABC1 que –por lo que recuerdo pues nunca lo he vuelto a leer– no era tan ABC1 sino una suerte de Martín Rivas pre-telenovela mezclado con los yuppies (qué palabra) que en ese momento estaban no solo de moda sino que eran una suerte de fetiche tanto para la izquierda que estaba llegando al poder (the red set) como para la derecha (que ayudó a importarlos). Alekán era Wall Street pero ambientado en la calle Nueva York, la bolsa, el hoy arcaico Tavelli de Providencia y el naciente barrio de El Bosque Norte (cuando la Plaza Perú era solo eso: una plaza). Físicamente lo imaginé como una mezcla de Charlie Sheen con el propio Michael Douglas alias Gordon Gekko (“la codicia es buena”) con toques de Michael J. Fox en la extraviada versión cinematográfica de Luces de una gran ciudad, la novela de Jay McInerney que claramente fue una de las inspiraciones de la mentada columna.

Enrique Alekán tenía al menos 10 años más que yo, o quizás más (por ese entonces yo tenía unos 25) pero lo importante no era tanto la edad sino que él sí era miembro del circuito ABC1 o, al menos, se movía en ese círculo o quería ingresar a él. Esta es una de las cosas que más lamento de esta experiencia y mi posterior debut literario: estar ligado a mundos no tan alejados de mí pero que claramente no eran mis territorios ni eran parte de mi proyecto literario o cinematográfico (así lo veo, al menos). EA claramente ganaba muchísimo más que yo (pocas veces he hecho peor negocio que mi “contrato” alekaniano) y tenía acceso a mundos y cosas que yo solo podía imaginarme: alucinante departamento de soltero, auto último modelo, postgrados en el Este de los Estados Unidos, restaurantes, viajes en business. Yo andaba en micro, había estudiado periodismo en la Chile, vivía con mi familia frente a la Escuela Militar y me cortaba el pelo en el Omnium.

Alekán fue un héroe que nunca hubiera creado por mí mismo, que nunca me gustó tanto (aunque nunca lo odié, al menos no al principio) y que jamás hubiera inventado como una manera para debutar (mi primer personaje fue Matías Vicuña que empezó a nacer y a encontrar su voz mucho antes que el despistado de Alekán). Pero las cosas se dan como se dan y muy pocas veces se dan como uno quiere o como le convienen. Alekán y Sobredosis (ambos son una suerte de combo infernal) me dieron todo lo que necesitaba para saltar a la piscina literaria (“publiquemos sus cuentos; es Alekán”). Todo menos respeto, claro, y espesura literaria.

***

El año 89-90 anduve desnudo y expuesto (“sobreexpuesto” era una de las palabras favoritas de EA), verano e invierno, con algo así como un mini taparrabos que era mi seudónimo. Escribí una suerte de crónica/diario de vida en extremo autobiográfico sin que fuera en absoluto biográfico (si eso es posible, digamos). El fondo era real hasta cierto punto, la forma era pura investigación.

Todo partió con justamente “hacer crónica de Santiago”. El concepto o el encargo era “criticar restoranes y bares nuevos”. Me enviaron al Tavelli porque supuestamente “ahí estaban pasando cosas”. En vez de analizar los pasteles, me fijé en una chica que tildé de “posmoderna”. A mi jefa en el “Wikén”, María Olga Delpiano, le encantó y quiso armar una columna: Capitalinos. Yo dije no, no o sea sí, quizás, no sé… ¿Columna? ¿Estable? A pesar de que esa primera columna era escrita en primera persona, el narrador no se revelaba. Supongo que era mi voz, mis prejuicios acerca de esta gente provinciana que se creía Primer Mundo e iba a la disquería Fusión y al Tavelli y usaba la trivia, la moda y la información como armas.

Una columna semanal, por tal cantidad. Era algo a lo que no podía decir que no, pero yo quería ser otra cosa. Deseaba desde luego ser crítico de cine o quizás algo más. Estaba en dos talleres, quizás también quería publicar libros. No deseaba estar asociado al mundo frívolo de los lugares de moda. María Olga me entendió. Además, le dije, que yo lo firme es como si lo firmara un seudónimo. Fuguet no parece un apellido real, tiene algo poco local, ajeno, sin pasado, sin raíces. Le propuse EA (el nombre lo saqué del veterano director de fotografía de Wenders y Ruiz y otros cineastas de cine-arte). Vale, me dijo, firma con otro nombre pero dale vida a ese nombre. ¿Vida?

–Que sea un yuppie. Que sea como Xxxx Xxxxx.

– ¿Como Xxxx Xxxxx?

–Sí, ¿quieres almorzar con él?

–Vale.

La segunda columna fue, entonces, de presentación de la voz, de la moral, del pasado, del ángulo. Y así partió. Estamos hablando de una era pre-celular, pre-internet, pre-blogs, pre-twitter. Hoy la idea de que alguien escriba sus día-a-día no parece novedad; más bien es algo que ya se ve con sospecha y letargo. ¿Otro blog autobiográfico ligado a un medio de comunicación? Pero estamos hablando de 20 años atrás. Yo era muy joven y el país, o el nuevo país mutante que estaba apareciendo de entre las tinieblas, también.

No me cabe duda que el éxito de la columna fue justamente el seudónimo y, de alguna manera, hacer público ese seudónimo, que quedara estipulado en “el contrato con el lector” que Alekán no era Alekán sino otro. Otro, claro, que no era yo. El juego era el siguiente: Alekán era real (lo que, claro, era falso). Era un ingeniero comercial recién separado, de una familia tradicional, que no entendía mucho los cambios que estaban pasando (como por ejemplo que muchos de sus nuevos amigos eran anti Büchi o que no todas las chicas de Santiago eran Opus Dei) pero que tenía su lado sensible. Ese entonces era el truco. No que un cinéfilo de clase media medio tímido y depresivo que no podía encontrar un trabajo que le acomodara inventara un personaje de ficción sino, por el contrario, que un ser “que estaba entre nosotros” traicionara a los suyos y lo publicara en el diario (el diario en esa época) para que todos lo leyeran. Rápidamente empezó la moda de averiguar quién era “este Alekán” y por qué decía estas verdades sobre nosotros.

Nosotros.

Para mí, eran ellos. Pero para ellos, EA era uno de los nuestros.

Se creyeron el cuento. Creyeron que podía existir un yuppie sensible, capaz de escuchar la música de moda, ir a los lugares cool, jalar sin parar (algo que yo empecé a practicar para justamente poder seguir siendo Alekán) y tomar Absolut como si fuera agua.

La saga de Alekán era una escritura poser (algo que muchos de mis detractores aun afirman que siguen siendo mis escritos) de un personaje arribista y asustadizo y en estado de transición (porque esa fue la exigencia: “estamos en transición; están pasando cosas, escribe de eso, de cómo estamos cambiando”). En lo principal –en lo externo– el tipo nada tenía que ver conmigo. Ahora que conozco actores capto que lo que me pasó es lo más parecido a tener un personaje que te come, a toparse con el éxito en un personaje que uno desprecia un resto y que debe ser representado.

Mi seudónimo no fue un deseo de esconderme detrás de él sino de ser otra persona. Quizás eso es un seudónimo. No lo tengo claro. Pero poco a poco el personaje me fue apretando. En un bar una chica me habló una noche de Alekán e insistía que un tipo que estaba en el bar tomando era, en efecto, el personaje en cuestión. Una cosa es que un personaje de ficción sea más fuerte o potente que su autor. Esa es, creo, la meta. Pero con Alekán todo se enredó. Yo, por un lado, no existía, y Alekán dominaba el mundo.

Uno iba a tener que desaparecer.

De ahí salió la posibilidad de publicar mis cuentos. La editorial Planeta ya estaba detrás de mi primera novela sin título pero cuando supo y yo admití que sí, que yo era el famoso Alekán, tuve la oportunidad de zafar. Me ofrecieron quedarme, seguir la saga, y por cierto me ofrecieron más dinero. Lo pensé. Prefería ser yo mal –sin look, nerd, solo y con anteojos de Harry Potter décadas antes de Harry Potter– que Alekán bien. Alekan no era todo lo que yo sí era. Y por eso mismo, por el deseo de huir lo más rápido del seudónimo y del personaje, acepté más de lo necesario al momento de publicar mi primer libro de cuentos. Partiendo por el título y una firma mía que no era mía y que legitimaba una suerte de manifiesto anti-literario. Sobredosis me costó caro, creo, pero más caro era seguir no existiendo. Alguien debía morir. Maté a Enrique Alekán y, de paso, quedé herido, pero al menos vivo.

Y empecé a escribir.

Mal o bien, pero con mi nombre.