El papá de Tomás Leighton se enfermó de cáncer cuando era muy joven y antes de morir le dejó a su hijo, de dos o tres años entonces, un libro en inglés que era el mejor que se hubiera escrito en la historia de la humanidad, según le transmitió su mamá. Con Tomás nos hicimos amigos unos años después, cuando estábamos en sexto o séptimo básico, y un día me enseñó su tesoro. Por supuesto, no podíamos saber de qué se trataba. Ni hablábamos ni leíamos en inglés.

Durante todo el año 1985 jodí a mis padres y luego a todos los libreros de Santiago preguntando por el bendito libro. Supieron de mi ansiedad en la librería Manantial, en la Feria Chilena de Huérfanos y del Drugstore, en la Zamorano y Caperán, y sobre todo en la José Miguel Carrera del Apumanque. Una vez a la semana el inolvidable señor Tan, paciente hijo de chinos que trabajó por décadas allí, me decía que no, que no había llegado, que nunca llegaría ese Señor de no sé qué.

Octubre de 1986. Eso escribí en el primer volumen que conseguí de El señor de los anillos. Solo estaba el tomo II, pero qué más daba, era por fin El señor de los anillos. Traté de leerlo, por supuesto, pero no entendí ni jota. En realidad no era una trilogía, como me gustaba repetir, sino una sola y larga novela que a la altura del tomo II estaba demasiado encaminada como para que la entendiera. Me dio un poco de rabia, pero terminé por resignarme y lo conservé así, inservible como un calcetín huacho.

Verano de 1987. Me demoré como cuatro meses en llegar hasta el tomo III. Lo encontré casi por casualidad en un rincón de la librería que no estaba al cuidado del señor Tan. Según mi madre, que no quiso pagarlo, era carísimo, un robo. Según yo, valía todo lo que pidieran por él. Lo visité varias semanas mientras ahorraba mis almuerzos para juntar la plata. Aunque no hacía juego con el libro que ya tenía era, de un modo inexplicable, un libro hermoso. Y si el tomo II me había formado en el manejo de la frustración, el tomo III me mostró los turbios placeres del bibliófilo. Lo quise simplemente porque lo pude tener, porque lo había conseguido. Ni siquiera hice el amago de leerlo, pero lo olí y lo hojeé con devoción fetichista.

14-8-1987. El día de mi cumpleaños número catorce mis padres me sorprendieron con el tomo i, que consiguieron con un amigo que había viajado a Buenos Aires. Es que en Argentina, se sabe, están todos los libros que en el mundo han sido. Fue una de las pocas sorpresas verdaderas que me dieron. No solíamos ser objeto de ese tipo de detalles, así es que supongo que debo haber transmitido como un loro con el famoso Tolkien, y mis padres deben haberse conmovido (o agotado). Eso por el lado bueno. El lado malo era que no me quedaba más que ponerme a leer, y estábamos hablando de la friolera de mil quinientas páginas. ¿Y si era malo?

Once meses estuve al aguaite de El señor de los anillos, pendiente de que llegara a Chile, a Santiago, al Apumanque, a mis manos. Durante ese tiempo los pacos allanaron mi casa, aunque vivíamos en Las Condes, porque estaban como locos buscando a los responsables del atentado a Pinochet. Durante esos meses la CNI perpetró la horrorosa Operación Albania, pero yo alucinaba con la búsqueda de esos tomos. Cuando por fin pude leerlos mi amistad con Tomás Leighton ya no era tan cercana y, ahora que lo pienso, ni siquiera sé si el libro llenó sus expectativas. Siempre le mantuve, entonces y hasta el día de hoy, una última lealtad. Cuando alguien me pregunta cómo es El señor de los anillos no tengo ninguna duda: es, lejos, el mejor libro que se ha escrito en la historia de la humanidad.