Este era un comercial argentino que pasaban en el cable hace unos años. Ogilvy & Mather Argentina, cosecha 2015 o 2016. Lo pasaban muy a cada rato, como el de «¿Hotel? ¡Trivago!» o los de Open English (extraño a Wachu y su «éééxito», su «de buks on de téibol, téibol téibol téibol»). En este, de la marca Blem, pero eso da lo mismo, empezaba a sonar el canon en re mayor de Pachelbel, es decir barroco oreja del mejor, y lo que se venía, si uno no ponía mucha atención –y uno no ponía–, era el enésimo aviso de algún producto de limpieza de esos que existen desde hace tanto, indistinguibles, intercambiables y tan básicos siempre, con su promesa de superbrillo galáctico imperial, su pensamiento mágico casero y su miedo inventado a los gérmenes de las tablas de cocina, que nunca le han hecho mal a nadie hasta que a alguien se le ocurrió vender la idea de que en nuestros baños y cocinas hay microscópicos ejércitos enemigos, boinas verdes en formato bacteriano, fantasmitas atómicos del Averno.

Debe haber toda una sociología de la (leve) evolución secular de la publicidad de productos de limpieza, desde su temprana conexión con el hogar burgués como santuario –y la histórica validación tramposa de la mujer como generala del polvo y los niños engominados– hasta su actual relación con cierto oscuro poder musculoso-tecnológico que asegura la  eficacia y la rapidez al limpiar, algo que al parecer necesitamos urgentemente hombres y mujeres para poder perder aun más tiempo mirando pantallitas con la boca abierta, como los lemmings inadvertidos en que quizás nos estamos convirtiendo. Pero la verdad es que la esencia del producto que se publicita acá es lo de menos. Fue otra cosa lo que se impuso en el recuerdo, una cuña que no sé si sería buena para vender limpiapisos o lustramuebles pero sí que lo era para pensar en cosas. Otras cosas.

Porque mientras algunos tienen bien aprendidito su Bourdieu, los menos afortunados tenemos Blem.

Horror vacui

Era así: «No todas las casas son como las de las revistas de decoración», dice una voz de hombre riquísima en modulaciones, mientras se muestra la foto de un living inmaculado y racionalista en tonos beige, como de casa sin niños ni perros. Enseguida una mano baja la foto para que veamos el living «real», que es una sala abigarrada así mal, un monumento al horror vacui, con todos los colores del pantone en muebles y adornos sin fin, mosaicos y crochet hasta en   la chimenea y duendes de yeso en cada centímetro de superficie plana. «No todos tienen el refinaaaado criterio de un diseñador…», sigue la voz, mientras se suceden espacios hogareños que son la saturación kitsch de estilos decorativos que  cierta franja privilegiada de la población en todo Occidente1 califica de inmediato y sin temor a equivocarse como «de muy mal gusto»: el marido que sorprende a su mujer con el piso nuevo de la cocina, compuesto por unas rutilantes baldosas con estampado de flores rosadas gigantes; marido y mujer en una cama matrimonial con forma de auto rojo de carreras, una mujer mayor muy bronceada con ropa dorada de leopardo en un ambiente de cojines dorados, garzas y leones dorados, sofás, cortinas, copas, copones, lámparas, todo extremadamente dorado.

«¿Acaso es ilegal tener gustos diferentes?», continuaba el audio, con unos énfasis muy teatrales. (En otra versión dicen «¿Acaso son ilegales los pisos floreados?») «Sí, él se copó con los pisos floreados… Y a ella quizás le guste un poco mucho el dorado… ¿Cuál es el problema? Después de todo, ¿qué es el buen gusto? ¿Quién es el que define si algo es lindo o es feo? Blem limpia, protege y da brillo a todos los objetos igual, sin distinciones. A tus objetos querelos como son, cuidalos con Blem.»

Una rápida pasada por las cuevas generadoras de memes e incluso por Soundcloud y Twitter arroja una pila de menciones. Encontré un remix bailable de la frase «¿Acaso son ilegales los pisos floreados?». Varios usuarios tienen como bio, de nuevo, «¿Acaso son ilegales los pisos floreados?». En YouTube, entre la gente que comenta el comercial –hay gente que comenta comerciales de años pasados en YouTube, me doy–, un alma aliviada tiene a bien decir: «Por fin una propaganda con la que me siento afín. No saben lo que es vivir con alguien con trastorno de acumulación y otro que le gusta el chamamé y las vacas». Lamentablemente ningún comentarista yutubista le sigue la conversación por ese lado interesante, el del choque de gustos y símbolos de distinción en la vida en sociedad, y se limitan a reírse del auto-cama o el mucho floreado.

Y sí, es chistoso el spot en tanto caricatura inocua, puesta en escena no problemática por la vía de la exageración, cuyo objetivo publicitario, además en tono de comedia, es trasmitir que el mercado potencial de Blem somos todos los ciudadanos con una casa que limpiar, todos marchando al son de Pachelbel, cuicos y pueblo, modernos y aviejados, excéntricos y adocenados, amantes de los cuadraditos de lana y compradores de lámparas en The Conran Shop, aplanadas las diferencias sociales tras ese gran objetivo refulgente que es hacer brillar las superficies de la modernidad doméstica. Blem es para todo aquel que atesore cosas. Las cosas que nos rodean, ese maná de los arqueólogos del mañana, ese montón de chatarra inminente por la que pagamos demasiado y que disponemos a nuestro alrededor para mayor comodidad, se supone, pero en el fondo para sentirnos más seguros, como si fueran una armadura desencajada esperando el ensamble final.

Gusto y clase

Después de todo, ¿qué es el buen gusto? Este es el aporte de la pieza publicitaria para el 99,9% de la humanidad austral, que no ha leído a Bourdieu y no habla de habitus ni de sistemas de decodificación pero tiene una percepción pragmática muy precisa de las diferencias de clase involucradas en la elección de una alfombra. Y a ella quizás le guste un poco mucho el dorado. Yo le tengo especial aversión al dorado. A Trump le gusta el dorado. A Osho le gustaba el dorado. A ciertas señoras cabezahueca las asocio con un poco mucho dorado. Imagino lo que pensarían mis amigos si mi casa fuese dorada, porque yo hago lo mismo: soy prejuiciosa a la hora de juzgar, mira qué tontera, el modo en que la gente dispone las cosas a su alrededor como barrera contra el miedo.

Por eso me gusta el desafío, que en el comercial es broma pero podemos tomarnos tranquilamente en serio: ¿Cuál es el problema? ¿Quién es el que define si algo es lindo o es feo? ¿Las revistas de decoración, en sí mismas una sucesión de copias de la copia de la copia de la revista de un amargado trendsetter neoyorquino que decora en blanco porque ya se aburrió de todos los colores? ¿Por qué no un artista polaco o tunecino? ¿Cuándo vamos a tomar el control de nuestras vidas, quitándoselo a la nueva temporada de Muebles Falabella? Si toda marca de distinción legitima una desigualdad social, la  decoración y el consumo son políticos; también los juicios estéticos no referidos al arte sino a la vida cotidiana. Recordarlo no cambia la vida, pero podría abrirle un espacio a la memoria afectiva y cerrarlo al prejuicio. Imagínense qué ganancia en libertad.


1 Dije todo Occidente pero ¿Rusia califica como Occidente? Espero que no, porque medio me invalida el argumento.