“Este debe ser el bosque –se dijo, preocupada–
en el que las cosas carecen de nombre.
Me pregunto, ¿qué le sucederá al mío cuando
entre en él?”

Lewis Carroll, A través del espejo y lo que Alicia encontró allí.

No es fácil tratar sobre epitafios. Será que a ratos uno se halla sin muchas ganas de hallarse. Porque hablar de esas definitivas inscripciones (que queremos) imperecederas es, claro, hablar de la cercanamuerte. Y hablar de la muerte –que no importa cuán lejana, siempre está cercana– es hablar propiamente de nosotros.

Seres mortales dotados de conciencia; es decir, seres conscientes de ser mortales, nuestra vida se define por la muerte: es esta una verdad que ya sabemos, y hace mucho. Otra cosa es que de ordinario juguemos a ignorarla.

Pero hay más. En la inefable zona del abismo, resplandece el poder de la palabra. De hecho, ella parece la única capaz de conectar las dos riberas, de transformarse en el puente oscuro que une el más allá y el más acá. Es esa llama congelada –lo dicho y lo callado entre la vida y la muerte–, también, el epitafio, y como tal tiene el don de definirnos. Tampoco es esta una idea nueva: los psicólogos suelen proponer a sus pacientes el ejercicio de imaginar el propio epitafio, para hurgar en la imagen que se tiene (o que se quisiera que los demás tuvieran) de sí mismo. Esto equivale a decir, para encontrar el propio ideal para sí mismo.

El epitafio, aunque a simple vista no lo parezca, es también (o puede ser) una aspiración de futuro.

Aunque inicialmente se le puede suponer una intención individual, o al menos íntima, muy pronto el epitafio adquiere un cariz comunitario. De partida, son inscripciones públicas y, talladas en piedra u otro material de similar dureza, destinadas, además, a ser perennes. Así, muestran la forma que tiene una sociedad determinada de recordar –o no– a sus muertos y, por lo tanto, las ideas de ella sobre la vida, sobre la muerte y sobre sí misma.

El epitafio, como toda memoria, es también identidad.

En ocasiones el epitafio caracteriza a los difuntos (o difuntas), describiendo lo que fueron, lo que quisieran haber sido, lo que pudieron ser. En ocasiones, es un mensaje que se dirige a ellos como una despedida, un viático o una invocación. Otras veces, entabla un diálogo con el observador –que curiosamente siempre es entendido como un paseante–, e incluso lo interpela.

Parece ser que ya en la Grecia clásica la inscripción sobre la tumba fue una forma de fijar la voz de los muertos. Una forma, que hasta hoy perdura, de conjurar el horror a la corrupción corporal de los difuntos, pero también de asegurar su presencia en medio de la vida. Porque epitafio es la palabra que relaciona nuestra experiencia vital con el (posible) otro mundo: una conversación con los muertos, de los muertos, acerca de la muerte.

La costumbre de marcar con palabras la paradoja del lugar donde están los que ya no están quizás haya nacido con la propia humanidad y su conciencia existencial. El término “epitafio”, en cambio, tiene un origen más rastreable: la lírica griega antigua distinguió el epicedio del treno, ambas formas de lamentaciones por un difunto, ya en su presencia, ya en ausencia, respectivamente. Cuando epicedios y trenos se escribieron sobre una lápida, adoptaron el nombre de epitafio. La expresión se relaciona también con el concepto de epigrama. Un epigrama es una composición poética breve que se inscribe sobre un objeto, que puede ser un exvoto, un regalo, una estatua o una tumba. Los epigramas inscritos sobre tumbas formaron clase aparte, los epitafios, y el vocablo original, entonces, pasó a designar un poema corto e ingenioso. Ciertas usanzas mortuorias fueron comunes a toda la Antigüedad clásica, y del mundo latino, ya se sabe, parece corto el camino hasta nosotros.

El primer uso documentado de la voz ‘epitafio’ en lengua castellana –de acuerdo a Joan Corominas– está fechado hacia 1250, proviene del latín epitaphium, tomado a su vez del griego epitáphios, y se define, simplemente, como ‘inscripción sobre una tumba’.

Caminante, no hagas ruido

Cuando yo era niño, íbamos en familia, con mis padres y hermanos, a visitar la tumba de la abuela. Aunque también visitábamos las de los abuelos maternos, el camino a la de la abuela paterna tenía algo de especial: siempre pasábamos frente a una sepultura –jamás supe de quién– que tenía grabadas ciertas palabras que, ahora lo entiendo, nunca se alejaron de mí. Entonces, todos nos deteníamos y yo las recitaba en voz alta, con contenida emoción. No estoy seguro de si ya sabía leer. Los versos eran los siguientes:

Caminante, no hagas ruido,
baja el tono de la voz que papito no se ha ido,
solamente se ha dormido en la ley que manda Dios.

¡Cuán completos y preciosos me parecían entonces! Yo suponía que eran una verdad hecha palabra, que pertenecían a alguien, y que nadie más podría expresarla de un modo siquiera cercano. Y, al mismo tiempo, misteriosamente sabía que también eran palabras mías.

Algunas décadas después, me sorprendí a mí mismo escudriñando el Cementerio General de Santiago para rescatar nuevas palabras de entre las piedras. Entonces buscaba material para un compendio de inscripciones mortuorias que, estoy seguro, es también una mirada a la sociedad chilena urbana a través de las huellas de sus epitafios.

Prontamente apareció de nuevo esa palabra, ‘caminante’. Llama la atención su uso como vocativo. En el Imperio Romano se despedía a los muertos con la oración sit tibi terra levis (“que la tierra te sea leve”), a la que luego se sumó siste, viator (“detente, caminante”), aludiendo a la ubicación de los panteones al costado del camino. ¿Habrá algún parentesco entre ese antiguo “detente, caminante” y nuestro “caminante, no hagas ruido”? Por lo pronto, ambas interpelan al que pasa, pero también parecen aludir metafóricamente al que va de camino por la vida.

No solo encontré la palabra caminante. Con asombro y algo de desilusión, descubrí que los versos que yo recitaba cuando niño, expuestos en muy disímiles versiones, son acaso los más utilizados de entre todos los clichés que, literalmente, abundan en nuestras sepulturas. Con alegre indulgencia, he procurado perdonar(me) esta falta de individualidad: mal que nos pese, quizás un epitafio arquetípico sea la muestra de algo así como una identidad comunitaria, al menos en una de sus muchas expresiones.

Era, precisamente, una identidad comunitaria la que buscaba al enfocar mi exploración en un caso paradigmático en sí mismo: el Cementerio General de Santiago de Chile, el más antiguo, el más grande y el más tradicional del país.

Profundamente enlazado con el devenir de la nación chilena desde su propio origen, se podría decir sin exagerar que el Cementerio General es Chile: en él se replican y expresan, al compás de la historia, las tensiones políticas y los vacíos sociales; el auge y la derrota de sus economías; la flagrante división de clases; los vicios y virtudes propios de su pueblo; sus creencias y miedos; sus rachas de esperanza. En él se respiran, o se tocan, la crueldad y el amor; la pasión y el desgarro; luminosos aciertos, logros memorables, verdades hirientes e hirientes silencios. Es un pequeño mundo que imita y prefigura, en la parca materialidad funeraria, todo lo que de inmaterial tiene un país.

Si la patria es la tierra de los padres, no hay epítome mejor para ella que el suelo donde reposan sus restos: el cementerio.

Un espejo de Chile

El 9 de diciembre de 1821, al inicio del Estado chileno (cuya independencia nacional se había firmado menos de cuatro años antes, en febrero de 1818), don Bernardo O’Higgins, entonces Director Supremo y hoy Padre de la Patria, inauguró formalmente el Cementerio General. Su historia, sin embargo, comenzó horas más tarde, la noche del 10 de diciembre, con la llegada de sus primeros huéspedes: María Durán y los párvulos María de los Santos García y Juan Muñoz. Como eran pobres, no hubo funeral y los tres fueron a dar a la fosa común. Solo al tercer día hubo una ceremonia fúnebre, la de la monja sor Ventura Fariña, quien se convirtió así en la primera sepultada en el camposanto.

Hoy –se calcula–, cerca de tres millones de difuntos descansan en él. En sus 86 hectáreas de superficie se conservan además valiosas expresiones artísticas, en especial de arquitectura y escultura funerarias, y muchas trazas del devenir histórico de la cultura nacional.

La decisión de construirlo obedeció a razones sanitarias y políticas: una vez afianzada la independencia, el ideario liberal entendió necesario remplazar las insalubres prácticas mortuorias de la época y dotar a la capital de un cementerio moderno. Hasta entonces, los cadáveres se sepultaban en las iglesias (cuando se tenía dinero), o bien en fosas poco profundas de pequeños cementerios improvisados en medio de la ciudad, y hasta en entierros clandestinos. Quienes no profesaban la religión católica (y por lo tanto no eran recibidos en templos ni otros lugares sagrados) no tenían opción: los cuerpos de los llamados “disidentes” se dejaban en las laderas del céntrico cerro Santa Lucía.

Establecer un cementerio en forma era entonces una verdadera tarea nacional, en el sentido republicano del término. Con todo, la pretensión de la autoridad civil de inmiscuirse en ámbitos tradicionales de la Iglesia fue resistida y polémica. Finalmente se impuso el argumento de salubridad pública, y el senado nombró a un destacado vecino de la ciudad (don Joaquín Valdivieso) para que hiciera las gestiones de adquisición de un predio de los padres dominicos, al norte de Santiago, que reunía características óptimas para la instalación de un camposanto: separado del centro urbano y de ubicación favorable a las corrientes de aire del valle del Mapocho, cuyo viento sur dominante impediría toda propagación infecciosa hacia las zonas pobladas, era además contiguo al Cerro Blanco, desde donde podrían extraerse las piedras para la fundaciones y las primeras sepulturas.

Sin embargo, para iniciar su construcción O’Higgins todavía debía superar el problema del financiamiento, en un contexto en el que el erario nacional era estrechísimo. Y lo hizo de un modo llamativo.

 En ese tiempo, la nieve era un bien muy preciado, ya que se usaba en la fabricación de helados (todo un lujo para la época) y permitía conservar los alimentos. En Santiago era traída desde La Dehesa a lomo de mula, desde donde llegaban apenas dos barriles. Por su escasez su precio era muy alto, y pocos tenían derechos gratuitos de nieve. Entre estos estaban las autoridades del Cabildo de Santiago, a las que O’Higgins les quitó el beneficio para cedérselo a la administración del nuevo cementerio. Con el negocio de venta de nieve a las heladerías de la capital se pudo edificar el cierro de adobe y ladrillos con el que se inició el Cementerio General.

El día de su inauguración, el ambiente estuvo dominado por celebraciones y discursos que resaltaban los logros del Estado. Era un triunfo en nombre del progreso y de la higiene, con el que Santiago se acercaba a las ciudades europeas, los modelos que la elite quería imitar.

Sus impulsores lo habían pensado como un “panteón”, es decir, un espacio simbólico de carácter nacional, que permitiera construir y preservar una memoria común. Casi 190 años después, contradictoria y fragmentada, esa memoria de los chilenos puede recorrerse a pie en sus espaciosas avenidas arboladas o en sus polvorientos patios de tierra. Todos (y todo) caben en el lugar adonde un día todos han de llegar.

Separado por un alto muro del resto del cementerio, el Patio Nº 1 Disidentes se mantuvo durante décadas en el limbo de lo aledaño pero no perteneciente. Solo con las llamadas leyes laicas de fi del siglo XIX, y pese a la tenaz y persistente resistencia de la Iglesia católica, quienes no se ampararon en su fe se consideran también formando parte de esta comunidad de difuntos: por angostos portones hoy se puede acceder a ese otro mundo, recientemente restaurado en la celebración del bicentenario nacional. El muro, desde luego, permanece.

Así como un sinnúmero de notables del arte, la política y la guerra, la mayoría de los jefes de Estado tienen aquí su sepultura. Una ausencia notoria es la de O’Higgins, cuyos restos fueron traídos del Cementerio Central de Lima a un suntuoso monumento que mandó a edificar su hijo Demetrio en el eje central del camposanto, y que fue trasladado nuevamente mucho después a una céntrica plaza frente al Palacio de Gobierno. Tampoco están aquí las cenizas del general Pinochet, que gobernó de facto entre septiembre de 1973 y marzo de 1990, pero sí los restos del presidente Allende, derrocado en aquel golpe de Estado, así como de muchísimos chilenos y chilenas que fueron víctimas de los horrores de la subsiguiente dictadura militar.

De hecho, en el cementerio existe un Memorial de Detenidos Desaparecidos y Ejecutados Políticos cerca de su acceso por Avda. Recoleta, y otro construido en el tristemente célebre Patio 29, que fue declarado hace algunos años monumento nacional. De igual status de protección jurídica goza el casco histórico del cementerio y su entrada monumental, la Plaza La Paz, desde el 8 de julio de 2009.

La declaratoria tomó en consideración que se trata del cementerio más grande de Chile; creado como cementerio de la República, laico, con ideales igualitarios; que contiene un parque centenario y el mayor museo escultórico del país.

El nombre de las cosas

En rigor, la sola inscripción sobre una tumba de un nombre propio y de las fechas de nacimiento y muerte de esa persona (y aun sin ellas) ya constituye un epitafio.

Pero si ha de ser memoria –y memoria compartida–, encontraremos en él un despliegue que es otra forma en la que los seres humanos porfiamos por trascender. Un epitafio, así, es mucho más que la marca del lugar preciso de la sepultación, y se convierte en un bien intangible, aunque concreto, dotado de valor patrimonial. Esto es, de un valor estético (literario o plástico), histórico o emocional, lo que puede resumirse en la expresión tanto más comprensiva como vaga de un “valor cultural”. En resumidas cuentas, el epitafio representa una expresión significativa de una sociedad determinada ante el misterio de la muerte.

Muerte e identidad a veces parecen enfrentadas, como si fuesen verdades excluyentes. (¿Será acaso ese uno de los miedos que nos regala la muerte?) Quizás a ello puedan aludir las palabras de Alicia, cuando nos dice –refiriéndose al bosque en el que las cosas carecen de nombre– ¿qué le sucederá al mío cuando entre en él?

¿Qué les sucederá a nuestros nombres, individuales y colectivos, respecto de quienes queden al otro lado del espejo, cuando nosotros nos adentremos en él?

La esperanza es que las huellas no se marchiten. Ninguna sociedad puede entenderse sin las huellas de los que partieron. Y he aquí que en el epitafio parece revelarse un gran misterio: la más radical de las ausencias, la muerte, forma parte presente de la vida; la más radical de las soledades, la muerte, se urde en el tejido social; el más radical de los silencios, la muerte, tiene voz propia, que perdura en el tiempo.