Nunca he preguntado por qué, pero a mi abuela, a mi abuela materna, le decimos Nana. En verdad su nombre es María Angélica, pero siempre le hemos dicho así: la Nana, con mayúscula. Cuento esto para narrar una anécdota relacionada con José Donoso. O con la forma en que leo a Donoso.

Hace tiempo, mucho tiempo, mi familia materna tenía una casa en Las Cruces. Y alguna vez, hablando con la Nana no sé de qué, me contó sobre sus veraneos cuando joven. En verdad no recuerdo si era en Las Cruces o Cartagena, pero bueno. Entonces Chile no era muy distinto que ahora: las elites se juntaban en un balneario y sus hijos se relacionaban entre sí. No es mucho lo que la Nana me cuenta. José Donoso era parte de ese ambiente. Ella era menor, pero aun así lo recuerda. Hablaba mucho, se veía bastante lampiño con el trajo de baño y era hijo del médico José Donoso Henríquez. Punto. Y así, cada vez que he intentado sacarle más información, repite lo de arriba o vuelve a una anécdota que a estas alturas he escuchado un millón de veces. Resulta que durante gran parte de su infancia y juventud la Nana fue gorda. Gorda-gorda. Y pasó gran parte de su adolescencia con vergüenza, traumatizada y atacada por la timidez. Cuando se iban de vacaciones, por ejemplo, no se atrevía a bañarse y se resguardaba bajo un quitasol, con capas de ropa sobre el cuerpo, mientras Donoso y los otros jóvenes se bañaban.

Mucho tiempo después, a principios de los noventa, cuando Donoso era Donoso, en la época de los talleres en Galvarino Gallardo y todo eso, la Nana se acercó a hablarle, en una feria del libro. Entonces mi abuela había perdido mucho peso. Estaba flaca. De hecho, en todas las fotos que conozco de ella sale flaca, como si su gordura fuera una mentira con la que cuando chico intentaba convencerme de que no comiera tanta comida chatarra. Pero volvamos a la Estación Mapocho. Imaginemos la situación: José Donoso en el stand de Planeta, una fila no tan numerosa, pero sí una buena línea de gente detrás de ella, mientras la Nana se acerca con su ejemplar de Casa de campo. A Donoso, se sabe, le gustaba hablar con la gente en las ferias de libros, hacer preguntas, comentar, reírse, etc., así que me imagino que, como acostumbraba, en aquella ocasión se tomó su tiempo con cada persona. Hasta que llegó el turno de mi abuela.

–¡María Angélica! –le dijo Donoso apenas la vio.

–Pepe –le respondió mi abuela–, ¿te acuerdas de mí? Pensé que iba a tener que recordarte quién soy.

–Pero claro que me acuerdo de ti, mujer. Cómo te voy a olvidar si eras tan gorda cuando éramos jóvenes.

El comentario de Donoso no ayudó mucho. Al contrario. Revivió el trauma juvenil de la Nana. Y ese ejemplar de Casa de campo –que ahora está en algún lugar de mi biblioteca en Santiago– no tiene ninguna dedicatoria.

 *

No mucho tiempo después de esos veranos, en 1949, luego de casi tres años en el Pedagógico de la Universidad de Chile –infelices años, al parecer–, José Donoso viajó a Estados Unidos para terminar sus estudios de pregrado en la Universidad de Princeton. El sistema universitario estadounidense dicta que en primer año uno es freshmany en el segundo sophomore, después juniory por último senior. Donoso, a los veinticinco, era junior, algo extraño frente a la realidad de sus compañeros: la mayoría con suerte alcanzaba los veintiún años. Y no solo eso: el escritor chileno ya tenía ciertas experiencias de vida que asombraban a los otros estudiantes, que en su mayoría ni siquiera habían salido de Estados Unidos, como el trabajo que hizo de ovejero en Magallanes o su viaje por Argentina.

Es inevitable vincular a Donoso con los temas de su obra, temas que él instauró y de los que se hizo cargo como las casonas, las abuelas moribundas y el ocaso de un Chile decimonónico. Lo atípico es hablar de un Donoso joven. Casi nadie habla, o ahonda, en el Donoso de formación, el viajero empedernido, el que intentaba encontrarse a sí mismo. En mi cabeza, en cambio, posiblemente porque he escuchado tantas veces esa anécdota familiar, porque he imaginado tantas veces a Donoso con traje de baño (y a la Nana gorda), aquello es lo que primero aparece al abrir cualquiera de sus libros. O porque mi lectura no está distorsionada por las lecturas educacionales obligatorias: fui a un colegio Waldorf y me salvé de leerlo a la fuerza. Así que, a partir de esa anécdota familiar, y pese a que sus libros parecen ir en contra de esta idea, me imagino a un Donoso joven. A ese Donoso que durante sus veintitantos viajó por el sur de Estados Unidos y México a dedo (un par de años antes que Kerouac y compañía). O el que le puso a su segundo libro de cuentos El charlestón, un título energético y muy en sintonía con Francis Scott Fitzgerald, quien, en Este lado del paraíso, su novela de iniciación, sobre un joven con aspiraciones literarias que estudia en Princeton, escribió: «No quiero repetir mi inocencia. Quiero perderla de nuevo».

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 Más de sesenta años después, Princeton parece haberse congelado. No solo por el duro invierno del hemisferio norte que no quiere irse; también porque sus edificios lucen intactos desde hace siglos. Caminar por Princeton es como caminar por Hogwarts, la escuela de Harry Potter. Acá los estudiantes no usan varitas, pero puede ser por el espíritu ivy league, o porque todo está nevado y hay chimeneas humeando, que todos parecen jóvenes magos. Es una escena muy propia de Nueva Inglaterra, en todo caso, porque esta área de Estados Unidos parece siempre estar en otoño o celebrando la Navidad. El mismo Donoso, en una crónica que publicó en El Sol de México («Breves encuentros con la fama»), narra algo similar al recordar el ambiente de la universidad durante el invierno: «Los edificios neogóticos cubiertos de nieve. Garrafas de sidra que dejábamos para que se enfriaran en los alféizares de nuestras ventanas, de modo que a la luz de la tarde se veían como glóbulos de ámbar suspendidos en las fachadas de nuestros colegios. Ardillas. Muchachos embozados en larguísimas bufandas de franjas negras y naranjas transitando por el paisaje cuya blancura absorbía los sonidos».

 Fue gracias a una beca de la Fundación Doherty que Donoso pudo ingresar a Princeton. Muchos pintores y artistas visuales chilenos obtuvieron u obtendrían la beca (entre ellos Carlos Faz, Pablo Burchard Aguayo y Nemesio Antúnez). Y si bien lo oficial es que Donoso partió a Estados Unidos gracias al dinero de la Fundación Doherty, ya en Princeton el escritor se encargó de echar a correr un rumor diferente. Robert Keeley, uno de sus compañeros y amigos durante esos dos años, recuerda en MSS revisited, un librito autopublicado sobre sus recuerdos de esos años: «Contó que era un destacado estudiante de una universidad en Santiago y que había obtenido una beca de una millonaria que se había casado con un chileno prominente. La beca consistía en dos años de estudio en cualquier universidad estadounidense».

Más allá de las posibles exageraciones, lo cierto es que, según el mismo Donoso, algo de ayuda económica recibió de Inés «Momo» del Río, la famosa mecenas y protectora de variados artistas y literatos chilenos. Lo divertido, finalmente, es que en gestos como estos se nota que Donoso entendió que la mejor forma de convertirse en escritor era crear un mito alrededor suyo. Desde su primer día de clases se presentó como un ser extravagante, a lo que le ayudaba el hecho de ser mayor, venir de un país tan lejano y desconocido como Chile y, pese a tener un manejo del inglés impecable (obra de sus años como estudiante en el colegio The Grange), su particular acento. Sobre su padre se limitó a decir que era médico. Pero sobre su madre elaboró un poco más: «Su madre era una mujer formidable que alguna vez pensó en postularse como alcaldesa de Santiago, o tal vez así lo hizo. Cuando me contó sobre este gesto, José lo atribuyó a la menopausia», escribe Keeley, quien dice haber escuchado a Donoso en variadas ocasiones rememorar sus meses en Magallanes cuidando ovejas y leyendo y releyendo En busca del tiempo perdido (en francés). «Aprendí a apreciar las historias de José –dice Keeley–, aunque nunca las creí enteramente.»

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Donoso vivía en una pieza en el Edwards Hall, un edificio dormitorio para estudiantes construido en 1879 y con fama de ser un lugar oscuro y excéntrico. Antes de entrar a la biblioteca y encerrarme un día entero para revisar papeles y manuscritos, me detengo en el edificio. Sin identificación de estudiante no se puede entrar. Espero que salga alguien para colarme. Ya adentro, subo por las escaleras hasta la parte sur, habitación 24, donde Donoso y Keeley se conocieron. En este sitio empezaría una amistad literaria. Tanto el chileno como el estadounidense habían escogido la literatura como área de estudio, pero en el fondo querían ser escritores. Por un momento incluso planearon una novela a cuatro manos sobre el dorm en que vivían, aunque la idea no prosperó. El título, de hecho, sería Edwards Hall y la idea consistía en crear un fresco sobre los personajes que entraban y salían de este edificio dormitorio, una serie de sketches acerca de «la amplia gama de excéntricos, neuróticos y primitivos que habitaban este edificio».

Lo que sí prosperó fue MSS, la revista literaria en la que Donoso debutó como escritor. Y en inglés.

En ese entonces existían varias revistas literarias en Princeton. La más famosa era Nassau Literary Magazine, con una larga historia. MSS llevaba poco tiempo, apenas un número. A Robert Keeley le ofrecieron ser director de la revista. Lo primero que hizo fue poner a Donoso como su brazo derecho, y luego comenzaron a pensar qué cambios hacer y a quién les gustaría publicar. Tuvieron que interrumpir sus planes: el semestre se acababa y la mayoría de los estudiantes volvía a sus hogares. Keeley pasó junio, julio y parte de agosto en Martha’s Vineyard. Donoso partió a viajar a México, siguiendo su espíritu trotamundos. A su regreso, meses más tarde, cuando cruzaba la frontera en Texas, se dio cuenta de que había olvidado sus documentos en su pieza, en el Edwards Hall. Por poco no consigue volver a Princeton y, de hecho, se hizo pasar por ciudadano estadounidense para no tener problemas más graves, como que le quitaran la visa y lo mandaran a Chile

«Un día noté que había una larga pila de camisas sucias en una de las esquinas de la pieza de José. Cada vez que necesitaba una camisa limpia, iba a la tienda de la universidad y compraba una nueva…»

De vuelta en la universidad, Keeley se sorprendió al ver a Donoso instalado afuera del gimnasio, con una mesa, ofreciendo suscripciones. El plan consistía en asegurar económicamente la revista antes de editar el segundo número. Vender cuatrocientas suscripciones era la meta. Sin mucho éxito, decidieron ir de puerta en puerta, a través de los edificios de estudiantes y profesores. Donoso resultó ser el mejor vendedor. Además de su acento y su apariencia llamativos, el escritor chileno usaba un argumento infalible: presentarse como un empobrecido estudiante de un país tan remoto como Chile. Por último, les aseguraba a los posibles suscriptores que los escritores que MSS publicaba sin duda serían famosos. Keeley: «Pero el elemento más efectivo de su capacidad de venta era su persistencia, su habilidad para convencer a cautelosos estudiantes de años superiores que cometerían un grave error si es que la rechazaban. Generalmente se invitaba solo a la pieza, sin preguntar; tomaba posición en algún asiento desocupado y daba la impresión de que no podía irse de la residencia hasta que le colaboraran. Un dólar no es tanto dinero cuando se necesita para conseguir paz y calma. De esa forma José vendió más de doscientas suscripciones, mucho más que los otros miembros de MSS juntos. Alcanzamos un total de trescientas cincuenta y decidimos continuar».

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Hay algo fronterizo en la forma en que Donoso escribe en inglés. No usa un inglés estadounidense, sino uno cercano a la tradición inglesa de fin de siglo, del siglo XIX. Nada raro: son años de descubrimientos literarios. En Princeton Donoso lee en profundidad a Henry James, algo que se nota en la prosa de sus dos primeros cuentos, en el constante uso de la coma, de frases intercaladas, ciertos tiempos verbales (como el have) y la figura de los padres y los espacios físicos de las casas y las ciudades. Parece que pensaba en castellano y luego acomodaba el inglés.

Con fecha de noviembre de 1950, en el segundo número de MSS, «The Blue Woman» es el primero de los dos relatos que Donoso publicó en Princeton. Cuenta la historia de Myra, una frágil mujer en sus cuarenta años que trabaja en una agencia de publicidad en Nueva York. Sin pareja ni familia, y con apenas un par de amigos que visita de vez en cuando, Myra pasa sus fines de semana en estado de bovarismo: con frecuencia asiste a las funciones dobles del cine para evadirse. Entonces, aburrida de su vida y de su apariencia, decide operarse la nariz. Su cambio facial comienza a aterrorizarla una noche que conoce a un par de extraños en un bar; en diversos espejos y vidrios ve a una mujer azul que le recuerda su rostro anterior.

El hecho de que el primer relato que Donoso publicó tuviera a una mujer de protagonista es clave. «José estaba enamorado de las novelistas mujeres. Tenía planeado escribir su tesis sobre Jane Austen», escribe Keeley. Antes que Austen, eso sí, manejaba la idea de investigar la obra de Virginia Woolf, otra de sus escritoras favoritas, y a quien, como él mismo reconoció en muchas entrevistas posteriores, le debió técnicas narrativas como el monólogo interior. Pero cuando pidió permiso para trabajar sobre Woolf su guía de estudios se lo negó rotundamente: «No existe un corpus crítico serio sobre su obra», le dijo. Finalmente escribió sobre Jane Austen.

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Princeton, como la mayoría de los pueblos universitarios en Estados Unidos, es un territorio finito. En una tarde es posible recorrer las calles comerciales y ya sentirse en un estado de déjà vu turístico. Empiezo en la tienda oficial de la universidad, donde venden merchandising de Princeton. Hay varios ejemplares de A este lado del paraíso y de El gran Gatsby, libros de Einstein, quien enseñó acá, y un volumen donde se destacan los alumnos famosos que han pasado por Princeton: no aparece Donoso. A un par de cuadras está Labyrinth Books, la mejor librería en toda el área. Voy a la letra D y encuentro algunos, pocos, libros de Donoso, todas traducciones al inglés. Abro los libros y veo que son de colecciones de profesores, avejentados y con sellos que se han ido diluyendo. A una cuadra doy con la calle Witherspoon donde, según Keeley, lavaban ropa: «Un día noté que había una larga pila de camisas sucias en una de las esquinas de la pieza de José. Cada vez que necesitaba una camisa limpia, José iba a la tienda de la universidad y compraba una nueva. Luego de decirle que eso era estúpido y una pérdida de dinero, le presenté a la señora que me lavaba la ropa, una italiana inmigrante que vivía en Witherspoon Street».

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Se ha creado un mito en torno a los papeles y manuscritos de Donoso. La mitad, se sabe, está en Iowa, y el resto en esta universidad. Me paso dos días buscando sobre su relación con Princeton; cartas a amigos que conoció acá, apuntes y otros textos. Pero en el camino me entretengo y divago. Entrar en la vida personal de Donoso es entrar en la historia de la narrativa de América Latina. Así que lo obvio sería buscar su correspondencia con los otros autores del boom: García Márquez, Vargas Llosa, Fuentes y Cortázar. Pero en vez de eso me pongo a buscar vínculos con las generaciones posteriores.

Hay cartas de Alberto Fuguet, Edmundo Paz Soldán y una de César Aira en la que el escritor argentino se queja de que haya cancelado su visita a Buenos Aires («¡Qué bajón inmenso que no venga a la Feria del Libro! Me había hecho la ilusión de verlo, y como me tomo tan en serio mis ilusiones, realmente lo vi por anticipado, y estuvimos charlando… Cuando me dijeron que no vendría fue como si me expropiaran, y me hirvió la sangre. No me adapto a cosas así»).

Hay una carpeta que contiene los originales de los dos relatos publicados en MSS, «The Blue Woman» y «The Poisoned Pastries».También dos traducciones de estos que, parece, nunca se publicaron. Los autores son María y Hugo Achar, el segundo un académico uruguayo. En la misma carpeta se encuentra la única reimpresión, hasta la fecha, de estos relatos (en Chasqui, la revista de estudios latinoamericanos de la Universidad de Wisconsin). Así, los cuentos permanecen más bien inéditos. Donoso nunca se sintió muy cómodo con ellos. En una nota al final, de hecho, se ve un comentario, con una letra apenas legible:

«Profundizar más la armonía de la prosa».

Hay una carpeta llena de fotos. Muchas fotos. Parto con las del boom: Donoso con Fuentes, Vargas Llosa y García Márquez en distintas situaciones, todos sonrientes y abrazados. Encuentro cinco imágenes de su tiempo como estudiante en Princeton. En una está sentado en el borde de una ventana, lleva el corte de pelo que esta universidad hizo famoso (the Princeton haircut), camisa blanca, corbata oscura, y está sin zapatos y de brazos cruzados alrededor de las rodillas. Mira a la cámara, pero sus lentes –ya gruesos en ese entonces– no dejan ver sus ojos. Atrás dice: «Princeton 1949». Otra imagen de la misma serie lo presenta con una pipa, en un salón de la universidad, también descalzo. Parece un personaje de un relato de John Cheever antes que un futuro escritor de casas señoriales. Hay una más de esos años: sentado con una camiseta blanca y un gorro de safari. El lugar podría ser México perfectamente; tal vez un pueblo de clima árido. Y hay, al final, una foto de una foto. Es de José Donoso y su madre, Alicia Yáñez. Fecha: 1926. Donoso tiene el pelo rubio y ruliento. Parece una niña, vestido de blanco. Le toma la mano a su mamá, y ella, sonriente, lo mira.

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 Fabián Casas lo dijo: «Las parejas y las revistas literarias duran casi siempre dos números». En el tiempo que Donoso estuvo en Princeton, MSS tuvo tres ediciones. Dos con relatos del escritor chileno. «The Poisoned Pastries» fue incluido en la edición de mayo de 1951. Parte con un hombre rememorando su infancia y las pesadillas surrealistas que tenía con su padre (un sueño en el que el narrador se hincha como un globo rosado gigante hasta reventar y, desde su interior, una moneda cae al pavimento). Luego pasa a la aparición de una extraña señora que ofrece unos pasteles al niño y a su hermana, quienes se niegan a probarlos. Hay varios elementos que adelantan pistas de por dónde avanzará la narrativa de Donoso, como el personaje de la abuela religiosa y enferma que el narrador y su hermana deben visitar cada noche, y la presencia de los padres. Incluso en esta etapa inicial Donoso es donosiano. Según Keeley, el escritor chileno le comentó que se había inspirado en un episodio de su niñez.

«Es una historia bien planeada, pero el escritor ha tenido dificultad en desarrollarla, la clásica dificultad de intensificar una anécdota y hacerse cargo de ese tono de reminiscencia con que se presentan los personajes. Cuesta evocar a la repelente y patética mujer», escribió Robert Fitzgerald, profesor de la universidad, al reseñar el número de MSS para el periódico de Princeton. Aunque a Donoso no le dolió tanto la crítica: «Por lo menos no dijo que estaba imitando a otro escritor», le comentó a Keeley.

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El autor de Coronación nunca fue un estudiante ejemplar. Ni en el colegio, ni el Pedagógico, menos en Princeton («resulté ser un alumno deplorable»). Siempre estuvo más interesado en vivir o en leer que en estudiar. Ahora, además, tenía a su disposición a todos los autores que siempre había querido, y en su idioma original. De ahí que su paso por Princeton lo ayudara a confirmar su condición de escritor y que como estudiante era irregular. En uno de los archivos que hay en Princeton, una autobiografía, Donoso recuerda una ocasión en que lo citaron:

«Mi guía de estudios me preguntó sobre mis malas notas. Le respondí que estaba enamorado. Protestó que sin duda yo no era el único prin- cetoniano enamorado. Cuando respondí a su protesta con un “pero, señor, comprenda, yo soy latino”, me hizo salir, seguramente para reírse». De todas maneras, el sistema universitario estadounidense daba libertad a sus estudiantes. Muchos exámenes y evaluaciones eran bastante autónomos. En enero de 1951, iniciando su último semestre en Princeton, le escribe a la «Momo»:

Yo cada día más interesado por la pintura.Tengo ahora el curso más maravilloso del mundo, que se llama The Northern Rennaissance. Tres clases y una discusión cada semana. El examen final es lo siguiente: nos dan la quotation de Eckhardt «What is man that thou art mindful of him?», y uno puede hacer lo que se le dé la real gana con ella. Un amigo mío escribió solo un soneto; otro, un cuento de cuarenta mil páginas; Waring Bidle hizo un film; John Elliot pintó un tríptico moderno; Bob Belknap escribió una cosa que él llama «Interplanetary Pastoral», totalmente genial e insano; Tony Devereux, un diálogo entre él y Lutero; Art Windels, un diálogo entre tres bolas de billar blancas, etc. Yo escribí una cosa larguísima llamada «The Private Collection of J. M. Donoso», en la que hago con palabras un grupo de diez pinturas imaginarias de pintores del Renacimiento.

Y luego narra la recepción que tuvo su proyecto en la clase, tanto con el profesor como con sus compañeros:

Tuvo un success feroz, pues en el estilo del inglés traté de imitar el estilo de pintura, y las ideas eran siempre las mías, no las del pintor; tratando de poner cada cuento –es en realidad una serie de diez cuentecitos de más o menos cuatro páginas de largo cada uno– fuera del tiempo.

El fin del paso de Donoso por Princeton coincidió con el matrimonio de su amigo Robert Keeley. Apenas terminó el último día de clase, el escritor chileno tomó un tren a Nueva York. Su plan era absorber la cultura cosmopolita de la Gran Manzana e ir a la mayor cantidad posible de museos y librerías, o simplemente recorrer las avenidas y los parques.

«Llegó tarde, justo para la cena», escribe Keeley sobre el día del matrimonio y la aparición de Donoso. «Le trajo a la novia un regalo en la bolsa de la tienda donde la había comprado, ya que no tuvo tiempo de envolverlo. Era una hielera de aluminio rojo con la forma de una manzana gigante.» Adentro tenía una tarjeta con la inscripción «Para Eva de la serpiente».

Esa noche Donoso no prestó atención a las atractivas mujeres que bailaban y buscaban compañía. En vez de eso estuvo con la madrastra de Keeley, entonces treintona. Conversaron largamente y brindaron un par de veces. «Típico de José», recuerda Keeley, porque Donoso ya tenía un historial al respecto. «Le gustaban las mujeres en general. Pero José no salía en citas durante sus años de estudiante. No lo necesitaba. Tenía dos amigas en el pueblo, aunque no eran chicas. Eran mujeres. Una era una viuda cuarentona, la secretaria de uno de los departamentos académicos. La otra era la esposa de un doctor, un psiquiatra en realidad, treintona. José regular y seriamente dormía con ambas mujeres, en las camas de ellas, nunca en su dormitorio. Cuando le pregunté por qué le atraían las mujeres “adultas”, me explicó que tenían tres ventajas. La primera es que eran “serias”. Segundo, eran “experimentadas”. Y, la más importante, eran muy “agradecidas”».

Si lo que Keeley asegura es cierto, puede ser entonces que Donoso frecuentara a la mujer de un matrimonio que vivía en el pueblo de Princeton. Un matrimonio de amigos que había conocido en la universidad y que lo recibieron una Navidad. En el artículo «Breves encuentros con la fama», el escritor chileno lo recuerda: «Yo me había hecho amigo, entre tanto, de un médico y su mujer que vivían en Princeton. Esa Navidad, cuando la mayoría de los estudiantes partieron a sus hogares, yo permanecí en la universidad y el doctor Howland y su mujer me invitaron a pasar la víspera en su casa. Oiría o podría tomar parte, me dijeron, de un concierto de flautas verticales. Alrededor del fuego y del ponche se reunió un grupo de grandes y niños tocando las viejas melodías de esas latitudes».

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La noche del matrimonio de Robert Keeley el alcohol corrió y se bailó mucho. Horas más tarde Donoso apenas caminaba. El mismo Keeley se encargó de llevarlo al hotel y registrarlo en el lobby. Cuando terminó, vio que el futuro escritor chileno dormía en uno de los sillones.

Luego de esa noche, y con el tiempo en contra (su visa expiraría pronto), Donoso comenzaría su retorno.

«Al terminar mis estudios en Princeton emprendí mi regreso a Chile en autostop cruzando lentamente el sur de Estados Unidos y México, donde permanecí varios meses. Partí desde Washington, donde fui a despedirme de don Juan Ramón Jiménez, a quien veía con cierta frecuencia. Vivía en una de esas casitas horribles y oscuras, por no decir sórdidas, que los escritores españoles en el exilio tienen ese don especial para encontrar.»

Pero no solo pretendía despedirse del poeta español, también quería pedirle una carta de recomendación. El plan de Donoso era ir a México, a Xalapa, donde vivía Gabriela Mistral. Jiménez, a regañadientes, le escribió una carta. Y así, meses más tarde, el autor chileno se presentó frente a la Premio Nobel en tierras mexicanas: «Le conté mi procedencia princetoniana y mi obligado regreso a Chile. Le relaté mis peripecias mexicanas, donde vivía hacía casi un mes sin dinero, manteniéndome con un “trabajo” insólito: flaquísimo (entonces), con crew cut y bermuda shorts, casi negro de tanto estar al sol, me iba en las mañanas al castillo de Chapultepec a esperar que llegaran los autobuses llenos de turistas norteamericanos. Me acercaba a alguna dama de aspecto crédulo y con mi más culto acento inglés le decía que yo era estudiante de psicología (falso) en Princeton y que me hallaba capacitado para hacer un estudio de su carácter por las líneas de sus manos».

Luego de unos días junto a Gabriela Mistral (quien se negó a que ese joven chileno que hablaba tanto le leyera la mano), Donoso siguió su recorrido por América Latina. La llegada a Santiago sería un golpe. Luego de estos dos años en el extranjero, sintió que el país, más que nunca, se estrechaba y lo asfixiaba. En Princeton se sentía al otro lado del paraíso. Pero ahora le tocaba retornar. «Mi regreso a Chile marcó el comienzo de años áridos para mí, duros, sin dirección, insatisfactorios, prolongadísimos, en que iba a escribir y no escribía, en que enseñaba y no me gustaba enseñar, en que pensaba volver al extranjero sin lograr emprender el viaje, recordando con nostalgia Princeton, o a Gabriela Mistral en Xalapa».

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Pese a los viajes, el paso del tiempo y los libros publicados, Donoso nunca perdió contacto con Princeton y sus compañeros. A lo largo de los años intercambió cartas con Robert Keeley, quien se convirtió en diplomático, viajó por diversos países y terminó viviendo en Washington D.C.; se alojó con John Elliot en Nueva York reiteradas veces; y con Walter Clemons Jr., otro compañero que no escribió ficción pero sí desarrolló carrera como periodista y reseñó El obsceno pájaro de la noche para Newsweek («con este libro se ha transformado en un novelista de categoría mundial»).

En 1973, Donoso le escribió a Keeley desde Calaceite, en Aragón, donde mantenía a su familia con trescientos dólares al mes. La vida allí no era cara. Pero Donoso se lamentaba de no ofrecerle a su familia una estabilidad financiera. Especialmente ahora que Pilar, su hija, cumplía seis años:

«No quiero dejar esta simple y sencilla vida para conseguir un trabajo en Madison Avenue. Aunque me gustaría pasar un año en una universidad estadounidense, pero ya veremos. Estoy hablando con tu hermano, y me dijo que le escribiera el año entrante, pero Dios sabe qué sucederá. Es difícil dejar esta solitaria, simple vida por algo que uno no está seguro que le gustará. Aunque Princeton, especialmente Princeton, es tentador. ¿Ha cambiado mucho?».

Así fue como Donoso regresó a Princeton como profesor invitado durante los años 74-75, gracias a la gestión de Edmund Keeley, el hermano de Robert. Ya tenía camino recorrido: en Iowa había sido profesor de varias generaciones de jóvenes escritores estadounidenses –entre los cuales se cuenta a John Irving–, además de entablar amistad con Kurt Vonnegut. También sería tiempo de saldar deudas. Pese a la beca de la Fundación Doherty y las ayudas de la «Momo», Donoso se había graduado y dejado una deuda de varios dólares con Princeton. Ya reconocido como un escritor internacional, llegó a un trato: ceder papeles y manuscritos para no seguir moroso.

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 Le escribo un correo electrónico a mi madre mientras espero el tren de regreso a Nueva York. En el mensaje adjunto las fotos de las fotos de Donoso que saqué en la biblioteca. Tal vez se las puedes mostrar a la Nana, le digo, si es que la vas a ver pronto. Luego reviso mis apuntes y transcripciones. Me quedó un texto de Donoso sobre su infancia y juventud. No hay mucha información sobre dónde se publicó.

«Princeton me dejó marcado con cosas importantes, como el hecho de que la literatura no estaba desprovista de encantos, ni tampoco era la fuente de culpabilidad y miseria que me había advertido mi padre que era, diciéndome que me convertiría en paria, sino, por el contrario, me di cuenta de que para mí por lo menos encerraba un gran placer.»

El texto continúa con un tono nostálgico. Donoso recuerda a sus profesores, compañeros y el ambiente cultural de la universidad; sus fines de semana en Nueva York y sus visitas a museos; y repite que fue un pésimo estudiante, pero eso, aclara, no importa. Fueron años decisivos no solo porque lo pusieron en contacto con escritores fundamentales para su futura obra, sino también porque se mantuvo vital; viajando, leyendo y escribiendo.

«Allí se me dieron a conocer las grandes obras del arte universal, con las cuales siempre había anhelado tomar contacto. Esas obras las vi en compañía de amigos nuevos e interesantes, en nuestros viajes de fin de semana a Nueva York. Durante las vacaciones me dediqué a hacer un viaje por México a pie, publiqué los primeros cuentos y me di cuenta de que, para bien o para mal, era escritor.»