Los buenos modales en el punk son muy sencillos: nada debe durar más de tres minutos. De hecho, tampoco se aconsejan más de tres acordes ni otras florituras que entorpezcan la belleza apabullante de lo simple, que no es lo fácil, por supuesto, sino lo que no tiene partes. O pocas. Por eso, la música simple tiende a ser breve, y lo breve cuando es bueno tiende a ser maravilloso, aunque esté muy lejos del punk: «What a wonderful world», de Louis Armstrong (2 minutos 17 segundos), «God only knows», de los Beach Boys (2 minutos 53 segundos) o «Respect», de Aretha Franklin (2 minutos 27 segundos).

La vocación por lo breve, eso sí, no es tan contracultural ni excéntrica como las mechas coloreadas o los mohicanos de los punks. Ya los primerísimos discos soportaban sólo dos minutos y algo por cada lado, luego los singles ampliaron un poco la duración, pero los programadores de las radios preferían las canciones breves –así no perdían a los oyentes que eventualmente se aburrían– y los discos, por misterios de la física que no vienen al caso, sonaban más fuerte y claro con menos minutos grabados. En algún sentido, la brevedad está en la médula de la música del siglo XX no tanto por estética, sino por sus condiciones de producción. Algo parecido a Spotify, que hoy promueve canciones sueltas en vez de discos.

La brevedad, de todos modos, tuvo pioneros como Chopin. Si Wagner era la grandeza romántica por excelencia, la exageración llevada a extensiones insoportables (quince horas dura la serie de El anillo del nibelungo), Chopin fue un eficaz inventor de hits, siempre breves, como son los hits. Más o menos quince años se demoró en componer sus famosos «nocturnos» que, sumados, no llegan a las dos horas. «El vals del minuto» en realidad dura un poco más de un minuto, pero un poco menos de dos, y vale como toda una declaración de principios. Si Chopin demostró que la música puede ser breve, Napalm Dead lo llevó al extremo con «You suffer», la canción más breve según el libro de Guinness, ese con los récords, pero, como casi todo récord, igual es una anécdota más que una canción. Dura un segundo y medio y a mí me suena a un grito gutural más que a otra cosa.

Supongo que debe ser culpa de la ansiedad, pero a comienzos de los años noventa me gustaban las canciones breves en las que no había que esperar el coro ni un final sublime porque todo estaba ahí, al alcance de la mano. «Ya no sos igual», de 2 minutos (2 minutos 59 segundos) o «Pa pa pa», de Los Prisioneros (3 minutos 31 segundos, aunque cuando la tocaban en vivo le quitaban al menos un minuto entero). Las canciones breves son como la Bauhaus del pop, ahora que lo pienso. Sencillas, funcionales, pegotes. Walter Gropius decía que la Bauhaus más que un estilo era una actitud, y lo mismo podría decirse de las canciones breves e incluso del punk, que es el tema que se me escapa y del que quería escribir.

A los quince años me convertí en fanático de los Fiskales Ad-Hok, una banda punk casi famosa que tocaba algunas de mis canciones favoritas: «No estar aquí» (2 minutos 59 segundos) o un cover de «Pa pa pa» mucho mejor que la versión original (1 minuto 56 segundos). Yo era chico y no tenía permiso, pero una noche logré escaparme para ir a verlos. Inventé una excusa que involucraba a un compañero de curso, tomé una micro y llegué a Valparaíso a caminar por calles que no conocía, a preguntar dónde estaba ya no recuerdo qué bar, a dar más vueltas y a fingir que no estaba perdido, hasta que lo encontré. Los Fiskales estaban sobre un escenario bajo y oscuro, el ambiente era extraño, olía mal y se escuchaba pésimo. En realidad, el panorama me pareció aterrador y peligroso, así que me devolví a la casa. Duré, creo, 2 minutos 33 segundos.